El PRI como franquicia

Gustavo Esteva

A pesar de todas las apariencias, no hay posibilidad alguna de restauración del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Pero la coalición mafiosa que usaría la franquicia es mucho más peligrosa.

El desmantelamiento del aparato que gobernó el país desde 1928, bajo distintas denominaciones, configuraciones políticas y orientaciones ideológicas, empezó con el golpe de Estado incruento que operó Miguel de la Madrid el día de su toma de posesión. Al nombrar su gabinete desplazó de golpe a la vieja clase política que funcionaba como correa de transmisión con la sociedad y era obstáculo para la modernización neoliberal. Quienes por mucho tiempo trataron de controlar el país desde la Secretaría de Hacienda (la curia, le decían algunos) llegaron por fin a Los Pinos. Su primera decisión fue deshacerse, formalmente, de quienes según ellos se dedicaban a asaltar las arcas públicas para atender sus diversos intereses, legítimos o no, y no permitían aplicar adecuadamente las reglas de la ortodoxia financiera. Ortiz Mena simbolizó por muchos años la orientación de ese grupo. Eran conocidas sus tensiones con los mafiosi, que Echeverría simbolizaba bien: creyó haber vencido a la curia al afirmar que las finanzas públicas se manejaban en Los Pinos, deshacerse del secretario de Hacienda y entregar esa posición a su delfín, pero éste, irresponsablemente, cedió Los Pinos a la curia.

Carlos Salinas pudo traer de regreso a algunos miembros seleccionados del viejo PRI, precisamente aquellos que podían sumarse al nuevo proyecto. Los hábitos del pasado se aplicaron con rigor. Se empleó a fondo el dispositivo principal del aparato: la obediencia ciega al presidente. El chiste de entonces decía que Salinas les había pedido a los cuadros del partido: Señores: saquen las pistolas. Sí, señor presidente. Pónganlas en la sien. Sí, señor presidente. Disparen. Y dispararon.

La estructura del poder político cambió. En 1982 el sector público representaba dos terceras partes de una economía cerrada. Cuando Fox llegó, ya sólo era la quinta parte de una economía abierta. En lo político la concentración previa era mayor: el presidente controlaba el gabinete, el partido, el Congreso, el Poder Judicial, los medios, las centrales obreras y campesinas y hasta el último rincón de la estructura política del país. Fox no controlaba ya ni la casa presidencial. Es difícil imaginar un presidente con menos poder político efectivo que Felipe Calderón, aunque todavía pueda usar el gatillo.

Si el viejo PRI regresara al poder no podría ser lo que era ni hacer lo que hacía. Pero no es el viejo PRI lo que ahora amenaza con instalarse en Los Pinos. Quienes usan la franquicia apelan a aquella imagen, aprovechando el dejo de nostalgia que la incompetencia y corrupción de los partidos Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD) han generado. Algunos añoran la estabilidad artificial que daba al país y el hecho de que repartía el botín y dejaba caer migajas en mucha gente.

Lo que era no puede regresar. Ya no existe. El viejo PRI se extinguió. No funciona ya el cuento de Monterroso. El dinosaurio dejó de estar ahí, aunque sigan exhibiendo en plazas públicas a diversos iguanodontes. No es eso lo que podría estar viniéndosenos encima, para arrasar lo que queda del país. Aun antes del año 2000 el viejo PRI se disgregó en una amplia y diversa colección de mafias locales y gremiales, cada una integrada por heterogéneos intereses económicos y políticos y con los más variados dispositivos de acción: la banca, los medios, las empresas, lo mismo que los caciques, los paramilitares o los narcos. Se configuró así el lodo dominante, en que ya no puede distinguirse entre el mundo de las instituciones y el del crimen. Son esas mafias, no el PAN o el PRD, quienes han desgobernado el país en todos estos años, a través de diversas coaliciones creadas con distintos propósitos. La coalición actual es la más amplia. Todos los mafiosi que la integran parecen haber dejado provisionalmente de lado su interés particular, para alcanzar una tajada del premio mayor: el regreso a Los Pinos.

Lo que llegaría ahora al poder no sólo representa los bajos fondos del país, el crimen y la inmoralidad más atroces. Representa también, sobre todo, un dispositivo que enriquece a cada capo mafioso al organizar el saqueo del país y entregarlo sin reservas a intereses ajenos. En cierto sentido, siguen todavía la tradición de dispararse en la sien. No parecen tener clara conciencia de que los poderes reales a los que siguen entregando lo que queda del país podrán pronto deshacerse de ellos, al sentirlos como obstáculo para sus planes. Haríamos mal en esperarnos a tal evolución. Necesitamos deshacernos de ambos.

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