Francisco Rodriguez / Índice Político
“El debate es masculino; la conversación es femenina”, escribió la estadounidense Louise May Alcott en su clásico Mujercitas… Y sólo conversando con los grandes empresarios, nada más platicando “en cortito” con aquellos que creen que su voto “pesa” más –cuando los sufragios se cuentan, no se miden– el priísta Enrique Peña rehúye debatir con quienes, como él, aspiran a la Presidencia de la República.
¿Por qué rehúye Peña los debates?
¿Sólo por estrategia?
¿Nada más para no subirse al ring con quienes, cree él y propalan las encuestas “copeteadas”, no pueden siquiera despeinarlo?
No. No nada más por eso. Peña rehúye el debate porque él, pero sobre todo sus asesores, dudan de sus fuerzas y capacidades para exponer convincentemente una idea, producir interés con lo que refiere o ser capaz de mantener con brillo una conversación… sin la ayuda de un “chícharo” o un teleprompter.
No se trata, por añadidura, de ningún secreto de palacio. Hace tiempo que personas de diversa índole con las que Peña ha cenado, desayunado o almorzado alguna vez, salen de esas reuniones contando que se han aburrido por el exceso de frases hechas que el candidato fue obligado a memorizar y porque, como en los spots propagandísticos, suelta la palabra “compromiso” a la menor provocación. Hasta juegos hay ya sobre esto último.
Pero ser aburrido o divertido no es todo lo malo o lo particular que debe caracterizar a quien quiere ser presidente.
Peña Nieto —o a quien le toque tomar la decisión—no debería negarse a debatir. Por mero derecho a la información ciudadana, el debate no puede perderse en la voluntad de las partes.
Precisamente, de toda una campaña, la información más relevante para el elector, tal como se producen ahora los mítines y las comparecencias, es aquélla que se obtiene por contraste directo.
No sólo, pues, Quadri, Vázquez Mota, López Obrador y Peña Nieto debían reunirse para cruzar públicamente sus ideas, razones y pasiones, sino también para hacer visibles sus conocimientos nacionales e internacionales, sus artes para hacer cuentas y diagnósticos, sus modos para hacer bromas y sus maneras para negociar, regatear, hablar idiomas y ganar votos y amigos, hasta granjearse enemigos.
Sin el contraste de las ideas –si las tuviesen–, las biografías, los proyectos y otros datos parecidos iremos a las urnas muy limitados, guiados solamente por un asfixiante alud de promocionales televisivos y radiofónicos, así como por análisis demasiado abstractos, tales como si es o no guapo o “carita” el candidato que rehúye el debate.
Si la personalidad y la preparación de un presidente es de importancia capital ¿cómo puede justificarse que no sea ésta la materia mejor difundida a lo largo y ancho de una campaña?
Si la propaganda política actual multiplica por miles la imagen del líder para convertirlo en el centro de las promesas, ¿cómo no saber si ese tipo es cabal, competente, ilustrado o de confianza?
¿Sólo con verle la cara es suficiente para que, luego, él nos vea la cara a todos los mexicanos?
No sólo los candidatos a presidente, también a quienes ellos tienen pensado le acompañen en el ejercicio del poder y el manejo de nuestros recursos públicos –aunque hasta ahora sólo AMLO ha divulgado los nombres de su probable gabinete–, deberían comparecer en los debates y confrontarse por secretarías de despacho con sus oponentes. De esta manera podríamos deducir nuestras opciones y demostrarían así, los políticos, respeto por la correcta decisión de los ciudadanos.
No es, por tanto, sólo una acción para su propio bien la que protagoniza Peña Nieto (o los asesores que lo manejan como “muñequito”) negándose al debate; es una decisión para mal de las elecciones y, de paso, para directo perjuicio de nuestra incipiente e imperfecta democracia.
Índice Flamígero: El candidato del PRI a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, declinó participar en un debate con el resto de los aspirantes a Los Pinos que organizaba la periodista Carmen Aristegui en su noticiero de MVS para mañana miércoles. + + + Y mientras Felipe Calderón viaja otra vez a los Estados Unidos, a su fallida Administración sólo le restan 221 días. ¡Ya mero!, pues.
