Pedro Miguel / Navegaciones
El primer tropiezo grave en el afán de Enrique Peña Nieto por instalarse como presidente de la república fue, con todo y su simbolismo, la falta de memoria: de acuerdo con documentos videográficos, el candidato priísta no recuerda el nombre de la enfermedad que provocó la muerte a su primera esposa, no puede acordarse de los títulos de tres libros, no logra precisar si es candidato o precandidato y no consigue memorizar siete palabras protocolarias sin ayuda del teleprompter. Esta poderosa aptitud para el olvido fue captada por Cecilia Sotres, con la agudeza que le sobra al teatro y le falta al análisis político, en su construcción del personaje central en Directo al despeñanieto (Fiesten), que aún está en cartelera en el teatro bar El Vicio.
Esta limitación personal del candidato, la misma que le ha valido el escarnio generalizado de la opinión pública, es, proyectada hacia el resto del país, la principal apuesta de su partido (y de los intereses corporativos que representa) para poner fin a la fase panista en el ejercicio duopólico del poder presidencial. La vuelta del logotipo tricolor a Los Pinos requiere de una sociedad capaz de olvidar por qué ese mismo emblema perdió la elección en 2000, que no pueda acordarse de tres textos de historia leídos en la primaria, que no sepa si es economía emergente o país tercermundista y que no logre hilvanar siete pensamientos sin ayuda de la pantalla chica, Deus ex machina del propio Peña Nieto.
Que penas y dichas no sean más que nombres, reza, en coincidencia con el poema de Luis Cernuda, la estrategia priísta para esta temporada: olviden, mexicanos, el 18 de marzo y demás fechas venturosas; olvídense del 2 de octubre, del 10 de junio, del 9 de febrero y otros días de la ignominia; borren de su memoria los sexenios completos de De la Madrid, de Salinas y de Zedillo. Borren de su memoria las violaciones de Estado perpetradas en mayo de 2006 por las fuerzas policiales de Fox y de Peña Nieto; extirpen el recuerdo de las inundaciones anuales en el oriente del Valle de México y de las también anuales promesas de resolverlas de manera definitiva; dejen de tener presente la gráfica rampante de feminicidios en la entidad, los números de la marginación social, las cifras del dispendio, las fotos de obra pública abandonada antes del término, la humillación del canje de sufragios por despensas, el nombre de una niña que se llamó Paulette, la simulación, la impunidad y la connivencia funcional y utilitaria con estamentos delictivos.
Perdida la dictadura perfecta quedaba, cuando menos, la candidatura perfecta, basada en un cascarón bonito en el que cabe toda suerte de promesas y compromisos, así sean disparatados y mutuamente excluyentes; fundada en la tecnología de la persistencia machacona enunciada por Goebbels y cimentada, también, en el tremendo poder de la ausencia: como ocurre con los difuntos, se tiende a perdonar, olvidar o cuando menos atenuar las miserias de los que no están. Si a eso se agrega la bacanal de corrupción y sangre del último quinquenio, que por contraste –y a una década de distancia– hace aparecer como inmaculadas y apacibles a las administraciones priístas anteriores, el triunfo de la desmemoria parecía asegurado mediante una victoria electoral del olvidadizo.
Pero, aunque las casas encuestadoras oficiales mantienen la versión de una tendencia ganadora pétrea, inmune a resbalones y caídas estrepitosas en el ridículo y la inconsecuencia (y por lo tanto, poco creíble), la máscara sigue sufriendo abolladuras en forma irremediable. La más reciente es la entrevista en Telemundo del domingo pasado, en la que Peña Nieto pierde manifiestamente el control y monta en cólera cuando José Díaz-Balart le pregunta –en forma capciosa, pero habitual en los noticieros gringos– si el tema de los hijos fuera de matrimonio es relevante para los votantes de México (youtu.be/ZZ07RAAlPCU). El video pone de manifiesto que una de las reacciones posibles del ex gobernador mexiquense ante situaciones difíciles, además del olvido de datos sustantivos, es la embestida colérica, y ésta remite, de manera inevitable, a arrebatos de ira como los que experimentaban, con consecuencias por lo general funestas, algunos destacados tlatoanis del priísmo.
Es probable que, expuesta a las inclemencias de la campaña, la imagen de la candidatura perfecta siga experimentado tropiezos de ese calibre, o peores. Por lo pronto, el triunfo de Peña Nieto sólo es posible en un país –diría Cernuda– donde habite el olvido.
