Luis Hernández Navarro
Bastaron dos semanas de protestas estudiantiles para que el nuevo PRI mostrara su vejez. Las marchas de los jóvenes develaron la falsedad de la renovación tricolor y su candidato a la Presidencia. El movimiento #YoSoy132 puso al descubierto el fundado temor de una parte importante de la sociedad mexicana ante el regreso del tricolor y sus viejas formas de hacer política, asociadas todas al autoritarismo presidencial.
La reacción de Pedro Joaquín Coldwell, presidente del PRI, y del senador Arturo Escobar y Vega, su aliado del Partido Verde, intentando descalificar la legitimidad de las protestas estudiantiles en la Universidad Iberoamericana, mostraron que el partido continúa anclado a las viejas prácticas y que el discurso del nuevo PRI no es sino un recurso retórico vacío y demagógico.
Enrique Peña Nieto intenta convencer de que el nuevo PRI no va a resucitar viejas formas de hacer política, que ya están sepultadas. Es momento de romper con el pasado, aseguró el 25 de mayo. Sin embargo, ni hay caras nuevas en el partido ni mucho menos se ha emprendido su reforma desde el interior.
Ante la protesta, los tecnócratas que controlan los contenidos de la campaña han mostrado no sólo falta de reflejos, sino muy poca imaginación política. Creyeron que la acción combinada de televisoras, encuestas, intelectuales mediáticos e intereses empresariales era suficiente para ganar la Presidencia. Ahora, frente a un movimiento que se declara simultáneamente político y apartidista y que cuestiona frontalmente su modelo de hacer política, navegan a la deriva.
El decálogo-manifiesto para una presidencia democrática que el equipo de campaña del candidato se sacó de la manga como reacción ante las protestas estudiantiles, y que no es sino el refrito de libertades contenidas en la Constitución, habla de la debilidad ideológica y programática del PRI. La pobreza teórica del documento camina de la mano de la precariedad del vocabulario de Peña Nieto. En sus intervenciones públicas, el aspirante a la primera magistratura es incapaz de utilizar más de 500 palabras distintas.
Para algunos analistas cercanos al tricolor, la renovación del partido proviene de tres vertientes diversas. La primera es la ascendencia de una nueva generación de tecnoburócratas, jóvenes funcionarios formados en la Ivy League o en universidades estadunidenses de excelencia, estrechamente vinculados a los intereses del capital financiero. La segunda es la autonomía de sus gobernadores, facilitada por 12 años de gobiernos panistas. La última –y la que más se divulga en la opinión pública– es el surgimiento y empoderamiento de una nueva camada de políticos, cuya expresión más acabada es que un joven gobernador, por primera vez, haya ganado la candidatura presidencial.
Esta tesis, que confunde la capacidad de renovación de un partido político con la edad de sus candidatos, fue defendida por el mismo Enrique Peña Nieto en su participación en el programa Tercer grado, de Televisa. Cuando le preguntaron por ejemplos concretos del nuevo PRI, no hizo alusión a alguna reforma partidaria o a algún proceso renovador en su organización, sino a la juventud de sus colegas gobernadores de Quintana Roo, Roberto Borge; de Veracruz, Javier Duarte; de Chihuahua, César Duarte, y hasta el de Campeche, Fernando Ortega Barnés, que rebasa los 50 años.
¡Como si la edad fuera garantía de modernidad! En el PRI, los líderes jóvenes resultan ser, en esencia, copia fiel de sus ancestros. No en balde resulta tan certera una frase atribuida al hoy caído en desgracia y ejemplo del nuevo PRI Tomás Yarrington: Los dinosaurios no se hacen, nacen; son dinosaurios desde chiquitos.
El propio ex gobernador del estado de México es producto de la escuela de Isidro Fabela, continuada por Carlos Hank González y seguida sin cambio alguno hasta Arturo Montiel, su tío y protector. Todos forman parte del PRI del viejo sistema, el único realmente existente.
