Jorge Fernández Menéndez
“La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es”, escribió un Carlos Fuentes que nos sorprendió a todos, ayer, con su partida.
Es un lugar común decirlo, pero vale la pena reiterarlo: con la muerte de Carlos Fuentes se va no sólo uno de los escritores más importantes de la historia de México sino también se cierra toda una etapa de la vida cultural, social, política, del país. Vendrán ahora los homenajes, los recuerdos, pero lo que quizá no se pondrá de manifiesto en la hora final de Fuentes será la contradicción que lo marcó en forma constante: profundamente mexicano nació en Panamá; murió en México, pero vivía en Nueva York y se educó, incluso literariamente, en Buenos Aires; escribió como quizá ninguno sobre la Ciudad de México o del campo mexicano y los desplazados en libros como La muerte de Artemio Cruz o en el invaluable La región más transparente, pero fue un hombre universal: vivió en Argentina, Chile, Brasil, Estados Unidos, España. Puso el sexo en la literatura mexicana contemporánea en forma sutil con Aura, en forma explícita con Diana o la cazadora solitaria. Fue durísimo con los políticos y se consideró siempre, y a su modo lo fue, un hombre de izquierda, pero en su momento, como muchos otros, suscribió aquello de “Echeverría o el fascismo” y fue embajador en Francia, aunque renunció al cargo cuando Díaz Ordaz se convirtió en su homólogo en España; detestaba la posibilidad del regreso del PRI al poder, pero fue también un producto de ese sistema que repudiaba, como le ocurrió a muchos de su generación, una generación extraordinaria, compleja, irrepetible. Escribía siempre y de todo: sus primeros libros fueron extraordinarios, los últimos parecían ser la revisión, siempre impecablemente bien escrita, de otras historias ya publicadas. Era un gran articulista, pero le ganaba demasiadas veces la pasión, más que la racionalidad o la distancia. Vivió como un torbellino, pero le tocó vivir, también, la muerte de dos de sus hijos, muertes que lo destrozaron: “Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos, felices o desdichados, activos o pasivos, tienen lo que el padre no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos. Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. El hijo es el padre del hombre”, escribió, y vaya si lo había vivido en carne propia. Los hijos no deben morir antes que los padres.
Todo eso era lo que hacía fascinante a Fuentes. Un hombre sin contradicciones, sin genio, sin pasión, sin errores, sin saber lo que es el goce, el sexo y el dolor, es un hombre lamentable, monótono, gris, y Fuentes siempre fue lo más parecido a un estallido de formas, colores, expresiones, vitalidad e insistimos, porque ese era su rasgo esencial, de pasiones.
Si tuviera que quedarme con un Carlos Fuentes, me quedaría con el autor de La región más transparente, precisamente en esos años, fines de los 50, principios de los 60, en los que fue el abanderado, junto con otros, como José Luis Cuevas en la plástica o Fernando Benítez en la crítica y el periodismo cultural, o más tarde Carlos Monsiváis, de una nueva forma de entender y hacer, de generar una nueva vida cultural en el país, cuando era una pieza indiscutible de aquel boom de la literatura latinoamericana que lo hizo conocido y admirado en todo el mundo. Un hombre entusiasmado por una nueva izquierda que no tardó demasiado en demostrar que al final sufría de los mismos pesares que aquella que detestaba, la del partido único y el realismo socialista. Chocaba, claro que lo hacía, con el hombre que desde entonces representaba otra visión, otro enfoque, otra rigurosidad que en muchas ocasiones no iba con el espíritu de la época, con Octavio Paz, como más tarde lo hizo con Enrique Krauze o con Mario Vargas Llosa.
Pero el personaje Carlos Fuentes, lo que él representaba, era, precisamente por todo eso y más, fascinante. Qué bueno que fue contradictorio, que cometió errores, que se dejó llevar por la pasión: sin él nuestra literatura hubiera sido una más políticamente correcta, menos abismal, menos sensual y sexual, menos universal, hubiera roto menos estereotipos. En última instancia, Carlos Fuentes nos mostró, mucho más que otros, con su vida y con su obra, cómo somos realmente los mexicanos contemporáneos: los que vivimos en un mundo en tránsito y enfrentado con nosotros mismos, donde se puede admirar a Bill Clinton, pero antes puede haberse encandilado con Fidel Castro; donde el nacionalismo decimonónico se combina con el más sofisticado cosmopolita del siglo XXI. Adiós, don Carlos: con usted se va toda una época de México y de todos nosotros. Lo vamos a extrañar.
