Octavio Rodríguez Araujo
Uno de mis alumnos en la UNAM me preguntó si el sujeto histórico de la revolución seguía siendo el proletariado y por qué los partidos electorales de ahora no se reivindicaban como representantes de la clase obrera. Me pareció buena pregunta y creo que es pertinente intentar responderla en este espacio, dados los momentos electorales que vivimos.
Hace muchos años y por un largo tiempo los marxistas sostuvimos y defendimos la idea de que el sujeto histórico de la revolución era el proletariado, principalmente los obreros. Marx consideraba que el capitalismo había creado al obrero como trabajador libre, libre de vender su fuerza de trabajo a los empresarios. Por lo mismo, los obreros como clase social generalizada en los países capitalistas de su época, serían los que en la lucha por su emancipación tendrían que combatir a la burguesía y convertir la propiedad de ésta, entendida como medios de producción, en una propiedad social y eliminar de este modo la explotación del trabajo de una clase por otra.
Cuando alguien como Eduard Bernstein rebatía la teoría de Marx fue llamado revisionista, y también un reformista que pensaba, ilusamente, que por medios gradualistas y sin destruir el Estado burgués, se pudiera llegar al socialismo. El socialismo, dicho sea de paso, no se veía entonces como algo difícil, mucho menos imposible de lograr. La revolución rusa se usó como el mejor ejemplo para refutar a Bernstein, pero también y al mismo tiempo como la negación en la práctica del planteamiento marxista del socialismo. Ni la propiedad de los medios de producción pasó a ser social, sino del Estado dominado por la burocracia, ni los proletarios alcanzaron su liberación como tales: pasaron de ser explotados por la burguesía a ser explotados por los burócratas enquistados en el Estado, en el gobierno y en el Partido Comunista. En una palabra, el socialismo no existió ni en la Unión Soviética ni en los países bajo su yugo llamados demagógicamente democracias populares, que ni eran democracias ni tampoco populares.
Sigo sosteniendo que el socialismo del que hablaba Marx (no Stalin y sucesores) es válido y necesario para superar muchas de las gravísimas consecuencias del capitalismo sobre el medio ambiente, los trabajadores, el empleo, la salud y la educación y la solidaridad de los pueblos, además de la paz mundial. Pero de lo que no estoy seguro es que sea el proletariado el que haga la revolución (si acaso es posible en los tiempos actuales y con el armamento que poseen los ejércitos) y tampoco que sea la clase social que enterrará al capitalismo. Dos fenómenos, al menos, contradicen esta hipótesis: ser obrero no equivale, automáticamente, a tener conciencia de clase ni ser revolucionario y, en segundo lugar, los obreros en los países capitalistas desarrollados han modificado su papel en la producción cuando no han sido sustituidos por el proceso de terciarización de la economía. En los países desarrollados y en no pocos países emergentes son más los trabajadores de los servicios que los de la industria, y ésta, por cierto, se ha modificado sustancialmente desde los años 70 del siglo pasado hasta la fecha. Esto fue claramente entendido por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en los primeros años de su levantamiento: recurrir a la sociedad y no sólo a la clase obrera fue parte de su éxito inicial. El levantamiento de indios pobres en una región de Chiapas y sus repercusiones mundiales cuestionaron seriamente la idea de que el proletariado industrial sería el protagonista de la revolución y de la lucha por el socialismo. Los obreros, hay que recordarlo, no se distinguieron aquí, o en otros países, por su solidaridad con los zapatistas ni por movimientos en favor de éstos. Hubo, desde luego, algunas excepciones. Hoy en día los partidos de los trabajadores, o así llamados, no sólo se nutren de obreros sino de trabajadores en general, sobre todo del sector terciario de la economía.
Cambiaron las formas del capital y cambió también el papel de los trabajadores de la primera y la segunda revoluciones industriales. La tercera revolución industrial, como denominan algunos autores a la era que vivimos actualmente, ha obligado a cambiar nuestros indicadores sociales de la revolución o de lo que llamemos con este nombre.
Estos cambios son tan claros que nos explican en buena medida el fenómeno de los partidos en Europa y en otros muchos países, México incluido. Los obreros que eran comunistas o socialdemócratas son minoría en los partidos de los últimos 30 años, razón por la cual cuando un partido se declara de los trabajadores u obrero, es minoritario y en las elecciones difícilmente rebasa 10 por ciento de la votación total. De aquí que si un partido de izquierda quiere ser competitivo electoralmente tiene que ser amplio y plural, aunque en su nombre incluya la expresión socialista. Los partidos de extrema derecha, por otro lado, y en Europa o Estados Unidos, tienen otra característica: no plantean el socialismo o cosa similar, tampoco están generalmente con el gran capital (que a menudo repudian), pero dicen defender los intereses de la clase obrera y de los pobres (blancos) que han pasado al desempleo, con un argumento principal: los inmigrantes les han quitado su trabajo, por lo tanto, guerra contra los inmigrantes. Ha sido tan fuerte este discurso racista que incluso obreros que votaban comunista o socialista están ahora con la ultraderecha que encontró un enemigo común en los inmigrantes, para colmo no cristianos y de cultura diferente. En América Latina esto no pasa, aunque ya ocurrió contra los chinos y los judíos en los años 30 del siglo pasado (véase el conocido libro de Alicia Gojman).
La pluralidad y la heterogeneidad social es con lo que cuentan los partidos, incluso los de izquierda. De aquí la importancia de los movimientos juveniles en estos momentos, pues son parte significativa de esa pluralidad. Coincido con lo que sostuviera López Obrador en febrero de 2005: “que el pueblo es otro, que la sociedad es otra y que hay fortaleza en la gente que es muy importante, que es la fuerza de la opinión pública. […] El que va a tener la última palabra va a ser el pueblo.”