A pesar de tener tan sólo 45 años y comportarse como galán de telenovela, Peña Nieto es un viejo prematuro. Su lenguaje corporal, su propuesta de gobierno, sus reflejos políticos huelen a rancio. Sus desplantes autoritarios en la Universidad Iberoamericana a la hora de justificar la represión de Atenco (que provocó la muerte a manos de la policía del niño Javier Cortés, de 14 años, y del joven de 20 años Ollin Alexis Benhumea; violaciones sexuales de mujeres y hombres y todo tipo de arbitrariedades jurídicas) lo muestran como una versión renacida de Gustavo Díaz Ordaz.
Para ver qué tanto se ha renovado el PRI basta revisar la lista de sus candidatos plurinominales al Senado. No hay allí ninguna cara nueva. La lista no tiene desperdicio: el hombre de los intereses, Emilio Antonio Gamboa Patrón; el sempiterno líder del sindicato petrolero, Carlos Romero Deschamps; el inamovible cacique de los trabajadores al servicio del estado, Joel Ayala Almeida; el heredero del zar de la basura, Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre.
Los priístas se sorprenden del rechazo juvenil a la posibilidad de que el tricolor retorne al poder. Los intelectuales mediáticos desestiman el alcance y la profundidad del malestar estudiantil esgrimiendo como argumento la supuesta infalibilidad de las encuestas que señalan como puntero al mexiquense. Pero ni unos ni otros son capaces de explicar dónde está lo novedoso del nuevo PRI. Ambos callan que el partido no ha experimentado el mínimo proceso de reforma, no ha hecho el menor esfuerzo por renovarse.
Miles de jóvenes no se tragan el anzuelo del nuevo PRI. No quieren al partido. Deploran el contubernio de las televisoras con el candidato del tricolor a la Presidencia de la República. Les parece deplorable. No ven en él a un político con el que se identifiquen generacionalmente, sino a un personaje artificial creado por el Canal de las Estrellas para favorecer sus intereses. No consideran que sea la figura política capaz de encabezar el cambio, sino el principal promotor de la restauración autoritaria. Peña Nieto es para ellos un neonato envejecido. Tienen toda la razón.
Bastaron dos semanas de protestas estudiantiles para que el nuevo PRI mostrara su vejez. Las marchas de los jóvenes develaron la falsedad de la renovación tricolor y su candidato a la Presidencia. El movimiento #YoSoy132 puso al descubierto el fundado temor de una parte importante de la sociedad mexicana ante el regreso del tricolor y sus viejas formas de hacer política, asociadas todas al autoritarismo presidencial.
La reacción de Pedro Joaquín Coldwell, presidente del PRI, y del senador Arturo Escobar y Vega, su aliado del Partido Verde, intentando descalificar la legitimidad de las protestas estudiantiles en la Universidad Iberoamericana, mostraron que el partido continúa anclado a las viejas prácticas y que el discurso del nuevo PRI no es sino un recurso retórico vacío y demagógico.
Enrique Peña Nieto intenta convencer de que el nuevo PRI no va a resucitar viejas formas de hacer política, que ya están sepultadas. Es momento de romper con el pasado, aseguró el 25 de mayo. Sin embargo, ni hay caras nuevas en el partido ni mucho menos se ha emprendido su reforma desde el interior.
Ante la protesta, los tecnócratas que controlan los contenidos de la campaña han mostrado no sólo falta de reflejos, sino muy poca imaginación política. Creyeron que la acción combinada de televisoras, encuestas, intelectuales mediáticos e intereses empresariales era suficiente para ganar la Presidencia. Ahora, frente a un movimiento que se declara simultáneamente político y apartidista y que cuestiona frontalmente su modelo de hacer política, navegan a la deriva.
El decálogo-manifiesto para una presidencia democrática que el equipo de campaña del candidato se sacó de la manga como reacción ante las protestas estudiantiles, y que no es sino el refrito de libertades contenidas en la Constitución, habla de la debilidad ideológica y programática del PRI. La pobreza teórica del documento camina de la mano de la precariedad del vocabulario de Peña Nieto. En sus intervenciones públicas, el aspirante a la primera magistratura es incapaz de utilizar más de 500 palabras distintas.
