Arnaldo Córdova
Una vez más los jóvenes vuelven a imponer su presencia en el escenario político nacional. Todos los observadores están de acuerdo en que ello no es fortuito o casual. Los jóvenes tienen sus motivos, muy poderosos y muy claramente definidos. Y son muchos y variadísimos. Lo que en verdad sobresale es su voluntad de actuar y de hacerse presentes a todos los actores de la sociedad, con un profundo y exigente deseo de ser escuchados. Están hartos de ser objeto de la manipulación de los medios y de los políticos y, lo que es peor, de ser ignorados o tratados como unos idiotas (en el sentido antiguo del término griego: como seres aislados y sin voluntad propia, sin poder ni capacidad de decidir).
Hoy los jóvenes nos muestran un nuevo rostro, diferente del de su tradicional apatía, conformismo y dejadez. Ahora se ven como jóvenes informados y que saben lo que están haciendo y lo que están exigiendo de todas sus contrapartes en la sociedad. Son jóvenes que quieren tomar partido, porque han estudiado la realidad y ésta no les satisface como está dándose; saben muchas cosas y piensan y sienten que deben decidirse por alguna de las muchas opciones políticas que se les ofrecen. Son valientes y han tenido el coraje de repudiar a quienes califican, con buenas razones, como los responsables de esa realidad insatisfactoria y buscan quién o quiénes puedan marchar junto con ellos.
Son jóvenes conscientemente insatisfechos. No les gusta lo que ven ni tampoco que los traten como unos imberbes. Tampoco están dispuestos a que se les manipule y se les impida decidir por sí mismos por cuál opción electoral votar. No todos piensan igual, por supuesto. Unos están con López Obrador y lo han manifestado; pero a otros les molesta que se les identifique con alguno de los candidatos. Como cabría imaginar, conforman una zona de la sociedad extremadamente plural y diversificada. La mayoría de los que se han hecho presentes son estudiantes, pero se les van sumando jóvenes de otras latitudes sociales.
En lo que todos parecen coincidir es en una clara y contundente posición antisistema. En mayor o menor grado, todos ellos rechazan el orden de cosas imperante y, también de manera maravillosamente consciente, identifican algunos de sus elementos y actores que consideran los más importantes enemigos de la libertad y el progreso de México. En la marcha del pasado miércoles predominaron las consignas y los lemas en contra de las dos mayores empresas televisivas y los pronunciamientos denunciando el nefasto papel que desempeñan en la debida información de la sociedad. Su mismo ostracismo, en contra del cual hoy se rebelan, fue identificado como obra de esos monopolios.
Desde luego que saben de la responsabilidad que cabe a los gobiernos panistas y a su partido en el creciente deterioro del bienestar de los mexicanos y en el pudrimiento de las libertades públicas y de la vida política del país. Tan corruptos como los antiguos priístas, los panistas no han sabido hacer buen uso del gobierno que la sociedad les confió. Pero su olfato no podía fallar: los panistas han dejado de ser una alternativa cierta y segura de poder. Su oportunidad se les acabó con Calderón. Ahora los que dominan en México han hecho de Enrique Peña Nieto su verdadera carta de poder y, por ello mismo, su repudio se endereza en contra del candidato priísta.
No es un problema de simpatías o antipatías. Para los jóvenes está claro que el pregonado regreso del PRI a Los Pinos es la opción real de los mismos que llevaron al PAN al poder hace 12 años. Esa perspectiva les parece sencillamente siniestra y no sólo no la aceptan, sino que han comenzado a insurreccionarse en contra de ella. Ahora están mejor informados, saben las cosas, ven lo que ocurre y también son capaces de identificar a los que deciden. Ahora conocen la asociación en el gobierno de panistas y priístas durante los últimos cuatro sexenios; saben que sus objetivos son los mismos y que sirven a los mismos amos. No hay uno más responsable que otro; ambos son igualmente responsables.
El PRI, empero, tiene otras identidades que los jóvenes tienen en la mira. Para ellos representa, sin más, la imagen del viejo autoritarismo, que ellos no conocieron pero del que tienen referentes infalibles. También conocen un poco mejor la historia de México y saben lo que pasó en 1968, cuando el antiguo partido oficial era hegemónico y gobernaba como le daba la gana. No es de extrañar que la insurgencia de los jóvenes tenga como signo vital el rechazo del pasado que el PRI representa, junto con su candidato presidencial. Lo paradójico es que muchos de ellos no quieren que se les identifique con ningún partido, pero están claros en que Peña Nieto representa ese pasado.
