Jorge Carrasco
Felipe Calderón se adelantó en los autoelogios. Su monólogo ante el espejo de la burocracia desestimó la imposible reconciliación del país tras su salida de Los Pinos en su obstinación de hacer de la continuidad del PAN una imposición y en su claro afán de lucrar con las más de 50 mil muertes ocurridas durante su gobierno.
Muy en su estilo, exacerbó el inicio de la campaña electoral bajo una parodia de la rendición de cuentas. En ese disfraz, carente de foro político, tuvo que acudir al centro de espectáculos que es el Auditorio Nacional para declararse vencedor de la guerra que él mismo propició con el propósito de legitimarse como presidente de la República.
Ante 10 mil burócratas, se colocó a sí mismo en la condición de héroe al dejar a su sucesor libre “del dominio de los capos”. Sólo le faltó la medalla en el pecho.
Huérfano de auténtico reconocimiento, su discurso se acercó a los métodos propagandísticos que en los años setenta y ochenta del siglo pasado utilizaba el dictador chileno Augusto Pinochet.
El dictador militar también se organizaba sus informes a modo no sólo para “rendir cuentas”, sino para declararse vencedor de enemigos, salvador de su patria y constructor de un país libre de “amenazas ajenas a la idiosincrasia chilena”.
Paria internacional por la sistemática violación a los derechos humanos, Pinochet impuso con un alto costo social y humanitario de miles de muertos, detenidos desaparecidos y torturados, un modelo económico excluyente que en su momento fue admirado y alabado por la candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota.
Monotemático, el discurso de Pinochet construyó durante 16 años la idea de “los enemigos”, a quienes presentaba como una gran amenaza de la “conjura internacional”.
En la mitología griega, la quimera era un monstruo imaginario incontrolable. En una de sus acepciones modernas, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española es “aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo”.
Dos años antes de que Calderón ocupara Los Pinos, durante el gobierno de Vicente Fox, se empezó a desbordar la violencia del narcotráfico. Calderón la incentivó. Hizo de su “estrategia de seguridad” un acicate para convertir a México en uno de los países con más muertes en el mundo, incluso por encima de aquellos en guerra o con conflictos armados internos.
Calderón encaminó a la delincuencia organizada en México hacia lo que muchos en Estados Unidos quieren ver: un país propicio para el narcoterrorismo.
Encendió los ánimos y hoy la delincuencia organizada marca la pauta de la violencia en el país. Reactivo, su gobierno sólo estuvo detrás de esa norma y salió a la caza de “22 de los 37 delincuentes más buscados del país”.
Los 50 mil muertos, 10 mil de desaparecidos, miles de torturados y otros tantos de desplazados son un costo humanitario altísimo para cuentas tan pobres.
En su quimera, Calderón dijo en el Auditorio Nacional el pasado día 28: “si el gobierno federal no hubiera intervenido, si no hubiéramos empezado a tiempo, quizá una parte del territorio nacional estaría dominada por capos… la próxima presidenta o el próximo presidente se hubiera encontrado que aunque quisiera enfrentar a los criminales, quizá ya el próximo sexenio hubiera sido demasiado tarde para México”.
Y a continuación, lo que aludió como legado: “Quien quiera que me suceda en el gobierno, se habría encontrado con instituciones completamente infiltradas, con una sociedad arrodillada ante los criminales”.
La realidad es otra. Extensas son las regiones geográficas y grandes los espacios institucionales donde manda la delincuencia.
Los delincuentes controlan policías, buscan complicidades en las Fuerzas Armadas y la Policía Federal, compran ministerios públicos, amedrentan jueces, dan pautas a la prensa, infiltran la economía, imponen candidatos y los eliminan como parte de sus vendettas o para hacer el favor a sus aliados y protectores políticos.
No quieren el poder político. No lo necesitan. Lo que requieren es que su negocio siga intacto, tal y como sucedió con Calderón, cuya estrategia de descabezamiento dejó prácticamente incólumes las ganancias de la delincuencia organizada en México. En todo caso, restructuró el mercado ilegal con la caída de algunos grupos y el ascenso de otros.
Los procesos electorales abren un gran espacio para la actuación de esos grupos. De entrada, con la designación de candidatos, luego con su financiamiento.
La campaña electoral les abrirá las puertas del Congreso, de las presidencias municipales y de todo espacio público en disputa. El enemigo del que se valió Calderón goza de cabal salud.
