Jorge Fernández Menéndez
No se puede apostar por la impunidad, ni en lo individual ni en lo colectivo. No se puede hacer política apelando a la violencia, al secuestro de personas o bienes, a la ruptura constante de las leyes. No se puede, por ejemplo, secuestrar e incendiar automóviles o camiones y pedir luego que no pase nada porque se trata de “expresiones sociales”. Pero, desde hace años, los hechos demuestran que las autoridades están cada día más lejos de hacer cumplir las leyes. Después de la violencia política desatada en 1968 y 1971 el Estado mexicano se tornó prácticamente prescindente ante estos hechos. Y en 1994 se dio una nueva vuelta de tuerca cuando incluso no se frenó antes de que ocurriera el levantamiento zapatista ni mucho menos después de aquel primero de enero, cuando el EZLN le declaró la guerra al Estado mexicano.
No estoy hablando de ejercer la represión contra la libre expresión de ideas, ideologías, creencias religiosas, costumbres sociales o sexuales. La base de cualquier sistema democrático es y debe ser la tolerancia en todos sus sentidos. Cuando se es intolerante por cuestiones ideológicas, de sexo, raza o religión, se está condenando a cualquier régimen democrático. De lo que hablo es de la constante violación a la ley y a los derechos de los demás, a la brutal intolerancia de varios grupos sociales que no se sabe bien quién los maneja y que apuestan constantemente a la desestabilización jugando a la violencia. Los casos son innumerables en los últimos años: ahí están los del SME, que han hecho de todo y lo siguen haciendo mientras el gobierno capitalino los apoya, el gobierno federal negocia con ellos y López Obrador los premia con la candidatura de Martín Esparza.
Ahí está también el caso de los normalistas de Ayotzinapa en Guerrero, que se cansaron de secuestrar autobuses, incluso los que llevaban pasajeros, robándose los vehículos en muchas ocasiones con todo y equipaje; de tomar gasolineras o de robarse pipas, tiendas, supermercados. Cuando en diciembre pasado tomaron por enésima vez la Autopista del Sol fueron desalojados en forma violenta. En ese desalojo murieron dos estudiantes, y, como debe ser, las autoridades locales tuvieron que rendir cuentas y hay varios funcionarios de seguridad procesados por ese crimen. Pero en esos hechos, los manifestantes de Ayotzinapa incendiaron una gasolinera que si hubiera estallado hubiera ocasionado una catástrofe. No lo hizo porque un humilde trabajador arriesgó su vida para cerrar las válvulas de combustible. El trabajador murió pero, a diferencia de los estudiantes, nadie ha intentado hacerle justicia. Su crimen sigue impune y no parece existir interés en procesar a los responsables.
En Morelia, en estos días, un grupo de estudiantes ha cometido todo tipo de desmanes, además de tener tomada la Universidad Nicolaita. No queda claro qué reclamaban originalmente, pero lo cierto es que para hacerlo tomaron escuelas y calles, quemaron automóviles, camiones, camionetas del transporte estatal, pero también privado. Diez estudiantes fueron encarcelados y entonces se redoblaron los hechos vandálicos, apoyados ahora por los normalistas de Cherán, que incluso han tomado casetas de carreteras de cuota para cobrar los peajes y quedarse con el dinero.
Cuando ocurrieron los movimientos de Atenco sucedió lo mismo. Recuerdo haber estado cubriendo la información de Atenco y ver a funcionarios secuestrados y atados en una plaza, donde los dirigentes de Atenco amenazaban con quemarlos vivos, con camiones de transporte saqueados e incendiados, con grupos armados haciéndose cargo de la zona, con bloqueos constantes. Después de meses de desmanes, algunos de los dirigentes fueron detenidos en un operativo que fue violento porque se le respondió con violencia a las autoridades. Todo se vio, en directo, por televisión. En los hechos posteriores se violaron derechos de los detenidos. Y quienes lo hicieron fueron sancionados y castigados. Paradójicamente, todos los que participaron en el movimiento de Atenco, hayan hecho lo que hayan hecho, están en libertad.
Se podrá estar de acuerdo o no con Peña Nieto, pero el viernes, en la controvertida visita a la Universidad Iberoamericana, tuvo toda la razón al decir que en el caso de Atenco lo que había hecho era hacer respetar el Estado de derecho y que si se habían cometido abusos, éstos fueron castigados. Se equivocan López Obrador y otros cuando dicen que Peña respondió como Díaz Ordaz: en ese 1968, el régimen de Díaz Ordaz emboscó a los estudiantes, los masacró, actuó con grupos irregulares para frenar un movimiento de oposición no violento y que no estaba violando la ley. Por cierto, ese acto de represión ilegal e ilegítimo tuvo notables defensores, entre ellos, ahora lopezobradoristas, como un Porfirio Muñoz Ledo que defendió a Díaz Ordaz desde la tribuna del Congreso, y también López Obrador, que era parte de las juventudes del PRI y compuso un bonito himno a su partido, como presidente estatal, en Tabasco.
