Jorge Fernández Menéndez
La detención de ese personaje llamado El Loco, de nombre Jesús Elizondo Ramírez, uno de los responsables del secuestro, la muerte y el desmembramiento de 49 personas en Cadereyta, en Nuevo León, lo mismo que la detención de otro personaje apodado El Chacho, en Jalisco, por un asesinato masivo similar, demuestran el grado de deterioro moral y organizativo que tienen estas organizaciones criminales, que han llegado al grado más hondo, más profundo, de la degradación
No estamos diciendo que no son peligrosas, al contrario; no decimos que están derrotadas ni nada por el estilo: lo que decimos es que quienes siguen sosteniendo que las organizaciones del narcotráfico son superestructuras todopoderosas que llegan con sus tentáculos a todas partes, están refiriendo una verdad a medias, pero sobre todo están analizando otro fenómeno. Estos asesinos inhumanos y fríos, en su mayor parte adolescentes sin ninguna perspectiva de vida, se podrán identificar con los grandes grupos del crimen organizado, usar sus siglas y parafernalia, matar en su nombre y disputar una esquina, una colonia, un pueblo, pero no son los que mueven la droga; no son los que están en el gran negocio internacional: son carne de cañón proveniente de las pandillas que asuelan al país a las que esos grandes grupos han armado; les hacen llegar droga para su consumo y venta local y los dejan que se maten para sembrar el terror y ocupar a las autoridades en esa vorágine de sangre y terror mientras ellos se quitan presión.
Los ejemplos de la violencia irracional que aplican estos grupos son innumerables. En Cadereyta aún no se sabe quiénes son los 49 cuerpos encontrados en una carretera y brutalmente desmembrados; se especula que podrían ser migrantes, personas provenientes de otros estados o simplemente pandilleros de otros grupos que hayan llegado de fuera o estaban fuera de su círculo familiar desde tiempo atrás. En Ajijic, Jalisco, varios de los jóvenes que aparecieron asesinados no tenían nada que ver con el crimen organizado, simplemente fueron levantados de bares y cafés y aparecieron poco después en una carretera: necesitan un número alto de víctimas, no importaba quiénes eran, se trata del terror. Algo similar sucedió en Veracruz hace unos meses, cuando se dejaron cuerpos en Boca del Río (por cierto, qué ejemplo dio la gente del puerto al reunir durante cuatro, cinco, noches consecutivas en el Festival Internacional de la Salsa a 120 mil espectadores cada noche en pleno Boca del Río, para escuchar a una serie de artistas extraordinarios sin que se produjera un solo incidente de consideración). En Sinaloa y en Tamaulipas fue diferente porque en El Choix y toda esa zona sí se dio un enfrentamiento entre sicarios de los grupos en contienda, y en Tamaulipas los asesinatos sí fueron, aunque siempre de jóvenes pandilleros, de personajes involucrados en el crimen organizado.
Pero las víctimas siguen siendo algunos de los 75 mil pandilleros que según las organizaciones civiles participan en el crimen organizado a este nivel. Algunos casos son brutales: todos estábamos espantados por el caso de ese joven sicario llamado El Ponchis. Pero hay casos peores. El joven detenido en Veracruz, de apenas 16 años, acusado del asesinato de dos marinos, se dedicaba a eso: a matar y descuartizar. Él mismo cuenta (y lo tiene grabado en su celular) que arrancó dedos y extremidades con los dientes, a mordiscos, y que no sabe siquiera a cuántas personas asesinó. Su sicario, el que lo cuidaba, por supuesto armado con un fusil ametralladora, también detenido, tenía, tiene, 12 años. Los sicarios que caen, que son detenidos, son todos, salvo alguna extraña excepción, adolescentes, que suelen tener grabados en sus celulares los crímenes que cometen, para presumir con ellos.
Sé que en una lucha como la que se libra contra el crimen organizado, decir que se va ganando o perdiendo es ocioso, pero me parece una falta de visión quedarse en una evaluación a fondo solamente con el número de muertos o la forma en que éstos aparecen: lo que realmente estamos viendo es un deterioro, una degradación moral y organizativa de estos grupos, que los hace en algunos aspectos mucho más violentos, más inhumanos, más cercanos al terror puro, que involucra cada vez más a jóvenes sin futuro, los incorporan para quitarse presión y seguir con su propio negocio, que no está en las calles de Cadereyta o el malecón de Boca del Río. Por eso mismo ese combate requiere, y así se debe explicar, dos luchas simultáneas, pero distintas: una es contra los grandes cárteles y sus líderes, cada día más acosados. La otra es la de la seguridad ciudadana, contra el robo, el secuestro, la extorsión, contra los pandilleros que son capaces de hacer todo lo anterior, pero también de matar, descuartizar, torturar a quien sea. La primera es una responsabilidad directa e intransferible del gobierno federal. La segunda obliga a tener estrategias conjuntas de la Federación, los estados y los municipios. Y sobre todo en esta segunda batalla la participación de la gente es fundamental.