Felipe Calderón se adelantó en los autoelogios. Su monólogo ante el espejo de la burocracia desestimó la imposible reconciliación del país tras su salida de Los Pinos en su obstinación de hacer de la continuidad del PAN una imposición y en su claro afán de lucrar con las más de 50 mil muertes ocurridas durante su gobierno.
Muy en su estilo, exacerbó el inicio de la campaña electoral bajo una parodia de la rendición de cuentas. En ese disfraz, carente de foro político, tuvo que acudir al centro de espectáculos que es el Auditorio Nacional para declararse vencedor de la guerra que él mismo propició con el propósito de legitimarse como presidente de la República.
Ante 10 mil burócratas, se colocó a sí mismo en la condición de héroe al dejar a su sucesor libre “del dominio de los capos”. Sólo le faltó la medalla en el pecho.
Huérfano de auténtico reconocimiento, su discurso se acercó a los métodos propagandísticos que en los años setenta y ochenta del siglo pasado utilizaba el dictador chileno Augusto Pinochet.
El dictador militar también se organizaba sus informes a modo no sólo para “rendir cuentas”, sino para declararse vencedor de enemigos, salvador de su patria y constructor de un país libre de “amenazas ajenas a la idiosincrasia chilena”.
Paria internacional por la sistemática violación a los derechos humanos, Pinochet impuso con un alto costo social y humanitario de miles de muertos, detenidos desaparecidos y torturados, un modelo económico excluyente que en su momento fue admirado y alabado por la candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota.
Monotemático, el discurso de Pinochet construyó durante 16 años la idea de “los enemigos”, a quienes presentaba como una gran amenaza de la “conjura internacional”.
En la mitología griega, la quimera era un monstruo imaginario incontrolable. En una de sus acepciones modernas, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española es “aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo”.
Dos años antes de que Calderón ocupara Los Pinos, durante el gobierno de Vicente Fox, se empezó a desbordar la violencia del narcotráfico. Calderón la incentivó. Hizo de su “estrategia de seguridad” un acicate para convertir a México en uno de los países con más muertes en el mundo, incluso por encima de aquellos en guerra o con conflictos armados internos.
Calderón encaminó a la delincuencia organizada en México hacia lo que muchos en Estados Unidos quieren ver: un país propicio para el narcoterrorismo.
Encendió los ánimos y hoy la delincuencia organizada marca la pauta de la violencia en el país. Reactivo, su gobierno sólo estuvo detrás de esa norma y salió a la caza de “22 de los 37 delincuentes más buscados del país”.
Los 50 mil muertos, 10 mil de desaparecidos, miles de torturados y otros tantos de desplazados son un costo humanitario altísimo para cuentas tan pobres.
En su quimera, Calderón dijo en el Auditorio Nacional el pasado día 28: “si el gobierno federal no hubiera intervenido, si no hubiéramos empezado a tiempo, quizá una parte del territorio nacional estaría dominada por capos… la próxima presidenta o el próximo presidente se hubiera encontrado que aunque quisiera enfrentar a los criminales, quizá ya el próximo sexenio hubiera sido demasiado tarde para México”.
Y a continuación, lo que aludió como legado: “Quien quiera que me suceda en el gobierno, se habría encontrado con instituciones completamente infiltradas, con una sociedad arrodillada ante los criminales”.
La realidad es otra. Extensas son las regiones geográficas y grandes los espacios institucionales donde manda la delincuencia.
Los delincuentes controlan policías, buscan complicidades en las Fuerzas Armadas y la Policía Federal, compran ministerios públicos, amedrentan jueces, dan pautas a la prensa, infiltran la economía, imponen candidatos y los eliminan como parte de sus vendettas o para hacer el favor a sus aliados y protectores políticos.
No quieren el poder político. No lo necesitan. Lo que requieren es que su negocio siga intacto, tal y como sucedió con Calderón, cuya estrategia de descabezamiento dejó prácticamente incólumes las ganancias de la delincuencia organizada en México. En todo caso, restructuró el mercado ilegal con la caída de algunos grupos y el ascenso de otros.
Los procesos electorales abren un gran espacio para la actuación de esos grupos. De entrada, con la designación de candidatos, luego con su financiamiento.
La campaña electoral les abrirá las puertas del Congreso, de las presidencias municipales y de todo espacio público en disputa. El enemigo del que se valió Calderón goza de cabal salud.
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