Raymundo Riva Palacio
De reflejos rápidos –constante en su campaña-, Enrique Peña Nieto presentó este lunes su Manifiesto por una Presidencia Democrática, el documento más importante hasta la fecha en términos de visión y definición de gobierno, al cual incorporó como tema inicial uno que apenas días antes ni siquiera tenía contemplado con claridad: la democratización de los medios de comunicación. No fue una iniciativa ideológica, en el sentido de estar comprometido con esa idea, sino producto de una circunstancia y una percepción –que él es el candidato presidencial de Televisa y que con dinero puso a los medios detrás de él- que, de ser Presidente y cumplir lo ofrecido, habrá que agradecer a todos los jóvenes que con sus gritos, provocaron la inflexión de los tótems políticos.
Peña Nieto entró a un tema que ha sido tabú, por un lado, y combatido por los medios por el otro. En el punto número tres de su manifiesto, tras expresar su compromiso con la libertad de manifestación –evocación de las marchas en su contra, contempladas por cierto en la Constitución-, y con la libertad de expresión –que consagra también la Carta Magna pero que extiende a la seguridad de los periodistas-, afirmó: “El gobierno debe establecer una relación con los medios de comunicación acorde con una cultura democrática.
“Como Presidente de la República impulsaré una reforma constitucional para crear una instancia ciudadana y autónoma que supervise que la contratación de publicidad de todos los niveles de gobierno en medios de comunicación se lleve a cabo bajo los principios de utilidad pública, transparencia, respeto a la libertad periodística y fomento del acceso ciudadano a la información. Sólo un país bien informado garantiza una cultura democrática”.
Curiosamente, los medios no resaltaron esta parte del mensaje, lo más revolucionario que un político ha hecho en ese tema desde que en 1992 el gobierno de Carlos Salinas comenzó con una transformación de la perversa y corrupta relación institucional con los medios de comunicación. En aquél año, ante las críticas en el mundo que el gobierno mexicano controlaba a la prensa mediante el papel, anunció la privatización de PIPSA, la paraestatal que producía el insumo central de la prensa durante una reunión con todos los dueños de los periódicos y revistas del país, quien en ese evento, le aplaudieron.
Días después, una comisión encabezada por el entonces director de La Jornada, Carlos Payán, le pidió anular la orden, pues los afectaría. En efecto, se oponían al fin de canonjías –créditos blandos y almacenaje del papel gratis-, que los obligaría a acudir al mercado privado de la publicidad para sobrevivir. El presidente Salinas matizó la instrucción. Demoraría la privatización, pero permitiría la importación de papel para quien así lo quisiera. Hubo medidas cosméticas, como la reducción al 50% del pago de servicios de viaje para periodistas que acompañaban al Presidente en sus giras, pero más adelante, el secretario de Hacienda, Pedro Aspe, introdujo la medida que modificó totalmente la relación financiera con los medios: el impuesto de 2% a las nóminas.
Los controles políticos a través de la persuasión, hostigamiento, o amenazas fiscales, se mantuvieron hasta 1994, cuando el levantamiento zapatista y el asesinato del candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, provocaron su colapso y el esfuerzo de propaganda se concentró en crear las condiciones para una elección presidencial legal y legítima. El Ejecutivo, con la complicidad de los medios, introdujo una campaña del miedo que, junto con el aún misterioso retiro de Diego Fernández de Cevallos de la contienda presidencial durante un mes tras ganar el debate, llevó a Ernesto Zedillo a una victoria clara en la elección de verano.
La semilla estaba sembrada. Los dos siguientes años sucedió, parafraseando al multifacético ensayista francés Alan Minc, la borrachera democrática de los medios. Los abusos y los excesos proliferaron, y cuando se acercaba el siguiente milenio y había comenzado la transición democrática en México, los medios, en lugar de estar a la altura de las circunstancias, se convirtieron en los principales traidores de la democracia.
