Jorge Fernández Menéndez
Cualquier clásico de la ciencia política dirá que el Estado tiene el monopolio exclusivo del uso de la fuerza para mantener la paz y la seguridad pública y nacional. Es verdad, pero, ¿qué sucede cuando ese Estado no está diseñado, por lo menos en ese ámbito, para garantizar una utilización homogénea en todos sus estamentos de ese uso de la fuerza?
Los protocolos que al respecto el gobierno federal acaba de publicar en el Diario Oficial de la Federación son un instrumento imprescindible (y del que carecían) las fuerzas federales de seguridad para cumplir con su labor, no sólo en la lucha contra el crimen organizado sino también contra la delincuencia en todos sus espacios. El reciente asesinato del general en retiro Mario Arturo Acosta Chaparro, con su controvertida trayectoria, puso de manifiesto también una realidad que trasciende a los partidos políticos y a las distintas épocas: la simpatía por métodos “eficientes” en términos de seguridad, independientemente de cómo se obtenga, en forma real o ficticia, la misma. Según algunos, Acosta Chaparro era un héroe, para muchos, un villano. De lo que nadie tenía dudas es de que este hombre, como muchos en el pasado reciente de México, obtenía o dejaba de obtener sus resultados, moviéndose en ocasiones en el filo de la ley y, en otras, sin tomarla en cuenta. Y paradójicamente ello es lo que termina causando, en muchos, admiración.
Se dice, hay quienes lo aseguran, que la única forma de enfrentar la delincuencia y el crimen organizado es, paradójicamente, mediante la mano dura, entendida como un uso prominente de la violencia, y al mismo tiempo con la negociación con los grupos criminales. Una suerte de versión local de la estrategia del garrote y la zanahoria. En pocas ocasiones se menciona que la alternativa real es la aplicación de la ley.
El nuestro es un país donde priva la impunidad. Cerca de 98% de los delitos que se denuncian quedan impunes. Se cree que el problema consiste en que, como el sistema no funciona, es mejor hacer justicia por propia mano, o simplemente violar o ignorar la ley, para tener resultados efectivos. Por eso se hace una reforma al sistema de justicia penal pero se establecen plazos de ocho años con miras a implementarla, y además se deja en las manos de cada una de las entidades federativas la decisión de hacerlo de la forma que mejor les convenga.
Por eso mismo se tiene la convicción de que se necesita con urgencia una policía federal con mando único en el país o por los menos 32 policías con un nuevo modelo y mando único en cada una de ellas y son muy pocos los decididos a implementarlo. Por eso, la coordinación que se pregona y de la que tanto se habla entre la Federación y los estados, no deja de ser letra muerta en muchas ocasiones.
Los protocolos que se acaban de establecer son un instrumento sin duda útil, importante, y que le otorgan a las fuerzas federales, al Ejército, la Marina, la Policía Federal y la Ministerial Federal, el marco para desarrollar su tarea. No habrá, no podrá haber en el futuro, discrepancias interpretativas como las que se han dado, por ejemplo, en el caso de Florence Cassez. Pero el problema es que no se evitarán los Ayotzinapa hasta que esos mismos protocolos no se extiendan a los estados y municipios, y no se podrán extender hasta que no existan esa nuevas fuerzas de seguridad locales, configuradas con base en los mismos modelos que las fuerzas federales. Hoy oscilamos entre dos formas de impotencia y autoritarismo: la inhibición de las fuerzas de seguridad o el uso excesivo de la fuerza. No hay una norma común, sobre todo, y muy particularmente, en los estados y municipios.
Si todo eso se extiende a muchos ámbitos de la vida nacional, más claro resulta aún cuando nos referimos a movimientos sociales o manifestaciones de distintos grupos políticos. En ese terreno se puede hacer lo que se desee: casi siempre, salvo que se trate de enemigos declarados de los gobiernos locales, todo está permitido. Desde bloquear carreteras y avenidas, hasta agredir a personas e instituciones. Como se inhiben las fuerzas locales, por razones políticas también lo hacen las federales. La Ciudad de México es una de las víctimas favoritas de ese accionar político y también uno de los espacios de mayor impunidad en ese sentido. Y la sociedad queda imposibilitada de siquiera defenderse, de reclamar. Es rehén de esos grupos. ¿Nadie está dispuesto a establecer protocolos claros para que esos movimientos, que pueden ser legítimos o no, lo mismo que las fuerzas de seguridad, tengan un marco legal estricto al cual ceñirse? La salida a la impunidad es contar con leyes laxas que se aplican de forma estricta, no leyes estrictas que se aplican de forma laxa. Nunca como sociedad lo hemos terminado de entender.
