Catón
He contado en esta columneja algunos cuentos tristes, como aquel de la gallinita que le dijo al marranito del corral: “Pienso que hoy en la noche te van a matar”. El cochinito se afligió. “¿Por qué me dices eso?” —preguntó angustiado. Responde la gallinita, muy segura: “Porque oí que el granjero le dijo a su mujer: ‘A esa gallina mañana me le das chicharrón’”… He narrado también algunos chistes crueles, como el del tipo que les contó a sus amigos que su abuela tenía la mala costumbre de bajar del segundo piso al primero deslizándose a horcajadas por el barandal de la escalera. “Temerosos de que se cayera —relató el sujeto— enredamos todo el barandal con alambre de púas”. Comentó uno: “Seguramente esa sabia previsión le quitó a tu abuelita la excéntrica manía, impropia de sus años, de deslizarse por el barandal”. “No —dijo el individuo—. Todavía se desliza.
Pero ahora más despacito”… Pues bien: en seguida voy a narrar una historieta que es al mismo tiempo triste y cruel. Sucede que una familia —papá, mamá y cuatro hijos varones cuya edades iban de 3 a 7 años— fue por primera vez a pasar vacaciones en un hotel de playa. Cuando entraron en la habitación declaró el señor, feliz: “Aquí estaremos como reyes. Nos servirán la comida en la mesa; nos tenderán las camas; nos harán el aseo del cuarto…”. Pregunta desconcertado uno de los chiquillos: “¿Y entonces para qué trajimos a mamá?”… ¡Ah, mentecato columnista, y también Oh! ¡Cuán triste es esa historia, y qué sevicia y crueeldad contiene! (Crueeldad con dos e, por favor, para mayor intensidad). ¡Y además la narras en pleno Día de la Madre, fecha sagrada en que todo es felicidad y amor y las mamás deben cocinar para más gente! Es cierto: ya no son los días de antes, cuando las madres eran “las cabecitas blancas”. Ahora las cabecitas blancas son rubias, castañas, pelirrojas, moradas, amarillas, azuladas, color ala de cuervo o platinadas. Si un hijo hiciera hoy que un conjunto de cuerdas le tocara a su mamá el chotis “Amor de Madre”, y luego le recitara “El Brindis del Bohemio”, la señora caería al suelo sacudida por fuertes carcajadas, o le daría con la plancha en la cabeza. (Al hacer eso, digo yo, demostraría una alta dosis de cordura). Pienso que en tratándose del Día de la Madre las cosas han cambiado para bien. Antes los maridos e hijos le regalaban a la santa madrecita cosas como una máquina de coser, una licuadora, una estufa, la ya citada plancha o cualquier otro útil y práctico artículo para el hogar. El pretendido regalo no era en verdad para ella, eterna esclava de los suyos. Era para que hiciera mejor su trabajo en beneficio del señor y los retoños. La madre —sólo hay una— habría preferido alguna joyita, aunque fuera de fantasía; un vestido sencillo; aquellos zapatos que veía siempre al pasar frente al escaparate de la tienda. Desenvolvía la plancha, entonces; derramaba una fingida lágrima de obligada emoción y se dejaba abrazar por sus seres queridos al tiempo que mascullaba en su interior un nutrido catálogo de maldiciones que ni su esposo ni sus hijos sospechaban que sabía. Ahora, en cambio, como casi todas las mamás trabajan, su familia piensa que ella misma puede comprarse su propio regalo. ¡Y luego dicen que la liberación femenina no ha traído nada bueno! Este día, con perdón de ustedes, yo lo dedicaré a evocar a mi mamá. Cuando hace muchos años salí de Saltillo para ir a estudiar en la Ciudad de México, ella me dijo que me ayudaría enviándome cada mes 300 pesos, el costo entonces de una casa de asistencia. Yo no quería aceptar; le dije que buscaría algún trabajo para pagarme mi estancia en la Universidad. Pero ella se negó: estudiar y trabajar sería demasiado esfuerzo para mí. “Concéntrate en tus estudios” —me pidió. Ella sacaría aquel dinero de su sueldo de bibliotecaria en la Normal Superior. Pasó el tiempo. Acabé la carrera y regresé a mi ciudad. Entonces averigüé por medio de una amiga cuál era el sueldo mensual de mi mamá en aquel trabajo que tenía.
Eran 300 pesos. ¡Todo lo que ganaba me lo enviaba a mí! Díganme entonces mis cuatro lectores si puedo dejar hoy de escribir acerca del Día de la Madre por el temor de que alguien me tache de cursi. No sólo escribiré acerca de eso, sino además pondré esta frase con la cual terminaré mi artículo de hoy: “Dios hizo a las madres porque no podía hacerlo todo él solo”. Díganme ahora cursi. Me vale (puntos suspensivos) lo que este día se celebra… FIN..
