Algo se está rompiendo

Esta vez no son las universidades públicas las que sirven de catalizador del descontento, sino las privadas.

Pascal Beltrán del Río


Aunque parecía originalmente condenada a ser el preludio de un resultado previsible, la campaña electoral presidencial de 2012 ha cobrado, en unos cuantos días, tintes de drama y emoción.

El primer mes de las actividades de proselitismo inauguradas el 31 de marzo no dejó casi nada digno para el registro histórico.

Hasta entonces, esta elección presidencial se asemejaba a la de 1994, cuando los votantes buscaron, en la larga trayectoria del PRI, un resguardo contra la violencia —política y de otro tipo— que amenazaba con volverse generalizada en el país.

Aquella vez, el priista Ernesto Zedillo ganó la Presidencia con una ventaja cómoda en las urnas (23 puntos), amparado en la promesa de que sabía cómo hacer las cosas.

Hace un mes daba la impresión de que el candidato tricolor Enrique Peña Nieto repetiría aquella historia, probablemente con una participación mucho menor por parte de los electores de que la que se dio en 1994, aunque con una distancia igualmente amplia respecto de sus dos principales contendientes.

Sin embargo, a partir del debate del 6 de mayo pasado y, especialmente, a raíz de la protesta contra Peña Nieto durante su visita a la Universidad Iberoamericana, cinco días después, hay que buscar otros antecedentes en la historia electoral del país para encontrar un punto de comparación con lo que está sucediendo.

Quizá debamos remontarnos a la elección presidencial de 1988 —guardadas todas las proporciones—, cuando un hecho tan sencillo como simbólico calentó repentinamente aquella campaña.

El de 88 fue el primer proceso electoral que me tocó cubrir como periodista. Recuerdo que hasta el 10 de febrero de ese año nada parecía capaz de perturbar la marcha del candidato priista Carlos Salinas de Gortari hacia Los Pinos… hasta que fue a hacer campaña en la Comarca Lagunera.

Ahí, en el municipio coahuilense de San Pedro de las Colonias, Salinas fue recibido con gritos y rechiflas, así como con porras para su contrincante Cuauhtémoc Cárdenas. Luego, en Francisco I. Madero, una comunidad vecina, una mujer lanzó un vaso de agua a la cara del aspirante del PRI, con lo que se encendió una de las campañas más polémicas en la vida de México.

En el ánimo de los laguneros —que al día siguiente de esos hechos pasearon en hombros a Cárdenas— pesaba, sin duda, el legado del padre del candidato del Frente Democrático Nacional, el ex presidente Lázaro Cárdenas del Río, quien entre 1936 y 1938 repartió unas 447 mil hectáreas a los campesinos de la región.

Aunque había pasado medio siglo, el agradecimiento de los laguneros con el general Cárdenas todavía alcanzó para cobijar a su hijo, quien había abandonado el PRI para convertirse en cabeza de la oposición. Sin embargo, pesaba también —quizá más— el desaseo con los campesinos por parte de los siguientes gobiernos, particularmente el de Miguel de la Madrid, que convirtió al Banco de Crédito Rural en el sustituto de las viejas haciendas algodoneras, pues obligaba a los agricultores a venderle su producto a un precio bajo como condición para obtener nuevos créditos.

En el caso de la protesta de la Ibero, que se ha replicado en otras casas de estudios, es imposible no ver el reflejo de una conducta forjada en el uso de los nuevos instrumentos de comunicación, en especial las redes sociales, así como una visión más horizontal y participativa de la democracia.

Pero, como pasó en La Laguna hace 24 años, hay algo adicional detrás de esta explosión de descontento: el profundo desinterés de las autoridades de todos los niveles por ofrecer una perspectiva de futuro a los jóvenes, para quienes el desempleo se ha vuelto una broma cruel.

Tres de cada diez estudiantes de licenciatura salen de la carrera para enterarse de que no hay trabajo para ellos; que la idea que les vendieron sus padres —un título garantiza un empleo y éste asegura una pensión al final de la vida laboral— no es necesariamente cierto. Mejor dicho: es cada vez más falso.