De reflejos rápidos –constante en su campaña-, Enrique Peña Nieto presentó este lunes su Manifiesto por una Presidencia Democrática, el documento más importante hasta la fecha en términos de visión y definición de gobierno, al cual incorporó como tema inicial uno que apenas días antes ni siquiera tenía contemplado con claridad: la democratización de los medios de comunicación. No fue una iniciativa ideológica, en el sentido de estar comprometido con esa idea, sino producto de una circunstancia y una percepción –que él es el candidato presidencial de Televisa y que con dinero puso a los medios detrás de él- que, de ser Presidente y cumplir lo ofrecido, habrá que agradecer a todos los jóvenes que con sus gritos, provocaron la inflexión de los tótems políticos.
Peña Nieto entró a un tema que ha sido tabú, por un lado, y combatido por los medios por el otro. En el punto número tres de su manifiesto, tras expresar su compromiso con la libertad de manifestación –evocación de las marchas en su contra, contempladas por cierto en la Constitución-, y con la libertad de expresión –que consagra también la Carta Magna pero que extiende a la seguridad de los periodistas-, afirmó: “El gobierno debe establecer una relación con los medios de comunicación acorde con una cultura democrática.
“Como Presidente de la República impulsaré una reforma constitucional para crear una instancia ciudadana y autónoma que supervise que la contratación de publicidad de todos los niveles de gobierno en medios de comunicación se lleve a cabo bajo los principios de utilidad pública, transparencia, respeto a la libertad periodística y fomento del acceso ciudadano a la información. Sólo un país bien informado garantiza una cultura democrática”.
Curiosamente, los medios no resaltaron esta parte del mensaje, lo más revolucionario que un político ha hecho en ese tema desde que en 1992 el gobierno de Carlos Salinas comenzó con una transformación de la perversa y corrupta relación institucional con los medios de comunicación. En aquél año, ante las críticas en el mundo que el gobierno mexicano controlaba a la prensa mediante el papel, anunció la privatización de PIPSA, la paraestatal que producía el insumo central de la prensa durante una reunión con todos los dueños de los periódicos y revistas del país, quien en ese evento, le aplaudieron.
Días después, una comisión encabezada por el entonces director de La Jornada, Carlos Payán, le pidió anular la orden, pues los afectaría. En efecto, se oponían al fin de canonjías –créditos blandos y almacenaje del papel gratis-, que los obligaría a acudir al mercado privado de la publicidad para sobrevivir. El presidente Salinas matizó la instrucción. Demoraría la privatización, pero permitiría la importación de papel para quien así lo quisiera. Hubo medidas cosméticas, como la reducción al 50% del pago de servicios de viaje para periodistas que acompañaban al Presidente en sus giras, pero más adelante, el secretario de Hacienda, Pedro Aspe, introdujo la medida que modificó totalmente la relación financiera con los medios: el impuesto de 2% a las nóminas.
Los controles políticos a través de la persuasión, hostigamiento, o amenazas fiscales, se mantuvieron hasta 1994, cuando el levantamiento zapatista y el asesinato del candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, provocaron su colapso y el esfuerzo de propaganda se concentró en crear las condiciones para una elección presidencial legal y legítima. El Ejecutivo, con la complicidad de los medios, introdujo una campaña del miedo que, junto con el aún misterioso retiro de Diego Fernández de Cevallos de la contienda presidencial durante un mes tras ganar el debate, llevó a Ernesto Zedillo a una victoria clara en la elección de verano.
La semilla estaba sembrada. Los dos siguientes años sucedió, parafraseando al multifacético ensayista francés Alan Minc, la borrachera democrática de los medios. Los abusos y los excesos proliferaron, y cuando se acercaba el siguiente milenio y había comenzado la transición democrática en México, los medios, en lugar de estar a la altura de las circunstancias, se convirtieron en los principales traidores de la democracia.
Comentarios