Asesinar en defensa propia

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Cada vez son más frecuentes los casos en que las potenciales víctimas de los delincuentes deciden levantar la cabeza, evitar la humillación, defender su dignidad, proteger su menguado patrimonio.

Los linchamientos de que dan cuenta las noticias no son por quítame estas pajas. Quienes han perdido la vida en el intento de asalto, secuestro o levantón lo han hecho con las armas en las manos, las pistolas amartilladas, los AK47 dispuestos para abrir boquetes en los cuerpos de los que se nieguen a ponerse flojitos y a cooperar.

Lo que asombra es que los ciudadanos deban hacerse justicia por propia mano, porque las distintas policías o las FFAA no cumplen con el desempeño que sus representados esperan de ellos, o porque definitivamente están coludidos con esos delincuentes, que sólo son mandaderos encargados de reunir las cuotas a las que los jefes los tienen sometidos.

A la colusión entre fuerzas del orden y delincuentes, se responde con la empatía e incluso complicidad anímica que de inmediato se establece entre el “vigilante”, el “vengador anónimo” y esa pequeña parte de la sociedad por él defendida, primero, para luego concitar la simpatía unánime de los consumidores de información que, al enterarse de los sucesos, claman satisfechos: ¡que se los chinguen!, alguien tiene que suplir las tareas de un gobierno omiso.

Cuando en estos hechos policiacos los testigos presenciales gritan contentos: ¡Fuenteovejuna, señor!, es momento de que el vacío de autoridad primigenia, única, que es la que cuida de la paz pública, sea llenado a tope, con inteligencia y servicios de seguridad pública eficientes, pues la relación primera entre el gobierno y la sociedad se establece con el policía de crucero, con el Policleto, con esos uniformados que deben inspirar confianza y no terror; luego están todas esas otras fuerzas del orden que operan al amparo de la Constitución y la ley, pero cuyos integrantes se conducen como verdaderos delincuentes.

Alguna vez en un vuelo trasatlántico viajó junto al grupo que regresábamos de vacaciones, el cuerpo de un pasajero infartado masivamente a los 25 minutos de sobrevolar el mar. La azafata y los compañeros de asiento se percataron del hecho cuando el vecino de la izquierda le solicitó que le permitiera pasar para ir al baño. El trayecto faltante se completó en medio de una algarabía hilarante y falta de respeto. Obviamente con exceso de alcohol.

Si la reacción a una muerte natural es sombría aunque la actitud indique lo contrario, no quiero ni suponer cómo lo resuelven los pasajeros que salvaron la vida en medio de los disparos, con un reguero de sangre entre los asientos y el temor latente al héroe momentáneo, pues siempre queda la duda de que en cualquier momento el vivo puede sumarse a los muertos.

Hoy, el gobierno federal no es garantía de seguridad, de paz pública, porque convierte a una parte de sus gobernados en asesinos, pero en defensa propia.

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