“La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es”, escribió un Carlos Fuentes que nos sorprendió a todos, ayer, con su partida.
Es un lugar común decirlo, pero vale la pena reiterarlo: con la muerte de Carlos Fuentes se va no sólo uno de los escritores más importantes de la historia de México sino también se cierra toda una etapa de la vida cultural, social, política, del país. Vendrán ahora los homenajes, los recuerdos, pero lo que quizá no se pondrá de manifiesto en la hora final de Fuentes será la contradicción que lo marcó en forma constante: profundamente mexicano nació en Panamá; murió en México, pero vivía en Nueva York y se educó, incluso literariamente, en Buenos Aires; escribió como quizá ninguno sobre la Ciudad de México o del campo mexicano y los desplazados en libros como La muerte de Artemio Cruz o en el invaluable La región más transparente, pero fue un hombre universal: vivió en Argentina, Chile, Brasil, Estados Unidos, España. Puso el sexo en la literatura mexicana contemporánea en forma sutil con Aura, en forma explícita con Diana o la cazadora solitaria. Fue durísimo con los políticos y se consideró siempre, y a su modo lo fue, un hombre de izquierda, pero en su momento, como muchos otros, suscribió aquello de “Echeverría o el fascismo” y fue embajador en Francia, aunque renunció al cargo cuando Díaz Ordaz se convirtió en su homólogo en España; detestaba la posibilidad del regreso del PRI al poder, pero fue también un producto de ese sistema que repudiaba, como le ocurrió a muchos de su generación, una generación extraordinaria, compleja, irrepetible. Escribía siempre y de todo: sus primeros libros fueron extraordinarios, los últimos parecían ser la revisión, siempre impecablemente bien escrita, de otras historias ya publicadas. Era un gran articulista, pero le ganaba demasiadas veces la pasión, más que la racionalidad o la distancia. Vivió como un torbellino, pero le tocó vivir, también, la muerte de dos de sus hijos, muertes que lo destrozaron: “Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos, felices o desdichados, activos o pasivos, tienen lo que el padre no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos. Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. El hijo es el padre del hombre”, escribió, y vaya si lo había vivido en carne propia. Los hijos no deben morir antes que los padres.
Todo eso era lo que hacía fascinante a Fuentes. Un hombre sin contradicciones, sin genio, sin pasión, sin errores, sin saber lo que es el goce, el sexo y el dolor, es un hombre lamentable, monótono, gris, y Fuentes siempre fue lo más parecido a un estallido de formas, colores, expresiones, vitalidad e insistimos, porque ese era su rasgo esencial, de pasiones.
Si tuviera que quedarme con un Carlos Fuentes, me quedaría con el autor de La región más transparente, precisamente en esos años, fines de los 50, principios de los 60, en los que fue el abanderado, junto con otros, como José Luis Cuevas en la plástica o Fernando Benítez en la crítica y el periodismo cultural, o más tarde Carlos Monsiváis, de una nueva forma de entender y hacer, de generar una nueva vida cultural en el país, cuando era una pieza indiscutible de aquel boom de la literatura latinoamericana que lo hizo conocido y admirado en todo el mundo. Un hombre entusiasmado por una nueva izquierda que no tardó demasiado en demostrar que al final sufría de los mismos pesares que aquella que detestaba, la del partido único y el realismo socialista. Chocaba, claro que lo hacía, con el hombre que desde entonces representaba otra visión, otro enfoque, otra rigurosidad que en muchas ocasiones no iba con el espíritu de la época, con Octavio Paz, como más tarde lo hizo con Enrique Krauze o con Mario Vargas Llosa.
Pero el personaje Carlos Fuentes, lo que él representaba, era, precisamente por todo eso y más, fascinante. Qué bueno que fue contradictorio, que cometió errores, que se dejó llevar por la pasión: sin él nuestra literatura hubiera sido una más políticamente correcta, menos abismal, menos sensual y sexual, menos universal, hubiera roto menos estereotipos. En última instancia, Carlos Fuentes nos mostró, mucho más que otros, con su vida y con su obra, cómo somos realmente los mexicanos contemporáneos: los que vivimos en un mundo en tránsito y enfrentado con nosotros mismos, donde se puede admirar a Bill Clinton, pero antes puede haberse encandilado con Fidel Castro; donde el nacionalismo decimonónico se combina con el más sofisticado cosmopolita del siglo XXI. Adiós, don Carlos: con usted se va toda una época de México y de todos nosotros. Lo vamos a extrañar.
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