En la marcha del día 23 atronó la exigencia de que los medios de comunicación masiva se democraticen. Tampoco es sólo porque son manipuladores y envenenan la conciencia popular con sus materiales chatarra, como telenovelas y programas indignos de la inteligencia más modesta. También aquí el repudio se cifra en la identificación que establecen con el candidato priísta; está a la vista no sólo la preferencia de esos medios por el prospecto tricolor, sino también y, sobre todo, por la guerra de estadísticas de que ellos se hacen conductores y que cantan el triunfo arrollador de ese candidato. En el actual proceso electoral no se ve una elección, sino una imposición.
Pero la verdadera bandera de los jóvenes, incluso de aquellos que no son estudiantes, es la de la educación, en particular la superior, de la que son permanentemente excluidos muchos de ellos. En esto están acompañados por los rectores de sus casas de estudios, los cuales se han unido sólidamente en el propósito de vigilar que los diferentes candidatos se pronuncien y se comprometan con el esfuerzo de proveerlas de los medios indispensables para que desarrollen sus actividades. Los jóvenes observan permanentemente la acogida que los abanderados de los diferentes partidos dan a las propuestas educativas. Nunca antes en una campaña presidencial se discutió tanto sobre la educación y sobre la problemática aledaña de la investigación científica.
López Obrador ha querido dar una respuesta a esta demanda fundamental de la juventud designando en su futuro gabinete a un universitario de enorme trayectoria, como lo es el doctor Juan Ramón de la Fuente, como secretario de Educación, y a un científico que ha dedicado toda su vida a la lucha por la ciencia, como lo es el doctor René Drucker, como secretario de Investigación Científica y Tecnológica. Los pronunciamientos del candidato izquierdista y de De la Fuente y Drucker no dejan lugar a dudas: en el gobierno de la izquierda, México dedicará el uno por ciento de su producto interno bruto a cubrir esos rubros.
El tabasqueño es sensible a los reclamos de la insurrección juvenil y la acoge como una muestra del despertar del país a la necesidad de cambio. “Se decía que los jóvenes eran apáticos –dijo recientemente–, que no les importaba la política. ¿Cómo no les va a importar si esta generación es la generación de la crisis? Ahora se va a convertir en la generación de la transformación de México.”
Una vez más los jóvenes vuelven a imponer su presencia en el escenario político nacional. Todos los observadores están de acuerdo en que ello no es fortuito o casual. Los jóvenes tienen sus motivos, muy poderosos y muy claramente definidos. Y son muchos y variadísimos. Lo que en verdad sobresale es su voluntad de actuar y de hacerse presentes a todos los actores de la sociedad, con un profundo y exigente deseo de ser escuchados. Están hartos de ser objeto de la manipulación de los medios y de los políticos y, lo que es peor, de ser ignorados o tratados como unos idiotas (en el sentido antiguo del término griego: como seres aislados y sin voluntad propia, sin poder ni capacidad de decidir).
Hoy los jóvenes nos muestran un nuevo rostro, diferente del de su tradicional apatía, conformismo y dejadez. Ahora se ven como jóvenes informados y que saben lo que están haciendo y lo que están exigiendo de todas sus contrapartes en la sociedad. Son jóvenes que quieren tomar partido, porque han estudiado la realidad y ésta no les satisface como está dándose; saben muchas cosas y piensan y sienten que deben decidirse por alguna de las muchas opciones políticas que se les ofrecen. Son valientes y han tenido el coraje de repudiar a quienes califican, con buenas razones, como los responsables de esa realidad insatisfactoria y buscan quién o quiénes puedan marchar junto con ellos.
Son jóvenes conscientemente insatisfechos. No les gusta lo que ven ni tampoco que los traten como unos imberbes. Tampoco están dispuestos a que se les manipule y se les impida decidir por sí mismos por cuál opción electoral votar. No todos piensan igual, por supuesto. Unos están con López Obrador y lo han manifestado; pero a otros les molesta que se les identifique con alguno de los candidatos. Como cabría imaginar, conforman una zona de la sociedad extremadamente plural y diversificada. La mayoría de los que se han hecho presentes son estudiantes, pero se les van sumando jóvenes de otras latitudes sociales.