“El debate es masculino; la conversación es femenina”, escribió la estadounidense Louise May Alcott en su clásico Mujercitas… Y sólo conversando con los grandes empresarios, nada más platicando “en cortito” con aquellos que creen que su voto “pesa” más –cuando los sufragios se cuentan, no se miden– el priísta Enrique Peña rehúye debatir con quienes, como él, aspiran a la Presidencia de la República.
¿Por qué rehúye Peña los debates?
¿Sólo por estrategia?
¿Nada más para no subirse al ring con quienes, cree él y propalan las encuestas “copeteadas”, no pueden siquiera despeinarlo?
No. No nada más por eso. Peña rehúye el debate porque él, pero sobre todo sus asesores, dudan de sus fuerzas y capacidades para exponer convincentemente una idea, producir interés con lo que refiere o ser capaz de mantener con brillo una conversación… sin la ayuda de un “chícharo” o un teleprompter.
No se trata, por añadidura, de ningún secreto de palacio. Hace tiempo que personas de diversa índole con las que Peña ha cenado, desayunado o almorzado alguna vez, salen de esas reuniones contando que se han aburrido por el exceso de frases hechas que el candidato fue obligado a memorizar y porque, como en los spots propagandísticos, suelta la palabra “compromiso” a la menor provocación. Hasta juegos hay ya sobre esto último.
Pero ser aburrido o divertido no es todo lo malo o lo particular que debe caracterizar a quien quiere ser presidente.
Peña Nieto —o a quien le toque tomar la decisión—no debería negarse a debatir. Por mero derecho a la información ciudadana, el debate no puede perderse en la voluntad de las partes.
Precisamente, de toda una campaña, la información más relevante para el elector, tal como se producen ahora los mítines y las comparecencias, es aquélla que se obtiene por contraste directo.
No sólo, pues, Quadri, Vázquez Mota, López Obrador y Peña Nieto debían reunirse para cruzar públicamente sus ideas, razones y pasiones, sino también para hacer visibles sus conocimientos nacionales e internacionales, sus artes para hacer cuentas y diagnósticos, sus modos para hacer bromas y sus maneras para negociar, regatear, hablar idiomas y ganar votos y amigos, hasta granjearse enemigos.
Sin el contraste de las ideas –si las tuviesen–, las biografías, los proyectos y otros datos parecidos iremos a las urnas muy limitados, guiados solamente por un asfixiante alud de promocionales televisivos y radiofónicos, así como por análisis demasiado abstractos, tales como si es o no guapo o “carita” el candidato que rehúye el debate.
Si la personalidad y la preparación de un presidente es de importancia capital ¿cómo puede justificarse que no sea ésta la materia mejor difundida a lo largo y ancho de una campaña?
Si la propaganda política actual multiplica por miles la imagen del líder para convertirlo en el centro de las promesas, ¿cómo no saber si ese tipo es cabal, competente, ilustrado o de confianza?
¿Sólo con verle la cara es suficiente para que, luego, él nos vea la cara a todos los mexicanos?
No sólo los candidatos a presidente, también a quienes ellos tienen pensado le acompañen en el ejercicio del poder y el manejo de nuestros recursos públicos –aunque hasta ahora sólo AMLO ha divulgado los nombres de su probable gabinete–, deberían comparecer en los debates y confrontarse por secretarías de despacho con sus oponentes. De esta manera podríamos deducir nuestras opciones y demostrarían así, los políticos, respeto por la correcta decisión de los ciudadanos.
No es, por tanto, sólo una acción para su propio bien la que protagoniza Peña Nieto (o los asesores que lo manejan como “muñequito”) negándose al debate; es una decisión para mal de las elecciones y, de paso, para directo perjuicio de nuestra incipiente e imperfecta democracia.
Índice Flamígero: El candidato del PRI a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, declinó participar en un debate con el resto de los aspirantes a Los Pinos que organizaba la periodista Carmen Aristegui en su noticiero de MVS para mañana miércoles. + + + Y mientras Felipe Calderón viaja otra vez a los Estados Unidos, a su fallida Administración sólo le restan 221 días. ¡Ya mero!, pues.
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