Uno de mis alumnos en la UNAM me preguntó si el sujeto histórico de la revolución seguía siendo el proletariado y por qué los partidos electorales de ahora no se reivindicaban como representantes de la clase obrera. Me pareció buena pregunta y creo que es pertinente intentar responderla en este espacio, dados los momentos electorales que vivimos.
Hace muchos años y por un largo tiempo los marxistas sostuvimos y defendimos la idea de que el sujeto histórico de la revolución era el proletariado, principalmente los obreros. Marx consideraba que el capitalismo había creado al obrero como trabajador libre, libre de vender su fuerza de trabajo a los empresarios. Por lo mismo, los obreros como clase social generalizada en los países capitalistas de su época, serían los que en la lucha por su emancipación tendrían que combatir a la burguesía y convertir la propiedad de ésta, entendida como medios de producción, en una propiedad social y eliminar de este modo la explotación del trabajo de una clase por otra.
Cuando alguien como Eduard Bernstein rebatía la teoría de Marx fue llamado revisionista, y también un reformista que pensaba, ilusamente, que por medios gradualistas y sin destruir el Estado burgués, se pudiera llegar al socialismo. El socialismo, dicho sea de paso, no se veía entonces como algo difícil, mucho menos imposible de lograr. La revolución rusa se usó como el mejor ejemplo para refutar a Bernstein, pero también y al mismo tiempo como la negación en la práctica del planteamiento marxista del socialismo. Ni la propiedad de los medios de producción pasó a ser social, sino del Estado dominado por la burocracia, ni los proletarios alcanzaron su liberación como tales: pasaron de ser explotados por la burguesía a ser explotados por los burócratas enquistados en el Estado, en el gobierno y en el Partido Comunista. En una palabra, el socialismo no existió ni en la Unión Soviética ni en los países bajo su yugo llamados demagógicamente democracias populares, que ni eran democracias ni tampoco populares.
Sigo sosteniendo que el socialismo del que hablaba Marx (no Stalin y sucesores) es válido y necesario para superar muchas de las gravísimas consecuencias del capitalismo sobre el medio ambiente, los trabajadores, el empleo, la salud y la educación y la solidaridad de los pueblos, además de la paz mundial. Pero de lo que no estoy seguro es que sea el proletariado el que haga la revolución (si acaso es posible en los tiempos actuales y con el armamento que poseen los ejércitos) y tampoco que sea la clase social que enterrará al capitalismo. Dos fenómenos, al menos, contradicen esta hipótesis: ser obrero no equivale, automáticamente, a tener conciencia de clase ni ser revolucionario y, en segundo lugar, los obreros en los países capitalistas desarrollados han modificado su papel en la producción cuando no han sido sustituidos por el proceso de terciarización de la economía. En los países desarrollados y en no pocos países emergentes son más los trabajadores de los servicios que los de la industria, y ésta, por cierto, se ha modificado sustancialmente desde los años 70 del siglo pasado hasta la fecha. Esto fue claramente entendido por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en los primeros años de su levantamiento: recurrir a la sociedad y no sólo a la clase obrera fue parte de su éxito inicial. El levantamiento de indios pobres en una región de Chiapas y sus repercusiones mundiales cuestionaron seriamente la idea de que el proletariado industrial sería el protagonista de la revolución y de la lucha por el socialismo. Los obreros, hay que recordarlo, no se distinguieron aquí, o en otros países, por su solidaridad con los zapatistas ni por movimientos en favor de éstos. Hubo, desde luego, algunas excepciones. Hoy en día los partidos de los trabajadores, o así llamados, no sólo se nutren de obreros sino de trabajadores en general, sobre todo del sector terciario de la economía.
Cambiaron las formas del capital y cambió también el papel de los trabajadores de la primera y la segunda revoluciones industriales. La tercera revolución industrial, como denominan algunos autores a la era que vivimos actualmente, ha obligado a cambiar nuestros indicadores sociales de la revolución o de lo que llamemos con este nombre.
Estos cambios son tan claros que nos explican en buena medida el fenómeno de los partidos en Europa y en otros muchos países, México incluido. Los obreros que eran comunistas o socialdemócratas son minoría en los partidos de los últimos 30 años, razón por la cual cuando un partido se declara de los trabajadores u obrero, es minoritario y en las elecciones difícilmente rebasa 10 por ciento de la votación total. De aquí que si un partido de izquierda quiere ser competitivo electoralmente tiene que ser amplio y plural, aunque en su nombre incluya la expresión socialista. Los partidos de extrema derecha, por otro lado, y en Europa o Estados Unidos, tienen otra característica: no plantean el socialismo o cosa similar, tampoco están generalmente con el gran capital (que a menudo repudian), pero dicen defender los intereses de la clase obrera y de los pobres (blancos) que han pasado al desempleo, con un argumento principal: los inmigrantes les han quitado su trabajo, por lo tanto, guerra contra los inmigrantes. Ha sido tan fuerte este discurso racista que incluso obreros que votaban comunista o socialista están ahora con la ultraderecha que encontró un enemigo común en los inmigrantes, para colmo no cristianos y de cultura diferente. En América Latina esto no pasa, aunque ya ocurrió contra los chinos y los judíos en los años 30 del siglo pasado (véase el conocido libro de Alicia Gojman).
La pluralidad y la heterogeneidad social es con lo que cuentan los partidos, incluso los de izquierda. De aquí la importancia de los movimientos juveniles en estos momentos, pues son parte significativa de esa pluralidad. Coincido con lo que sostuviera López Obrador en febrero de 2005: “que el pueblo es otro, que la sociedad es otra y que hay fortaleza en la gente que es muy importante, que es la fuerza de la opinión pública. […] El que va a tener la última palabra va a ser el pueblo.”
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