La recesión de 2009 vino a agudizar el problema. De acuerdo con datos recientes de la OIT, más de la mitad de los desempleados en el país tiene entre 14 y 29 años de edad, siendo el grupo de edad 20-24 en el que se concentra más la desocupación.

Se tiende a pensar que la angustia por el futuro profesional no existe entre los estudiantes de las universidades privadas. Disiento. He sabido de innumerables casos de recién egresados de centros de estudios públicos y de paga, y unos y otros están enfrentando dificultades para insertarse en el mercado laboral.

Las dos generaciones que les preceden aún pudieron gozar de la promesa de que una licenciatura equivalía a ser contratado. Son mexicanos que ya tienen experiencia laboral y una salud y una expectativa de vida mucho mejores que la de sus padres.

Por eso, como me decía hace poco un recién egresado, las posibilidades de que se abran espacios para quienes buscan su primer empleo son raquíticas, especialmente en un entorno económico que no garantiza un crecimiento suficiente para atender las necesidades de una sociedad tan desigual como la nuestra.

Desde luego, México no es el único país donde la juventud se enfrenta a estas constricciones. Ya hemos visto a los jóvenes tomar las calles en otras partes del mundo —como en España, donde surgieron los indignados, o Chile— para hacer ver a sus mayores y a las instituciones que se ha dejado de pensar en ellos.

La población mundial envejece al tiempo que la expectativa de vida aumenta. En Occidente esta realidad se exacerba y los jóvenes no encuentran su lugar. Las redes de protección social inventadas por la generación de los Baby Boomers no bastan. En su futuro está la sombra del desempleo y la ausencia de una pensión que asegure su bienestar en la vejez.

Para los menos afortunados —quienes no han podido siquiera pasar por un aula universitaria, los llamados ninis— la perspectiva se reduce aun más. Sus únicas alternativas reales son la llamada economía informal y el crimen organizado, porque hasta la emigración ha dejado de tener sentido.

En México, ningún partido político responde a los intereses y esperanzas de los jóvenes. No lo digo yo. Lo dicen los representantes de las organizaciones no gubernamentales que trabajan para la juventud. Varios de ellos participaron en el foro convocado por Excélsior como parte de su iniciativa Tribuna Ciudadana, dedicada a recoger la visión de la sociedad civil organizada sobre los principales problemas del país.

Durante el foro, cuya reseña fue publicada antier (puede leer estos trabajos cada miércoles y viernes), el sociólogo José Antonio Pérez Islas hizo una afirmación contundente: “Si seguimos pensando que el deporte va a sacar a los muchachos de los vicios, o que la escuela, tal y como la conocemos, es lo máximo, o que los programas de primer empleo sirven, entonces estoy convencido de que estamos en una crisis”.

De hecho estamos viendo sus síntomas: jóvenes asesinados en la guerra de y contra la delincuencia o encarcelados; buscadores frustrados de empleo, y estudiantes que todavía no ceden a la desesperanza y usan las redes sociales para gritar verdades que los políticos no acostumbran escuchar en los corredores del poder.

Esas voces no están en la mayoría de los mítines que encabezan los candidatos a la Presidencia. Éstos siguen obedeciendo a las viejas formas de organización social, en que las instancias intermedias —partidos, iglesias, sindicatos— ofrecían representación y atención de necesidades básicas.

Los candidatos buscan la comodidad de los actos públicos a modo, los que organizan las maquinarias de los partidos, los que los hacen ver bien ante las cámaras.

La vida real está en otro lado. Su epidermis es el campus universitario, donde la teoría y la práctica de la vida en sociedad entran en choque. Y su sistema nervioso lo constituyen las redes sociales, donde se expresan muchas de las contradicciones que experimenta México, un país atrapado por su historia y tradiciones, que ha sido incapaz de liberarse de muchos de sus tabúes e insertarse plenamente en la globalización.

Algo se rompió en 1988 y algo se está rompiendo ahora. En aquel año había un movimiento estudiantil activo —el CEU— que se enganchó con la campaña presidencial. Esta vez no son las universidades públicas las que sirven de catalizador del descontento, sino las privadas.

Algo significa esto y los partidos políticos —sobre los que aún reposa la vida institucional— bien harían en tratar de comprender qué es.

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