¡Democracia con anteojeras!

Ricardo Alemán

Pareciera que el problema está en la tentación sistemática de las instituciones del Estado por limitar derechos y libertades ciudadanas...

Crece, de manera saludable, el debate sobre el debate.

Que si al año se ven cientos o miles de partidos de futbol, mientras en el sexenio sólo se verán dos debates presidenciales; que si la democracia reclama que los ciudadanos conozcan a plenitud a los presidenciables; que si las frecuencias de televisión y radio son concesiones y, por tanto, se deben al interés público.

Que si el señor Salinas Pliego es la representación terrenal del Diablo y, por tanto, debe pedir perdón “al respetable”, en una marcha al Tepeyac, para expiar sus pecados. Que si la democracia mexicana está en vilo, porque los perversos poderes fácticos someten a las multitudes al ofensivo “pan y circo”; que si el debate es el clímax electoral en el que todos deben participar…

Con argumentos de peso —y otros no tanto— se confrontan quienes reclaman, para los potenciales electores, el privilegio de presenciar el debate presidencial —por sobre cualquier espectáculo televisivo— y los que defienden el ejercicio de libertades y derechos fundamentales, como el de seguir o no el debate, pero mantener vigentes espectáculos como el del futbol.

Sin embargo, el debate del debate no llegó solo. Viene acompañado de dos bastardos que ya visitaron a la sociedad mexicana y a los electores, en los comicios de 2006: nos referimos al odio y la intolerancia, que se han filtrado al debate, sobre todo en las llamadas redes sociales.

Así, las “buenas conciencias” —sobre todo las emparentadas con las izquierdas y con su candidato presidencial— catalizaron la idea de que lo “políticamente correcto” era censurar, ofender y hasta despotricar contra las televisoras, en especial Azteca y, en particular, contra el concesionario, Ricardo Salinas.

El odio como argumento central del debate. Y, claro, el odioso Salinas Pliego hizo su parte. Pero creer que Ricardo Salinas tiene razón —como aquí lo seguimos creyendo— nos convirtió en poco menos que traidores a la patria. El odio y la intolerancia, en su mayor expresión.

Para otros, defender las libertades y los derechos elementales —como el de libre albedrío televisivo— es lo más parecido a un pecado capital, cuyo castigo es una montaña de insultos, difamaciones e improperios.

Sin embargo, pocos reconocen que el problema no está en el aparente choque entre la importancia del debate presidencial —sin duda fundamental para la democracia electoral— y el derecho a ver o no el futbol o cualquiera otro de los espectáculos televisivos, por malos o peores que resulten.

El futbol es una cultura popular metida hasta la médula de millones de ciudadanos, durante casi un siglo. La cultura democrática es una semilla que lleva apenas dos décadas de cohabitar entre el círculo rojo y uno que otro ejemplar de la clase política. De hecho, la intolerancia, el odio, la irracionalidad y el gusto, por ejemplo, por el autoritarismo, son ejemplos formidables de que la cultura democrática está en gestación fetal.

No, el problema no es el choque entre futbol y democracia; entre debate o futbol. Tampoco entre la testarudez de Salinas Pliego y el carácter social de las concesiones de televisión.

No, pareciera que el problema está en la tentación sistemática de las instituciones del Estado —partidos, Congreso e IFE, entre otras— por limitar derechos y libertades ciudadanas elementales, con el cuento del privilegio que amerita la democracia electoral.

Así, en la reforma de 2007 coartaron el derecho ciudadano de comprar espacio en medios, para expresarse sobre la contienda federal. Le impusieron a las televisoras —y más a los electores— la grosera cascada de 40 millones de spots insustanciales, al haber prohibido las campañas de contraste. ¿Y de qué sirvieron esas reformas? De poco o de nada, ya que los potenciales electores mantienen intacto el descrédito hacia partidos, políticos y candidatos.

Hoy, los mismos que inventaron la reforma electoral de 2007 —que destruyeron el concepto de IFE ciudadano— van por otras libertades. Quieren que, como caballos de carrera, los ciudadanos usen anteojeras, para ver sólo en una dirección: la del debate. Ya lograron domesticar a muchos ciudadanos en el paternalismo electoral y político. Y hoy quieren esconder el fracaso de los partidos, los políticos y los candidatos, en las anteojeras electorales. ¿O no?

¿Y dónde queda la libertad de decidir, de decir no, de rechazar un debate que ni es debate ni permitirá que se desnuden —políticamente— los candidatos? La democracia es libertad, no sometimiento.

Comentarios