Jorge Fernández Menéndez
En estos días de vacaciones hemos perdido tres hombres distintos, diferentes, que tenían pocos puntos de coincidencia personal salvo, quizás, la capacidad de afrontar su destino y sus responsabilidades con sensatez y con amor al país.
Jorge Carpizo fue un funcionario de excepción, un académico brillante y un rector valiente. Lo conocí en la época en que publicó aquel diagnóstico de la Universidad Nacional, siendo él mismo rector de la casa de estudios, que generó tantas convulsiones y reacciones. De ese movimiento nació el CEU, que nutrió de muchos dirigentes y militantes primero a la corriente democrática y más tarde al PRD. Aquel documento, junto con las medidas que planteaba, siguen estando hoy vigentes cuando se trata de abordar seriamente el futuro de la Universidad Nacional. Como ha sucedido en otras ocasiones, el diagnóstico era el correcto y las medicinas las adecuadas, pero no había voluntad política para romper los complejos intereses internos que hacen inviables ésas y otras grandes reformas educativas.
Poco después Carpizo se convirtió en el primer presidente de la CNDH y le dio a ésta una dimensión que la convirtió en una institución imprescindible para el desarrollo del país. Más tarde fue procurador general de la República cuando el problema del narcotráfico y el crimen organizado ya habían comenzado a mostrar su verdadero rostro, que se confirmaría plenamente en los años siguientes. Cometió errores, quizás el mayor fue el de no mandar detener a los hermanos Arellano Félix cuando estaban en la Nunciatura, reunidos con Girolamo Prigione. En aquella ocasión lo que valoró (tanto él, como el presidente Salinas) fue el costo de una incursión, con los peligros consiguientes de víctimas y sangre, en esa sede.
El levantamiento zapatista lo llevó inesperadamente a la Secretaría de Gobernación. Le tocó en unos meses transformar el IFE, ciudadanizarlo, cambiar el sistema electoral, sobrellevar la tragedia y el vendaval político que generó el asesinato de Luis Donaldo Colosio y asumir aquella sonada renuncia a unas semanas de las elecciones, que no se concretó, pero sirvió para que a regañadientes y con un costo en las finanzas nacionales alto, se establecieran todas las condiciones que demandaba para que la jornada electoral de agosto del 94 fuera, hasta el día de hoy, la que menos conflictos postelectorales generara. Le tocó todavía asistir al asesinato de su amigo José Francisco Ruiz Massieu y a la traición de Mario, quien había sido un cercano colaborador suyo. Tuvo, durante aquellos años, un apoyo invaluable en el ahora rector José Narro.
Enfrentó Carpizo las acusaciones de un sector de la Iglesia y de las fuerzas políticas más conservadoras en torno al asesinato del cardenal Posadas Ocampo. Una y otra vez Carpizo demostró que la tesis sustentada por el cardenal Sandoval Íñiguez y por el ahora candidato del PAN a la gubernatura de Jalisco, Fernando Guzmán, eran absolutamente infundadas e inverosímiles, basadas más en el intento de la utilización política del crimen y la animadversión, de ésos y otros personajes, hacia Carpizo, por razones muy ajenas a la política, más que en hechos sólidos. Dio mil batallas, nunca permitió, e hizo bien, que se lo asociara a actos de corrupción o difamaciones. Pero siempre conservó la capacidad de debatir por lo que creía.
Haría falta mucho más espacio para analizar la figura de Miguel de la Madrid. No creo que haya sido el presidente gris que tanto se critica. Claro que cometió errores, y es verdad que no era un hombre que tuviera empatía con la gente. No era popular. Pero muchos de los que lo critican ahora son los mismos que dicen que el último presidente de la Revolución fue un José López Portillo que le dejó a De la Madrid un país destrozado, acosado por la deuda externa, la irresponsabilidad, la frivolidad y la corrupción. Le tocó enfrentar de todo: desde el mayor sismo del siglo hasta una crisis económica feroz y recurrente y del otro lado de la frontera a un gobierno de Ronald Reagan con el que no había compatibilidad alguna y sí mucha animadversión, incluso personal. Es verdad que le tocaron también los asesinatos de Enrique Camarena y Manuel Buendía, los de distintos opositores, como los de Ovando y Gil horas antes de la elección de 1988. Lo que no deja de ser paradójico es que quienes estuvieron en el centro de esos sucesos hoy parecen haber sido exonerados de los mismos.
Don Juventino Castro y Castro fue un hombre que hizo una carrera notable en el Poder Judicial. Fue ministro de la Corte luego de la profunda renovación que tuvo ésta al inicio del gobierno de Ernesto Zedillo. Cuando dejó esa responsabilidad se acercó a López Obrador y fue uno de los mejores, más sensatos y decentes legisladores que ha tenido el PRD, alejado siempre de los protagonismos absurdos de algunos de sus compañeros de bancada. Los tres deberán ser valorados por su obra, por su compromiso, por su responsabilidad.