En lo que todos parecen coincidir es en una clara y contundente posición antisistema. En mayor o menor grado, todos ellos rechazan el orden de cosas imperante y, también de manera maravillosamente consciente, identifican algunos de sus elementos y actores que consideran los más importantes enemigos de la libertad y el progreso de México. En la marcha del pasado miércoles predominaron las consignas y los lemas en contra de las dos mayores empresas televisivas y los pronunciamientos denunciando el nefasto papel que desempeñan en la debida información de la sociedad. Su mismo ostracismo, en contra del cual hoy se rebelan, fue identificado como obra de esos monopolios.
Desde luego que saben de la responsabilidad que cabe a los gobiernos panistas y a su partido en el creciente deterioro del bienestar de los mexicanos y en el pudrimiento de las libertades públicas y de la vida política del país. Tan corruptos como los antiguos priístas, los panistas no han sabido hacer buen uso del gobierno que la sociedad les confió. Pero su olfato no podía fallar: los panistas han dejado de ser una alternativa cierta y segura de poder. Su oportunidad se les acabó con Calderón. Ahora los que dominan en México han hecho de Enrique Peña Nieto su verdadera carta de poder y, por ello mismo, su repudio se endereza en contra del candidato priísta.
No es un problema de simpatías o antipatías. Para los jóvenes está claro que el pregonado regreso del PRI a Los Pinos es la opción real de los mismos que llevaron al PAN al poder hace 12 años. Esa perspectiva les parece sencillamente siniestra y no sólo no la aceptan, sino que han comenzado a insurreccionarse en contra de ella. Ahora están mejor informados, saben las cosas, ven lo que ocurre y también son capaces de identificar a los que deciden. Ahora conocen la asociación en el gobierno de panistas y priístas durante los últimos cuatro sexenios; saben que sus objetivos son los mismos y que sirven a los mismos amos. No hay uno más responsable que otro; ambos son igualmente responsables.
El PRI, empero, tiene otras identidades que los jóvenes tienen en la mira. Para ellos representa, sin más, la imagen del viejo autoritarismo, que ellos no conocieron pero del que tienen referentes infalibles. También conocen un poco mejor la historia de México y saben lo que pasó en 1968, cuando el antiguo partido oficial era hegemónico y gobernaba como le daba la gana. No es de extrañar que la insurgencia de los jóvenes tenga como signo vital el rechazo del pasado que el PRI representa, junto con su candidato presidencial. Lo paradójico es que muchos de ellos no quieren que se les identifique con ningún partido, pero están claros en que Peña Nieto representa ese pasado.
En la marcha del día 23 atronó la exigencia de que los medios de comunicación masiva se democraticen. Tampoco es sólo porque son manipuladores y envenenan la conciencia popular con sus materiales chatarra, como telenovelas y programas indignos de la inteligencia más modesta. También aquí el repudio se cifra en la identificación que establecen con el candidato priísta; está a la vista no sólo la preferencia de esos medios por el prospecto tricolor, sino también y, sobre todo, por la guerra de estadísticas de que ellos se hacen conductores y que cantan el triunfo arrollador de ese candidato. En el actual proceso electoral no se ve una elección, sino una imposición.
Pero la verdadera bandera de los jóvenes, incluso de aquellos que no son estudiantes, es la de la educación, en particular la superior, de la que son permanentemente excluidos muchos de ellos. En esto están acompañados por los rectores de sus casas de estudios, los cuales se han unido sólidamente en el propósito de vigilar que los diferentes candidatos se pronuncien y se comprometan con el esfuerzo de proveerlas de los medios indispensables para que desarrollen sus actividades. Los jóvenes observan permanentemente la acogida que los abanderados de los diferentes partidos dan a las propuestas educativas. Nunca antes en una campaña presidencial se discutió tanto sobre la educación y sobre la problemática aledaña de la investigación científica.
López Obrador ha querido dar una respuesta a esta demanda fundamental de la juventud designando en su futuro gabinete a un universitario de enorme trayectoria, como lo es el doctor Juan Ramón de la Fuente, como secretario de Educación, y a un científico que ha dedicado toda su vida a la lucha por la ciencia, como lo es el doctor René Drucker, como secretario de Investigación Científica y Tecnológica. Los pronunciamientos del candidato izquierdista y de De la Fuente y Drucker no dejan lugar a dudas: en el gobierno de la izquierda, México dedicará el uno por ciento de su producto interno bruto a cubrir esos rubros.
El tabasqueño es sensible a los reclamos de la insurrección juvenil y la acoge como una muestra del despertar del país a la necesidad de cambio. “Se decía que los jóvenes eran apáticos –dijo recientemente–, que no les importaba la política. ¿Cómo no les va a importar si esta generación es la generación de la crisis? Ahora se va a convertir en la generación de la transformación de México.”
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