Drogas en la Cumbre

Jacobo Zabludovsky / Bucareli

Entre fanfarrias de gloria los países americanos sepultaron ayer en Cartagena de Indias el cadáver de cuatro décadas de lucha contra las drogas.

El presidente Barack Obama, de Estados Unidos, quiso darle un carácter festivo al velorio proclamando antier, 14 de abril, Día Panamericano, y ya encarrerado decidió panamericanizar toda la semana con la promesa de su compromiso y el “orgullo de celebrar este legado de asociación internacional… renovaremos los lazos de amistad y responsabilidad que nos unen con un propósito común”.

Veterano testigo de todas las cumbres latinoamericanas, sus palabras me recuerdan la primera, julio de 1956 en Panamá, donde su antecesor Dwigh Eisenhower, escoltado por John Foster Dulles, secretario de Estado, se juntó con colegas tan distinguidos como Fulgencio Batista, Héctor Bienvenido Trujillo, Carlos Castillo Armas, Alfredo Stroessner y otros ejemplares de esa fauna que parecía en peligro de extinción, adornada como cereza del pastel por Tacho Somoza el viejo, cuatro meses antes de su asesinato, a quien le oí defender “los sagrados principios de libertad y democracia que nos son comunes”. Tal cinismo dejó pasmados a Juscelino Kubitschek, Pepe Figueres y Adolfo Ruiz Cortines, democráticas excepciones en la mezcolanza de tiranías, repúblicas bananeras y retórica tropical presagiosa de la realidad mágica, pálido producto de la imaginación ante la verdad histórica.

Este fin de semana, casi seis décadas después, 33 jefes de Estado, 10 más que entonces, extendieron el certificado de defunción de la guerra antidrogas y examinaron la posibilidad de legalizar algunas, empezando por la mariguana y la cocaína, con la idea de preparar una propuesta ante Naciones Unidas para cambiar la estrategia fallida y buscar otros escenarios más eficaces, por lo menos con mayores posibilidades de vencer al enemigo. O de aprender a vivir con él.

Mi experiencia no me permite abrigar la mínima esperanza de un acuerdo práctico. Tantos generales no sirven para sacar a un buey de la barranca. La vistosa tribuna y las relumbrosas personalidades obligadas a escucharse unas a otras, son influencias propicias a la trivialidad de la frase rimbombante y hueca. En el mejor de los casos son oportunidades de llevar agua a su molino, poses explotables en el enanismo de la política regional donde un “yo le dije a Barack” todavía apantalla a los adictos a las telenovelas.

Al amparo del desorden provocado por un aguacero torrencial me colé ese día al segundo piso del Palacio de las Garzas. En uno de sus salones todos los jefes de Estado clausuraban los trabajos firmando un documento que pasaba de mano en mano. En realidad sumaban 23 los documentos iguales que no alcanzábamos a ver con detalle mientras circulaban y se iban llenando de firmas. Corrió el rumor de que eran pergaminos donde se contenía la esperada Declaración de Panamá 1956, texto en que las generaciones venideras habrían de refrescar por los siglos de los siglos sus convicciones de justicia y libertad. Cuando el carrusel detuvo su giro las plumas se ofrecieron como regalo para museo, los firmantes se dieron la mano y estalló un gran aplauso con el que se felicitaban a sí mismos por el éxito de sus desvelos.

Fue entonces cuando, aprovechando el descuido de los jerarcas, algunos periodistas logramos ver de cerca lo firmado. Eran planillas de timbres de correo, colecciones de las estampillas que el gobierno panameño había puesto a la venta en recuerdo de la junta, un gracioso souvenir con autógrafos que, de regreso a casa, los agasajados regalarían a sus esposas o a los niños siempre tercos en el qué me trajiste, papá. Fue lo único firmado en esa reunión continental, evocadora, como insistieron los discursos, de la primera vez en que Simón Bolívar soñó el sueño de la unidad americana.

Escribo este Bucareli poco antes del cierre de la junta de Cartagena de Indias; ignoro los acuerdos alcanzados por tan conspicuos concurrentes, pero no les envidio las utilidades. Mientras el mayor consumidor de las drogas sea al mismo tiempo el gran proveedor de armas para los traficantes, poco o nada se logrará de esta y todas las juntas futuras. Los 50 mil muertos, 70 mil desaparecidos, 500 mil desplazados y más de cien millones de los demás mexicanos, empobrecidos y asustados, irán acostumbrándose a las ejecuciones colectivas, asesinatos de inocentes, decapitación y descuartizamiento de familias enteras, como si eso fuera la forma de vida normal.

De tanto esfuerzo desperdiciado rescatamos la belleza del sitio escogido, Cartagena de Indias. Me apunto para la próxima reunión si es en Río de Janeiro. Propongo el Centro Histórico de la ciudad de México, cada vez más hermoso. Y me queda más cerca.

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