En estos días de vacaciones hemos perdido tres hombres distintos, diferentes, que tenían pocos puntos de coincidencia personal salvo, quizás, la capacidad de afrontar su destino y sus responsabilidades con sensatez y con amor al país.
Jorge Carpizo fue un funcionario de excepción, un académico brillante y un rector valiente. Lo conocí en la época en que publicó aquel diagnóstico de la Universidad Nacional, siendo él mismo rector de la casa de estudios, que generó tantas convulsiones y reacciones. De ese movimiento nació el CEU, que nutrió de muchos dirigentes y militantes primero a la corriente democrática y más tarde al PRD. Aquel documento, junto con las medidas que planteaba, siguen estando hoy vigentes cuando se trata de abordar seriamente el futuro de la Universidad Nacional. Como ha sucedido en otras ocasiones, el diagnóstico era el correcto y las medicinas las adecuadas, pero no había voluntad política para romper los complejos intereses internos que hacen inviables ésas y otras grandes reformas educativas.
Poco después Carpizo se convirtió en el primer presidente de la CNDH y le dio a ésta una dimensión que la convirtió en una institución imprescindible para el desarrollo del país. Más tarde fue procurador general de la República cuando el problema del narcotráfico y el crimen organizado ya habían comenzado a mostrar su verdadero rostro, que se confirmaría plenamente en los años siguientes. Cometió errores, quizás el mayor fue el de no mandar detener a los hermanos Arellano Félix cuando estaban en la Nunciatura, reunidos con Girolamo Prigione. En aquella ocasión lo que valoró (tanto él, como el presidente Salinas) fue el costo de una incursión, con los peligros consiguientes de víctimas y sangre, en esa sede.
El levantamiento zapatista lo llevó inesperadamente a la Secretaría de Gobernación. Le tocó en unos meses transformar el IFE, ciudadanizarlo, cambiar el sistema electoral, sobrellevar la tragedia y el vendaval político que generó el asesinato de Luis Donaldo Colosio y asumir aquella sonada renuncia a unas semanas de las elecciones, que no se concretó, pero sirvió para que a regañadientes y con un costo en las finanzas nacionales alto, se establecieran todas las condiciones que demandaba para que la jornada electoral de agosto del 94 fuera, hasta el día de hoy, la que menos conflictos postelectorales generara. Le tocó todavía asistir al asesinato de su amigo José Francisco Ruiz Massieu y a la traición de Mario, quien había sido un cercano colaborador suyo. Tuvo, durante aquellos años, un apoyo invaluable en el ahora rector José Narro.
Enfrentó Carpizo las acusaciones de un sector de la Iglesia y de las fuerzas políticas más conservadoras en torno al asesinato del cardenal Posadas Ocampo. Una y otra vez Carpizo demostró que la tesis sustentada por el cardenal Sandoval Íñiguez y por el ahora candidato del PAN a la gubernatura de Jalisco, Fernando Guzmán, eran absolutamente infundadas e inverosímiles, basadas más en el intento de la utilización política del crimen y la animadversión, de ésos y otros personajes, hacia Carpizo, por razones muy ajenas a la política, más que en hechos sólidos. Dio mil batallas, nunca permitió, e hizo bien, que se lo asociara a actos de corrupción o difamaciones. Pero siempre conservó la capacidad de debatir por lo que creía.
Haría falta mucho más espacio para analizar la figura de Miguel de la Madrid. No creo que haya sido el presidente gris que tanto se critica. Claro que cometió errores, y es verdad que no era un hombre que tuviera empatía con la gente. No era popular. Pero muchos de los que lo critican ahora son los mismos que dicen que el último presidente de la Revolución fue un José López Portillo que le dejó a De la Madrid un país destrozado, acosado por la deuda externa, la irresponsabilidad, la frivolidad y la corrupción. Le tocó enfrentar de todo: desde el mayor sismo del siglo hasta una crisis económica feroz y recurrente y del otro lado de la frontera a un gobierno de Ronald Reagan con el que no había compatibilidad alguna y sí mucha animadversión, incluso personal. Es verdad que le tocaron también los asesinatos de Enrique Camarena y Manuel Buendía, los de distintos opositores, como los de Ovando y Gil horas antes de la elección de 1988. Lo que no deja de ser paradójico es que quienes estuvieron en el centro de esos sucesos hoy parecen haber sido exonerados de los mismos.
Don Juventino Castro y Castro fue un hombre que hizo una carrera notable en el Poder Judicial. Fue ministro de la Corte luego de la profunda renovación que tuvo ésta al inicio del gobierno de Ernesto Zedillo. Cuando dejó esa responsabilidad se acercó a López Obrador y fue uno de los mejores, más sensatos y decentes legisladores que ha tenido el PRD, alejado siempre de los protagonismos absurdos de algunos de sus compañeros de bancada. Los tres deberán ser valorados por su obra, por su compromiso, por su responsabilidad.
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