El primer tropiezo grave en el afán de Enrique Peña Nieto por instalarse como presidente de la república fue, con todo y su simbolismo, la falta de memoria: de acuerdo con documentos videográficos, el candidato priísta no recuerda el nombre de la enfermedad que provocó la muerte a su primera esposa, no puede acordarse de los títulos de tres libros, no logra precisar si es candidato o precandidato y no consigue memorizar siete palabras protocolarias sin ayuda del teleprompter. Esta poderosa aptitud para el olvido fue captada por Cecilia Sotres, con la agudeza que le sobra al teatro y le falta al análisis político, en su construcción del personaje central en Directo al despeñanieto (Fiesten), que aún está en cartelera en el teatro bar El Vicio.
Esta limitación personal del candidato, la misma que le ha valido el escarnio generalizado de la opinión pública, es, proyectada hacia el resto del país, la principal apuesta de su partido (y de los intereses corporativos que representa) para poner fin a la fase panista en el ejercicio duopólico del poder presidencial. La vuelta del logotipo tricolor a Los Pinos requiere de una sociedad capaz de olvidar por qué ese mismo emblema perdió la elección en 2000, que no pueda acordarse de tres textos de historia leídos en la primaria, que no sepa si es economía emergente o país tercermundista y que no logre hilvanar siete pensamientos sin ayuda de la pantalla chica, Deus ex machina del propio Peña Nieto.
Que penas y dichas no sean más que nombres, reza, en coincidencia con el poema de Luis Cernuda, la estrategia priísta para esta temporada: olviden, mexicanos, el 18 de marzo y demás fechas venturosas; olvídense del 2 de octubre, del 10 de junio, del 9 de febrero y otros días de la ignominia; borren de su memoria los sexenios completos de De la Madrid, de Salinas y de Zedillo. Borren de su memoria las violaciones de Estado perpetradas en mayo de 2006 por las fuerzas policiales de Fox y de Peña Nieto; extirpen el recuerdo de las inundaciones anuales en el oriente del Valle de México y de las también anuales promesas de resolverlas de manera definitiva; dejen de tener presente la gráfica rampante de feminicidios en la entidad, los números de la marginación social, las cifras del dispendio, las fotos de obra pública abandonada antes del término, la humillación del canje de sufragios por despensas, el nombre de una niña que se llamó Paulette, la simulación, la impunidad y la connivencia funcional y utilitaria con estamentos delictivos.
Perdida la dictadura perfecta quedaba, cuando menos, la candidatura perfecta, basada en un cascarón bonito en el que cabe toda suerte de promesas y compromisos, así sean disparatados y mutuamente excluyentes; fundada en la tecnología de la persistencia machacona enunciada por Goebbels y cimentada, también, en el tremendo poder de la ausencia: como ocurre con los difuntos, se tiende a perdonar, olvidar o cuando menos atenuar las miserias de los que no están. Si a eso se agrega la bacanal de corrupción y sangre del último quinquenio, que por contraste –y a una década de distancia– hace aparecer como inmaculadas y apacibles a las administraciones priístas anteriores, el triunfo de la desmemoria parecía asegurado mediante una victoria electoral del olvidadizo.
Pero, aunque las casas encuestadoras oficiales mantienen la versión de una tendencia ganadora pétrea, inmune a resbalones y caídas estrepitosas en el ridículo y la inconsecuencia (y por lo tanto, poco creíble), la máscara sigue sufriendo abolladuras en forma irremediable. La más reciente es la entrevista en Telemundo del domingo pasado, en la que Peña Nieto pierde manifiestamente el control y monta en cólera cuando José Díaz-Balart le pregunta –en forma capciosa, pero habitual en los noticieros gringos– si el tema de los hijos fuera de matrimonio es relevante para los votantes de México (youtu.be/ZZ07RAAlPCU). El video pone de manifiesto que una de las reacciones posibles del ex gobernador mexiquense ante situaciones difíciles, además del olvido de datos sustantivos, es la embestida colérica, y ésta remite, de manera inevitable, a arrebatos de ira como los que experimentaban, con consecuencias por lo general funestas, algunos destacados tlatoanis del priísmo.
Es probable que, expuesta a las inclemencias de la campaña, la imagen de la candidatura perfecta siga experimentado tropiezos de ese calibre, o peores. Por lo pronto, el triunfo de Peña Nieto sólo es posible en un país –diría Cernuda– donde habite el olvido.
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