Para algunos analistas cercanos al tricolor, la renovación del partido proviene de tres vertientes diversas. La primera es la ascendencia de una nueva generación de tecnoburócratas, jóvenes funcionarios formados en la Ivy League o en universidades estadunidenses de excelencia, estrechamente vinculados a los intereses del capital financiero. La segunda es la autonomía de sus gobernadores, facilitada por 12 años de gobiernos panistas. La última –y la que más se divulga en la opinión pública– es el surgimiento y empoderamiento de una nueva camada de políticos, cuya expresión más acabada es que un joven gobernador, por primera vez, haya ganado la candidatura presidencial.
Esta tesis, que confunde la capacidad de renovación de un partido político con la edad de sus candidatos, fue defendida por el mismo Enrique Peña Nieto en su participación en el programa Tercer grado, de Televisa. Cuando le preguntaron por ejemplos concretos del nuevo PRI, no hizo alusión a alguna reforma partidaria o a algún proceso renovador en su organización, sino a la juventud de sus colegas gobernadores de Quintana Roo, Roberto Borge; de Veracruz, Javier Duarte; de Chihuahua, César Duarte, y hasta el de Campeche, Fernando Ortega Barnés, que rebasa los 50 años.
¡Como si la edad fuera garantía de modernidad! En el PRI, los líderes jóvenes resultan ser, en esencia, copia fiel de sus ancestros. No en balde resulta tan certera una frase atribuida al hoy caído en desgracia y ejemplo del nuevo PRI Tomás Yarrington: Los dinosaurios no se hacen, nacen; son dinosaurios desde chiquitos.
El propio ex gobernador del estado de México es producto de la escuela de Isidro Fabela, continuada por Carlos Hank González y seguida sin cambio alguno hasta Arturo Montiel, su tío y protector. Todos forman parte del PRI del viejo sistema, el único realmente existente.
A pesar de tener tan sólo 45 años y comportarse como galán de telenovela, Peña Nieto es un viejo prematuro. Su lenguaje corporal, su propuesta de gobierno, sus reflejos políticos huelen a rancio. Sus desplantes autoritarios en la Universidad Iberoamericana a la hora de justificar la represión de Atenco (que provocó la muerte a manos de la policía del niño Javier Cortés, de 14 años, y del joven de 20 años Ollin Alexis Benhumea; violaciones sexuales de mujeres y hombres y todo tipo de arbitrariedades jurídicas) lo muestran como una versión renacida de Gustavo Díaz Ordaz.
Para ver qué tanto se ha renovado el PRI basta revisar la lista de sus candidatos plurinominales al Senado. No hay allí ninguna cara nueva. La lista no tiene desperdicio: el hombre de los intereses, Emilio Antonio Gamboa Patrón; el sempiterno líder del sindicato petrolero, Carlos Romero Deschamps; el inamovible cacique de los trabajadores al servicio del estado, Joel Ayala Almeida; el heredero del zar de la basura, Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre.
Los priístas se sorprenden del rechazo juvenil a la posibilidad de que el tricolor retorne al poder. Los intelectuales mediáticos desestiman el alcance y la profundidad del malestar estudiantil esgrimiendo como argumento la supuesta infalibilidad de las encuestas que señalan como puntero al mexiquense. Pero ni unos ni otros son capaces de explicar dónde está lo novedoso del nuevo PRI. Ambos callan que el partido no ha experimentado el mínimo proceso de reforma, no ha hecho el menor esfuerzo por renovarse.
Miles de jóvenes no se tragan el anzuelo del nuevo PRI. No quieren al partido. Deploran el contubernio de las televisoras con el candidato del tricolor a la Presidencia de la República. Les parece deplorable. No ven en él a un político con el que se identifiquen generacionalmente, sino a un personaje artificial creado por el Canal de las Estrellas para favorecer sus intereses. No consideran que sea la figura política capaz de encabezar el cambio, sino el principal promotor de la restauración autoritaria. Peña Nieto es para ellos un neonato envejecido. Tienen toda la razón.
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