Jorge Fernández Menéndez
Desde aquella campaña de 1976 cuando José López Portillo fue candidato único no creo que se recuerde un proceso electoral que genere menos entusiasmo que el que estamos viviendo. Del desinterés son muchos los responsables, comenzando por una reforma electoral, la de 2007, que hizo todo para quitarle sustancia al proceso, desde el ritmo electoral (¿a quién se le puede ocurrir una veda a mitad de las campañas?) hasta las libertades a los ciudadanos. La reforma partidizó tanto las campañas, le colocó tantos candados, alejó tanto a la ciudadanía como reemplazó con una lluvia de spots la verdadera competencia. Muchos dijimos que no se podría competir con esa reforma en 2012. Los hechos están demostrando lo planteado y que ignoraron los legisladores: esa ley no está diseñada para favorecer una sana competencia electoral y acercar a la gente a la política sino para alejarla e inhibir la competencia.
Estamos muy lejos del interés y la penetración de las campañas del 88, del 94, muchos menos la de 2000 o la de 2006. Pero, además, la legislación está diseñada para que el candidato que llegue al tramo decisivo de la campaña con una ventaja importante, prácticamente sólo tenga que mantenerse, como está ocurriendo actualmente. Sin la posibilidad de acceder a espacios publicitarios abiertos, sin la posibilidad de hacer campañas de confrontación (aunque hay que reconocer que el IFE tuvo el acierto de permitir los anuncios proselitistas con ese tono), sin que los grupos sociales puedan intervenir abiertamente en la campaña, modificar las tendencias es casi imposible.
Por eso se apostó, casi como única opción, a los dos debates entre los candidatos. Hace seis años, uno de los aspirantes, López Obrador, decidió no participar en el primero y pagó un altísimo costo político. Ahora las que decidieron no participar o hacerlo sólo parcialmente han sido las televisoras, en un contexto donde las autoridades electorales llevan desde hace meses un enfrentamiento absurdo con los medios electrónicos, endureciendo una y otra vez sus posiciones y demandas.
Quien quiera ver u oír el debate lo verá o lo escuchará, quien desee no hacerlo, tendrá otras opciones. Tampoco se esperan demasiadas sorpresas: el diseño del debate no lo permitirá y en realidad deja todo a la posibilidad de algún error muy grueso de alguno de los participantes, lo cual, la verdad, en el formato establecido, es difícil que se produzca. El problema no es coyuntural: es de fondo. Con las actuales normas seguiremos teniendo una democracia poco competitiva y prácticamente sin margen para sorpresas, donde la capacidad de operación y de recursos se impone. En esa lógica, Peña Nieto y su equipo están siguiendo, sin apartarse un ápice, su estrategia: no van a arriesgar, ni en el debate ni en ningún otro ámbito, su aparente ventaja y la verdad es que no tienen por qué hacerlo. Sus rivales tampoco han hecho o podido hacer demasiado para cambiar las cosas.
En este camino no deja de ser un poco absurdo, pero también lógico, que el principal tema electoral, hoy en día, no sea la campaña, sino el debate sobre el debate.
Más allá del G20
Entre viernes y domingo se reunirán en la Ciudad de México los integrantes del Consejo del Siglo XXI, como uno de los encuentros previos a la reunión del G20 que se realizará en junio próximo en Los Cabos. El Consejo intenta ser una suerte de espejo no gubernamental del G20, sin compromisos partidistas y con mayor libertad de deliberación y acuerdo. Como el Consejo señala, lo que se busca con este grupo y sus deliberaciones no es sólo saber qué se debe hacer, sino también quién debe hacerlo, cuándo y cómo.Sin limitar su enfoque al programa del G20, el Consejo se centra en la sustentabilidad a largo plazo de una civilización mundial abierta, habilitada por la difusión de la tecnología, por un comercio más libre y al alcance cada vez mayor de los medios de comunicación.
Si bien no es un espacio partidista, la mayoría de los principales integrantes del Consejo son de tendencia socialdemócrata, por eso precisamente es tan importante, en esta coyuntura, donde parecieran competir los populismos de izquierda (ahí están las recientes medidas de los gobiernos de Argentina y Bolivia) con los de derecha (con los drásticos planes de ajuste de muchos gobiernos europeos), tener una visión de futuro que vaya más allá de la coyuntura.
Paradójicamente, la reunión coincidirá con la segunda vuelta de la elección presidencial en Francia, que enfrentará la posición muy conservadora de Nicolas Sarkozy, íntimamente ligado a las estrategias de Angela Merkel, la canciller alemana, con las propuestas socialdemócratas (también tímidas) de François Hollande, en una elección donde se podrían modificar muchos equilibrios políticos globales en Europa.
Será interesante como encuentro previo para el G20, pero también a unas semanas de que en México debamos definir nuestro futuro.