Cualquier clásico de la ciencia política dirá que el Estado tiene el monopolio exclusivo del uso de la fuerza para mantener la paz y la seguridad pública y nacional. Es verdad, pero, ¿qué sucede cuando ese Estado no está diseñado, por lo menos en ese ámbito, para garantizar una utilización homogénea en todos sus estamentos de ese uso de la fuerza?
Los protocolos que al respecto el gobierno federal acaba de publicar en el Diario Oficial de la Federación son un instrumento imprescindible (y del que carecían) las fuerzas federales de seguridad para cumplir con su labor, no sólo en la lucha contra el crimen organizado sino también contra la delincuencia en todos sus espacios. El reciente asesinato del general en retiro Mario Arturo Acosta Chaparro, con su controvertida trayectoria, puso de manifiesto también una realidad que trasciende a los partidos políticos y a las distintas épocas: la simpatía por métodos “eficientes” en términos de seguridad, independientemente de cómo se obtenga, en forma real o ficticia, la misma. Según algunos, Acosta Chaparro era un héroe, para muchos, un villano. De lo que nadie tenía dudas es de que este hombre, como muchos en el pasado reciente de México, obtenía o dejaba de obtener sus resultados, moviéndose en ocasiones en el filo de la ley y, en otras, sin tomarla en cuenta. Y paradójicamente ello es lo que termina causando, en muchos, admiración.
Se dice, hay quienes lo aseguran, que la única forma de enfrentar la delincuencia y el crimen organizado es, paradójicamente, mediante la mano dura, entendida como un uso prominente de la violencia, y al mismo tiempo con la negociación con los grupos criminales. Una suerte de versión local de la estrategia del garrote y la zanahoria. En pocas ocasiones se menciona que la alternativa real es la aplicación de la ley.
El nuestro es un país donde priva la impunidad. Cerca de 98% de los delitos que se denuncian quedan impunes. Se cree que el problema consiste en que, como el sistema no funciona, es mejor hacer justicia por propia mano, o simplemente violar o ignorar la ley, para tener resultados efectivos. Por eso se hace una reforma al sistema de justicia penal pero se establecen plazos de ocho años con miras a implementarla, y además se deja en las manos de cada una de las entidades federativas la decisión de hacerlo de la forma que mejor les convenga.
Por eso mismo se tiene la convicción de que se necesita con urgencia una policía federal con mando único en el país o por los menos 32 policías con un nuevo modelo y mando único en cada una de ellas y son muy pocos los decididos a implementarlo. Por eso, la coordinación que se pregona y de la que tanto se habla entre la Federación y los estados, no deja de ser letra muerta en muchas ocasiones.
Los protocolos que se acaban de establecer son un instrumento sin duda útil, importante, y que le otorgan a las fuerzas federales, al Ejército, la Marina, la Policía Federal y la Ministerial Federal, el marco para desarrollar su tarea. No habrá, no podrá haber en el futuro, discrepancias interpretativas como las que se han dado, por ejemplo, en el caso de Florence Cassez. Pero el problema es que no se evitarán los Ayotzinapa hasta que esos mismos protocolos no se extiendan a los estados y municipios, y no se podrán extender hasta que no existan esa nuevas fuerzas de seguridad locales, configuradas con base en los mismos modelos que las fuerzas federales. Hoy oscilamos entre dos formas de impotencia y autoritarismo: la inhibición de las fuerzas de seguridad o el uso excesivo de la fuerza. No hay una norma común, sobre todo, y muy particularmente, en los estados y municipios.
Si todo eso se extiende a muchos ámbitos de la vida nacional, más claro resulta aún cuando nos referimos a movimientos sociales o manifestaciones de distintos grupos políticos. En ese terreno se puede hacer lo que se desee: casi siempre, salvo que se trate de enemigos declarados de los gobiernos locales, todo está permitido. Desde bloquear carreteras y avenidas, hasta agredir a personas e instituciones. Como se inhiben las fuerzas locales, por razones políticas también lo hacen las federales. La Ciudad de México es una de las víctimas favoritas de ese accionar político y también uno de los espacios de mayor impunidad en ese sentido. Y la sociedad queda imposibilitada de siquiera defenderse, de reclamar. Es rehén de esos grupos. ¿Nadie está dispuesto a establecer protocolos claros para que esos movimientos, que pueden ser legítimos o no, lo mismo que las fuerzas de seguridad, tengan un marco legal estricto al cual ceñirse? La salida a la impunidad es contar con leyes laxas que se aplican de forma estricta, no leyes estrictas que se aplican de forma laxa. Nunca como sociedad lo hemos terminado de entender.
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