He contado en esta columneja algunos cuentos tristes, como aquel de la gallinita que le dijo al marranito del corral: “Pienso que hoy en la noche te van a matar”. El cochinito se afligió. “¿Por qué me dices eso?” —preguntó angustiado. Responde la gallinita, muy segura: “Porque oí que el granjero le dijo a su mujer: ‘A esa gallina mañana me le das chicharrón’”… He narrado también algunos chistes crueles, como el del tipo que les contó a sus amigos que su abuela tenía la mala costumbre de bajar del segundo piso al primero deslizándose a horcajadas por el barandal de la escalera. “Temerosos de que se cayera —relató el sujeto— enredamos todo el barandal con alambre de púas”. Comentó uno: “Seguramente esa sabia previsión le quitó a tu abuelita la excéntrica manía, impropia de sus años, de deslizarse por el barandal”. “No —dijo el individuo—. Todavía se desliza.
Pero ahora más despacito”… Pues bien: en seguida voy a narrar una historieta que es al mismo tiempo triste y cruel. Sucede que una familia —papá, mamá y cuatro hijos varones cuya edades iban de 3 a 7 años— fue por primera vez a pasar vacaciones en un hotel de playa. Cuando entraron en la habitación declaró el señor, feliz: “Aquí estaremos como reyes. Nos servirán la comida en la mesa; nos tenderán las camas; nos harán el aseo del cuarto…”. Pregunta desconcertado uno de los chiquillos: “¿Y entonces para qué trajimos a mamá?”… ¡Ah, mentecato columnista, y también Oh! ¡Cuán triste es esa historia, y qué sevicia y crueeldad contiene! (Crueeldad con dos e, por favor, para mayor intensidad). ¡Y además la narras en pleno Día de la Madre, fecha sagrada en que todo es felicidad y amor y las mamás deben cocinar para más gente! Es cierto: ya no son los días de antes, cuando las madres eran “las cabecitas blancas”. Ahora las cabecitas blancas son rubias, castañas, pelirrojas, moradas, amarillas, azuladas, color ala de cuervo o platinadas. Si un hijo hiciera hoy que un conjunto de cuerdas le tocara a su mamá el chotis “Amor de Madre”, y luego le recitara “El Brindis del Bohemio”, la señora caería al suelo sacudida por fuertes carcajadas, o le daría con la plancha en la cabeza. (Al hacer eso, digo yo, demostraría una alta dosis de cordura). Pienso que en tratándose del Día de la Madre las cosas han cambiado para bien. Antes los maridos e hijos le regalaban a la santa madrecita cosas como una máquina de coser, una licuadora, una estufa, la ya citada plancha o cualquier otro útil y práctico artículo para el hogar. El pretendido regalo no era en verdad para ella, eterna esclava de los suyos. Era para que hiciera mejor su trabajo en beneficio del señor y los retoños. La madre —sólo hay una— habría preferido alguna joyita, aunque fuera de fantasía; un vestido sencillo; aquellos zapatos que veía siempre al pasar frente al escaparate de la tienda. Desenvolvía la plancha, entonces; derramaba una fingida lágrima de obligada emoción y se dejaba abrazar por sus seres queridos al tiempo que mascullaba en su interior un nutrido catálogo de maldiciones que ni su esposo ni sus hijos sospechaban que sabía. Ahora, en cambio, como casi todas las mamás trabajan, su familia piensa que ella misma puede comprarse su propio regalo. ¡Y luego dicen que la liberación femenina no ha traído nada bueno! Este día, con perdón de ustedes, yo lo dedicaré a evocar a mi mamá. Cuando hace muchos años salí de Saltillo para ir a estudiar en la Ciudad de México, ella me dijo que me ayudaría enviándome cada mes 300 pesos, el costo entonces de una casa de asistencia. Yo no quería aceptar; le dije que buscaría algún trabajo para pagarme mi estancia en la Universidad. Pero ella se negó: estudiar y trabajar sería demasiado esfuerzo para mí. “Concéntrate en tus estudios” —me pidió. Ella sacaría aquel dinero de su sueldo de bibliotecaria en la Normal Superior. Pasó el tiempo. Acabé la carrera y regresé a mi ciudad. Entonces averigüé por medio de una amiga cuál era el sueldo mensual de mi mamá en aquel trabajo que tenía.
Eran 300 pesos. ¡Todo lo que ganaba me lo enviaba a mí! Díganme entonces mis cuatro lectores si puedo dejar hoy de escribir acerca del Día de la Madre por el temor de que alguien me tache de cursi. No sólo escribiré acerca de eso, sino además pondré esta frase con la cual terminaré mi artículo de hoy: “Dios hizo a las madres porque no podía hacerlo todo él solo”. Díganme ahora cursi. Me vale (puntos suspensivos) lo que este día se celebra… FIN..
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