Lydia Cacho / Plan B
No hay nada más poderoso para la transformación de una sociedad que la indignación, y para sentirla necesitamos ser capaces de juzgar un fenómeno como antisocial, perjudicial, dañino, grave, terrible o inhumano. Ayer el historiador francomexicano Jean Meyer publicó un artículo en “El Universal” en el que documenta cómo en realidad la violencia ha disminuido en el siglo 21. Su recordatorio parece obvio, pero no lo es en la percepción psicoemocional de las víctimas y de quienes las protegen.
Evidentemente hoy hay muchos menos asesinatos que en siglos pasados, ahora el Estado no mata y juzga a las mujeres por brujas o herejes (aunque ideológicamente algunos piensen que lo son, y algunos musulmanes sigan estas prácticas, son juzgados duramente).
La democratización ha permitido desarrollar una ciudadanía más fuerte, informada y bastante más igualitaria (aunque no siempre comprometida con todas las causas). La Iglesia ha perdido influencia en las decisiones de Estado, y cuando se entromete es evidenciada por la prensa y confrontada por las y los laicos.
Para la mayoría el futuro lejano está a una o dos décadas. Es sólo lógico que mientras una persona está sumida en su pérdida y el dolor inmediato, es muy difícil tomar distancia emocional para comprender que la transformación social rebasa a las y los individuos y responde a tantos factores que se necesita tiempo, colaboración masiva y paciencia para alcanzarla. Esto es más difícil para los hombres en una sociedad que les ha enseñado a reprimir emociones y a demostrar fortaleza guerrera para tener liderazgo. La historia no reconoce como héroes a quienes se abrieron emocionalmente y buscaron vías de paz desde la nosotredad, reconoce a los fuertes y vengativos, a los que satisfacen la ira social que lleva al sentimiento colectivo de venganza y conquista; reconoce más a personas religiosas que a laicas. No es casual que los grandes héroes de la historia sean copartícipes de las guerras más sangrientas y no de revoluciones morales y éticas.
La mayoría quiere soluciones inmediatas, es decir, atestiguar el cambio mientras vive, y para ello las guerras son la panacea de una supuesta seguridad que arrebata derechos y libertades.
A pesar de resultar absurdo, la sociedad acepta que se declaren guerras contra el narcotráfico, contra la violencia, contra las drogas, contra el alcoholismo o el suicidio. Nuestro lenguaje antiviolencia es profundamente violento, al igual que las acciones que supuestamente servirán para erradicar el problema.
Y sí, Jean Meyer y sus colegas historiadores tienen razón, hoy en día casi todas las violencias son menores a las de hace siglos. Y por supuesto que somos mucho más civilizados que en el pasado. Pero sin duda para una familia que nunca había sufrido violencia y cuya familia y comunidad de pronto han sido tomadas por las masacres, los asesinatos, los feminicidios, la extorsión, la violencia sexual y militar, estos son los peores tiempos de su historia personal y comunitaria.
En el siglo pasado morían muchas más mujeres en manos de sus parejas violentas, pero se normalizaron como crímenes justificados por las pasiones y difícilmente se documentaban como un problema de toda la sociedad. Hoy cientos de feminicidios (asesinatos de mujeres por su condición femenina) alertan a un país entero, como República Dominicana, y los medios comienzan a documentarlos como un serio problema nacional. Ningún medio minimizará un crimen como este frente los que se cometían en el siglo 17 (porque los medios documentan el presente inmediato en términos noticiosos). Vamos construyendo nuestra realidad en referencia a nuestras propias vidas, nuestro sufrimiento personal y comunitario, y por la indignación y compasión que nos producen en lo subjetivo y lo colectivo.
No hay nada más poderoso para la transformación de una sociedad que la indignación, y para sentirla necesitamos ser capaces de juzgar un fenómeno como antisocial, perjudicial, dañino, grave, terrible o inhumano. Ayer el historiador francomexicano Jean Meyer publicó un artículo en “El Universal” en el que documenta cómo en realidad la violencia ha disminuido en el siglo 21. Su recordatorio parece obvio, pero no lo es en la percepción psicoemocional de las víctimas y de quienes las protegen.
Evidentemente hoy hay muchos menos asesinatos que en siglos pasados, ahora el Estado no mata y juzga a las mujeres por brujas o herejes (aunque ideológicamente algunos piensen que lo son, y algunos musulmanes sigan estas prácticas, son juzgados duramente).
La democratización ha permitido desarrollar una ciudadanía más fuerte, informada y bastante más igualitaria (aunque no siempre comprometida con todas las causas). La Iglesia ha perdido influencia en las decisiones de Estado, y cuando se entromete es evidenciada por la prensa y confrontada por las y los laicos.
Para la mayoría el futuro lejano está a una o dos décadas. Es sólo lógico que mientras una persona está sumida en su pérdida y el dolor inmediato, es muy difícil tomar distancia emocional para comprender que la transformación social rebasa a las y los individuos y responde a tantos factores que se necesita tiempo, colaboración masiva y paciencia para alcanzarla. Esto es más difícil para los hombres en una sociedad que les ha enseñado a reprimir emociones y a demostrar fortaleza guerrera para tener liderazgo. La historia no reconoce como héroes a quienes se abrieron emocionalmente y buscaron vías de paz desde la nosotredad, reconoce a los fuertes y vengativos, a los que satisfacen la ira social que lleva al sentimiento colectivo de venganza y conquista; reconoce más a personas religiosas que a laicas. No es casual que los grandes héroes de la historia sean copartícipes de las guerras más sangrientas y no de revoluciones morales y éticas.
La mayoría quiere soluciones inmediatas, es decir, atestiguar el cambio mientras vive, y para ello las guerras son la panacea de una supuesta seguridad que arrebata derechos y libertades.
A pesar de resultar absurdo, la sociedad acepta que se declaren guerras contra el narcotráfico, contra la violencia, contra las drogas, contra el alcoholismo o el suicidio. Nuestro lenguaje antiviolencia es profundamente violento, al igual que las acciones que supuestamente servirán para erradicar el problema.
Y sí, Jean Meyer y sus colegas historiadores tienen razón, hoy en día casi todas las violencias son menores a las de hace siglos. Y por supuesto que somos mucho más civilizados que en el pasado. Pero sin duda para una familia que nunca había sufrido violencia y cuya familia y comunidad de pronto han sido tomadas por las masacres, los asesinatos, los feminicidios, la extorsión, la violencia sexual y militar, estos son los peores tiempos de su historia personal y comunitaria.
En el siglo pasado morían muchas más mujeres en manos de sus parejas violentas, pero se normalizaron como crímenes justificados por las pasiones y difícilmente se documentaban como un problema de toda la sociedad. Hoy cientos de feminicidios (asesinatos de mujeres por su condición femenina) alertan a un país entero, como República Dominicana, y los medios comienzan a documentarlos como un serio problema nacional. Ningún medio minimizará un crimen como este frente los que se cometían en el siglo 17 (porque los medios documentan el presente inmediato en términos noticiosos). Vamos construyendo nuestra realidad en referencia a nuestras propias vidas, nuestro sufrimiento personal y comunitario, y por la indignación y compasión que nos producen en lo subjetivo y lo colectivo.
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