Desde aquella campaña de 1976 cuando José López Portillo fue candidato único no creo que se recuerde un proceso electoral que genere menos entusiasmo que el que estamos viviendo. Del desinterés son muchos los responsables, comenzando por una reforma electoral, la de 2007, que hizo todo para quitarle sustancia al proceso, desde el ritmo electoral (¿a quién se le puede ocurrir una veda a mitad de las campañas?) hasta las libertades a los ciudadanos. La reforma partidizó tanto las campañas, le colocó tantos candados, alejó tanto a la ciudadanía como reemplazó con una lluvia de spots la verdadera competencia. Muchos dijimos que no se podría competir con esa reforma en 2012. Los hechos están demostrando lo planteado y que ignoraron los legisladores: esa ley no está diseñada para favorecer una sana competencia electoral y acercar a la gente a la política sino para alejarla e inhibir la competencia.
Estamos muy lejos del interés y la penetración de las campañas del 88, del 94, muchos menos la de 2000 o la de 2006. Pero, además, la legislación está diseñada para que el candidato que llegue al tramo decisivo de la campaña con una ventaja importante, prácticamente sólo tenga que mantenerse, como está ocurriendo actualmente. Sin la posibilidad de acceder a espacios publicitarios abiertos, sin la posibilidad de hacer campañas de confrontación (aunque hay que reconocer que el IFE tuvo el acierto de permitir los anuncios proselitistas con ese tono), sin que los grupos sociales puedan intervenir abiertamente en la campaña, modificar las tendencias es casi imposible.
Por eso se apostó, casi como única opción, a los dos debates entre los candidatos. Hace seis años, uno de los aspirantes, López Obrador, decidió no participar en el primero y pagó un altísimo costo político. Ahora las que decidieron no participar o hacerlo sólo parcialmente han sido las televisoras, en un contexto donde las autoridades electorales llevan desde hace meses un enfrentamiento absurdo con los medios electrónicos, endureciendo una y otra vez sus posiciones y demandas.
Quien quiera ver u oír el debate lo verá o lo escuchará, quien desee no hacerlo, tendrá otras opciones. Tampoco se esperan demasiadas sorpresas: el diseño del debate no lo permitirá y en realidad deja todo a la posibilidad de algún error muy grueso de alguno de los participantes, lo cual, la verdad, en el formato establecido, es difícil que se produzca. El problema no es coyuntural: es de fondo. Con las actuales normas seguiremos teniendo una democracia poco competitiva y prácticamente sin margen para sorpresas, donde la capacidad de operación y de recursos se impone. En esa lógica, Peña Nieto y su equipo están siguiendo, sin apartarse un ápice, su estrategia: no van a arriesgar, ni en el debate ni en ningún otro ámbito, su aparente ventaja y la verdad es que no tienen por qué hacerlo. Sus rivales tampoco han hecho o podido hacer demasiado para cambiar las cosas.
En este camino no deja de ser un poco absurdo, pero también lógico, que el principal tema electoral, hoy en día, no sea la campaña, sino el debate sobre el debate.
Más allá del G20
Entre viernes y domingo se reunirán en la Ciudad de México los integrantes del Consejo del Siglo XXI, como uno de los encuentros previos a la reunión del G20 que se realizará en junio próximo en Los Cabos. El Consejo intenta ser una suerte de espejo no gubernamental del G20, sin compromisos partidistas y con mayor libertad de deliberación y acuerdo. Como el Consejo señala, lo que se busca con este grupo y sus deliberaciones no es sólo saber qué se debe hacer, sino también quién debe hacerlo, cuándo y cómo.Sin limitar su enfoque al programa del G20, el Consejo se centra en la sustentabilidad a largo plazo de una civilización mundial abierta, habilitada por la difusión de la tecnología, por un comercio más libre y al alcance cada vez mayor de los medios de comunicación.
Si bien no es un espacio partidista, la mayoría de los principales integrantes del Consejo son de tendencia socialdemócrata, por eso precisamente es tan importante, en esta coyuntura, donde parecieran competir los populismos de izquierda (ahí están las recientes medidas de los gobiernos de Argentina y Bolivia) con los de derecha (con los drásticos planes de ajuste de muchos gobiernos europeos), tener una visión de futuro que vaya más allá de la coyuntura.
Paradójicamente, la reunión coincidirá con la segunda vuelta de la elección presidencial en Francia, que enfrentará la posición muy conservadora de Nicolas Sarkozy, íntimamente ligado a las estrategias de Angela Merkel, la canciller alemana, con las propuestas socialdemócratas (también tímidas) de François Hollande, en una elección donde se podrían modificar muchos equilibrios políticos globales en Europa.
Será interesante como encuentro previo para el G20, pero también a unas semanas de que en México debamos definir nuestro futuro.
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