La detención de ese personaje llamado El Loco, de nombre Jesús Elizondo Ramírez, uno de los responsables del secuestro, la muerte y el desmembramiento de 49 personas en Cadereyta, en Nuevo León, lo mismo que la detención de otro personaje apodado El Chacho, en Jalisco, por un asesinato masivo similar, demuestran el grado de deterioro moral y organizativo que tienen estas organizaciones criminales, que han llegado al grado más hondo, más profundo, de la degradación
No estamos diciendo que no son peligrosas, al contrario; no decimos que están derrotadas ni nada por el estilo: lo que decimos es que quienes siguen sosteniendo que las organizaciones del narcotráfico son superestructuras todopoderosas que llegan con sus tentáculos a todas partes, están refiriendo una verdad a medias, pero sobre todo están analizando otro fenómeno. Estos asesinos inhumanos y fríos, en su mayor parte adolescentes sin ninguna perspectiva de vida, se podrán identificar con los grandes grupos del crimen organizado, usar sus siglas y parafernalia, matar en su nombre y disputar una esquina, una colonia, un pueblo, pero no son los que mueven la droga; no son los que están en el gran negocio internacional: son carne de cañón proveniente de las pandillas que asuelan al país a las que esos grandes grupos han armado; les hacen llegar droga para su consumo y venta local y los dejan que se maten para sembrar el terror y ocupar a las autoridades en esa vorágine de sangre y terror mientras ellos se quitan presión.
Los ejemplos de la violencia irracional que aplican estos grupos son innumerables. En Cadereyta aún no se sabe quiénes son los 49 cuerpos encontrados en una carretera y brutalmente desmembrados; se especula que podrían ser migrantes, personas provenientes de otros estados o simplemente pandilleros de otros grupos que hayan llegado de fuera o estaban fuera de su círculo familiar desde tiempo atrás. En Ajijic, Jalisco, varios de los jóvenes que aparecieron asesinados no tenían nada que ver con el crimen organizado, simplemente fueron levantados de bares y cafés y aparecieron poco después en una carretera: necesitan un número alto de víctimas, no importaba quiénes eran, se trata del terror. Algo similar sucedió en Veracruz hace unos meses, cuando se dejaron cuerpos en Boca del Río (por cierto, qué ejemplo dio la gente del puerto al reunir durante cuatro, cinco, noches consecutivas en el Festival Internacional de la Salsa a 120 mil espectadores cada noche en pleno Boca del Río, para escuchar a una serie de artistas extraordinarios sin que se produjera un solo incidente de consideración). En Sinaloa y en Tamaulipas fue diferente porque en El Choix y toda esa zona sí se dio un enfrentamiento entre sicarios de los grupos en contienda, y en Tamaulipas los asesinatos sí fueron, aunque siempre de jóvenes pandilleros, de personajes involucrados en el crimen organizado.
Pero las víctimas siguen siendo algunos de los 75 mil pandilleros que según las organizaciones civiles participan en el crimen organizado a este nivel. Algunos casos son brutales: todos estábamos espantados por el caso de ese joven sicario llamado El Ponchis. Pero hay casos peores. El joven detenido en Veracruz, de apenas 16 años, acusado del asesinato de dos marinos, se dedicaba a eso: a matar y descuartizar. Él mismo cuenta (y lo tiene grabado en su celular) que arrancó dedos y extremidades con los dientes, a mordiscos, y que no sabe siquiera a cuántas personas asesinó. Su sicario, el que lo cuidaba, por supuesto armado con un fusil ametralladora, también detenido, tenía, tiene, 12 años. Los sicarios que caen, que son detenidos, son todos, salvo alguna extraña excepción, adolescentes, que suelen tener grabados en sus celulares los crímenes que cometen, para presumir con ellos.
Sé que en una lucha como la que se libra contra el crimen organizado, decir que se va ganando o perdiendo es ocioso, pero me parece una falta de visión quedarse en una evaluación a fondo solamente con el número de muertos o la forma en que éstos aparecen: lo que realmente estamos viendo es un deterioro, una degradación moral y organizativa de estos grupos, que los hace en algunos aspectos mucho más violentos, más inhumanos, más cercanos al terror puro, que involucra cada vez más a jóvenes sin futuro, los incorporan para quitarse presión y seguir con su propio negocio, que no está en las calles de Cadereyta o el malecón de Boca del Río. Por eso mismo ese combate requiere, y así se debe explicar, dos luchas simultáneas, pero distintas: una es contra los grandes cárteles y sus líderes, cada día más acosados. La otra es la de la seguridad ciudadana, contra el robo, el secuestro, la extorsión, contra los pandilleros que son capaces de hacer todo lo anterior, pero también de matar, descuartizar, torturar a quien sea. La primera es una responsabilidad directa e intransferible del gobierno federal. La segunda obliga a tener estrategias conjuntas de la Federación, los estados y los municipios. Y sobre todo en esta segunda batalla la participación de la gente es fundamental.
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