No se puede apostar por la impunidad, ni en lo individual ni en lo colectivo. No se puede hacer política apelando a la violencia, al secuestro de personas o bienes, a la ruptura constante de las leyes. No se puede, por ejemplo, secuestrar e incendiar automóviles o camiones y pedir luego que no pase nada porque se trata de “expresiones sociales”. Pero, desde hace años, los hechos demuestran que las autoridades están cada día más lejos de hacer cumplir las leyes. Después de la violencia política desatada en 1968 y 1971 el Estado mexicano se tornó prácticamente prescindente ante estos hechos. Y en 1994 se dio una nueva vuelta de tuerca cuando incluso no se frenó antes de que ocurriera el levantamiento zapatista ni mucho menos después de aquel primero de enero, cuando el EZLN le declaró la guerra al Estado mexicano.
No estoy hablando de ejercer la represión contra la libre expresión de ideas, ideologías, creencias religiosas, costumbres sociales o sexuales. La base de cualquier sistema democrático es y debe ser la tolerancia en todos sus sentidos. Cuando se es intolerante por cuestiones ideológicas, de sexo, raza o religión, se está condenando a cualquier régimen democrático. De lo que hablo es de la constante violación a la ley y a los derechos de los demás, a la brutal intolerancia de varios grupos sociales que no se sabe bien quién los maneja y que apuestan constantemente a la desestabilización jugando a la violencia. Los casos son innumerables en los últimos años: ahí están los del SME, que han hecho de todo y lo siguen haciendo mientras el gobierno capitalino los apoya, el gobierno federal negocia con ellos y López Obrador los premia con la candidatura de Martín Esparza.
Ahí está también el caso de los normalistas de Ayotzinapa en Guerrero, que se cansaron de secuestrar autobuses, incluso los que llevaban pasajeros, robándose los vehículos en muchas ocasiones con todo y equipaje; de tomar gasolineras o de robarse pipas, tiendas, supermercados. Cuando en diciembre pasado tomaron por enésima vez la Autopista del Sol fueron desalojados en forma violenta. En ese desalojo murieron dos estudiantes, y, como debe ser, las autoridades locales tuvieron que rendir cuentas y hay varios funcionarios de seguridad procesados por ese crimen. Pero en esos hechos, los manifestantes de Ayotzinapa incendiaron una gasolinera que si hubiera estallado hubiera ocasionado una catástrofe. No lo hizo porque un humilde trabajador arriesgó su vida para cerrar las válvulas de combustible. El trabajador murió pero, a diferencia de los estudiantes, nadie ha intentado hacerle justicia. Su crimen sigue impune y no parece existir interés en procesar a los responsables.
En Morelia, en estos días, un grupo de estudiantes ha cometido todo tipo de desmanes, además de tener tomada la Universidad Nicolaita. No queda claro qué reclamaban originalmente, pero lo cierto es que para hacerlo tomaron escuelas y calles, quemaron automóviles, camiones, camionetas del transporte estatal, pero también privado. Diez estudiantes fueron encarcelados y entonces se redoblaron los hechos vandálicos, apoyados ahora por los normalistas de Cherán, que incluso han tomado casetas de carreteras de cuota para cobrar los peajes y quedarse con el dinero.
Cuando ocurrieron los movimientos de Atenco sucedió lo mismo. Recuerdo haber estado cubriendo la información de Atenco y ver a funcionarios secuestrados y atados en una plaza, donde los dirigentes de Atenco amenazaban con quemarlos vivos, con camiones de transporte saqueados e incendiados, con grupos armados haciéndose cargo de la zona, con bloqueos constantes. Después de meses de desmanes, algunos de los dirigentes fueron detenidos en un operativo que fue violento porque se le respondió con violencia a las autoridades. Todo se vio, en directo, por televisión. En los hechos posteriores se violaron derechos de los detenidos. Y quienes lo hicieron fueron sancionados y castigados. Paradójicamente, todos los que participaron en el movimiento de Atenco, hayan hecho lo que hayan hecho, están en libertad.
Se podrá estar de acuerdo o no con Peña Nieto, pero el viernes, en la controvertida visita a la Universidad Iberoamericana, tuvo toda la razón al decir que en el caso de Atenco lo que había hecho era hacer respetar el Estado de derecho y que si se habían cometido abusos, éstos fueron castigados. Se equivocan López Obrador y otros cuando dicen que Peña respondió como Díaz Ordaz: en ese 1968, el régimen de Díaz Ordaz emboscó a los estudiantes, los masacró, actuó con grupos irregulares para frenar un movimiento de oposición no violento y que no estaba violando la ley. Por cierto, ese acto de represión ilegal e ilegítimo tuvo notables defensores, entre ellos, ahora lopezobradoristas, como un Porfirio Muñoz Ledo que defendió a Díaz Ordaz desde la tribuna del Congreso, y también López Obrador, que era parte de las juventudes del PRI y compuso un bonito himno a su partido, como presidente estatal, en Tabasco.
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