Pascal Beltrán del Río
¿Qué hace falta para ganar la Presidencia de la República?
Uno puede encontrar las claves en las tres elecciones más recientes (1994, 2000 y 2006).
No hablo de los comicios anteriores a esos porque las condiciones para alcanzar la candidatura del PRI —el partido único para efectos prácticos, entre 1929 y 1988— ya no están vigentes.
Para ganar la Presidencia primero hay que apoderarse de uno de los dos boletos que pueden potencialmente convertir a un candidato en titular del Ejecutivo. Uno de esos boletos es el del cambio y el otro, de la continuidad.
Este último sólo lo puede otorgar el partido en el gobierno. Es un boleto que arranca con muchas posibilidades de triunfo. Salió ganador en 1994 y en 2006. Tiene una ventaja indudable sobre el boleto del cambio: la sociedad mexicana es sumamente conservadora, prefiere malo por conocido que bueno por conocer.
En el sistema de tres grandes fuerzas políticas que hemos construido, el boleto del cambio no tiene dueño predeterminado. Dos de esas fuerzas lo disputan.
En 1994 había dos aspirantes a quedarse con el boleto del cambio: el panista Diego Fernández de Cevallos y el perredista Cuauhtémoc Cárdenas. La disputa duró hasta el 12 de mayo de ese año, cuando el primero de ellos se lo quedó luego de ganar —según las encuestas disponibles entonces— el debate de los tres principales candidatos a la Presidencia.
Esa vez, Fernández de Cevallos salió del Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad —el lugar de aquel encuentro— con el boleto del cambio en la mano.
Para mí, aquel boleto tenía un gran potencial de triunfo en esa elección. La inestabilidad económica, social y política generada por el alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio ponía en equilibrio los deseos de cambio y continuidad.
La crisis financiera que explotó en diciembre de 1994 se fue construyendo desde la primavera, con la fuga de al menos seis mil millones de dólares, misma cantidad que la Reserva Federal estadunidense puso a disposición del gobierno mexicano mediante una línea de crédito anunciada por su titular, Alan Greenspan.
El rumbo del país dependía, entonces, de los candidatos y sus respectivos mensajes.
Hay que recordar la enorme respuesta que encontró el candidato del PAN en los días siguientes del debate, en el que Fernández de Cevallos apabulló a sus rivales Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas.
¿Qué le faltó a Diego en 1994? Desde mi punto de vista, las ganas de ganar. Esas ganas que había mostrado en el debate y que no lo acompañaron en el resto de la campaña.
Se discute hasta el día de hoy si Fernández de Cevallos decidió meter el freno en sus actividades de proselitismo, como describió Vicente Fox, un lustro después, en su libro A Los Pinos.
Lo cierto es que en unas cuantas semanas se diluyeron las posibilidades de triunfo de un magnífico candidato presidencial. Y el equilibrio de los mensajes de cambio y continuidad terminó por inclinarse a favor de éste último.
Los mexicanos querían votar ese verano. Los electores fueron a las urnas en una proporción nunca antes vista: 77.16 por ciento. Con todo y lo inequitativa que resultó la contienda —como reconocería después el propio Zedillo—, el deseo de continuidad había capturado el imaginario, y se le vio como refugio contra el peligro.
Seis años después, los votantes acabaron por convencerse de que no había tal resguardo en la continuidad del PRI. Y propiciaron la alternancia dándole el triunfo a un candidato, Vicente Fox, que no sólo entendió e hizo suyo el deseo de cambio sino que mostró unas ganas enormes de triunfo.
El guanajuatense era un candidato muy completo: vino de atrás con un mensaje que terminaría por dominar la campaña, se volvió el referente de la contienda, tuvo una determinación —“hoy, hoy, hoy”— que rebasó todas las expectativas. Era un hombre que entendía su circunstancia e hizo todo por abrazarla.
El siguiente proceso de elección presidencial, en 2006, arrancó con un claro puntero: Andrés Manuel López Obrador. Predominaba el deseo de cambio porque el México exitoso que había proyectado Fox en la campaña de 2000 no se había materializado. Era la oportunidad perfecta para que la izquierda, que se había mostrado responsable en la conducción del Gobierno del Distrito Federal, tomara las riendas del país.
Pero el puntero incurrió en los pecados de exceso de confianza y soberbia que socavaron su voluntad de triunfo. Faltó al primer debate de candidatos, dejando un hueco que aprovecharía su rival Felipe Calderón. Se enfrentó públicamente al Presidente, quien, pese a la desazón que provocaba su falta de resultados, era aún percibido por la población como un hombre de buena fe. Cayó en las provocaciones y terminó por mostrar un lado intolerante que poco había aparecido en sus años al frente del GDF.
La continuidad ganó en 2006 porque la campaña del PAN tuvo éxito en crear temor al cambio, igual que lo hizo el PRI en 1994. El eslogan del “peligro para México”, el que supuestamente representaba la elección de AMLO, cayó como pesadilla en el elector de clase media.
La reacción de la izquierda fue tardía. La contracampaña mostró a un Felipe Calderón con las “manos sucias”, involucrado en negocios chuecos y maniobras como la de Hildebrando.
Aunque AMLO repuntó en las últimas semanas, no le alcanzó para remontar. Después de la elección, el candidato de la Coalición por el Bien de Todos la emprendió contra el “fraude” que, dijo, le habían cometido. Cerró con un plantón el corredor Reforma-Zócalo y con ello perdió el apoyo de muchos mexicanos que lo habían catapultado al primer lugar de la contienda.
No obstante, López Obrador no perdió sus cualidades indudables de liderazgo. Recorrió el país durante seis años y mantuvo vigente su movimiento y esperanza de ser Presidente.
Para mí AMLO es el principal líder que existe en México en estos momentos, pero se mantiene anclado en una soberbia que ha hecho imposible que su campaña crezca más allá de los niveles históricos de la izquierda. Parece convencido de un triunfo predeterminado de su causa, que le arrebata, a mi parecer, la voluntad de hacer posible su triunfo, quizá porque la eventual derrota tiene el premio de ingresar en el martirologio.
Estoy seguro de que, pese al fracaso electoral que se cierne sobre su campaña, AMLO seguirá siendo el líder de la izquierda por un largo tiempo. No se irá a su rancho La Chingada, como se cree, y aunque 2018 está muy lejos, es un horizonte que le dará propósito en los años por venir. No veo a nadie, ni a Marcelo Ebrard, en condición de quitarle pronto la conducción de su movimiento.
La contienda de 2012 está dominada por el deseo de cambio. La inseguridad es la principal preocupación de los mexicanos, hartos de haber perdido la tranquilidad de sus calles.
El boleto del cambio lo tiene el priista Enrique Peña Nieto, quien no ha cometido, hasta ahora, el pecado del exceso de confianza. Como la lambisconería es poderosa, existe siempre el riesgo de creer que ya ganó, pero hasta ahora la campaña del PRI no ha incurrido en el error de muchos punteros.
Quedan 66 días de campaña y la ventaja de más de 20 puntos que tiene Peña Nieto en las encuestas no se ha visto erosionada. Es un candidato disciplinado, con una evidente voluntad de triunfo.
Veremos si logra superar el reto del debate del 6 de mayo, que no es el fuerte del candidato del PRI, y que representa, en mi opinión, la última oportunidad de quien se ganó el boleto de la continuidad: la panista Josefina Vázquez Mota.
¿Por qué se mantiene rezagada la campaña del PAN? Para ganar una contienda presidencial, el candidato debe ser como el capitán de un equipo al que se le vean las ganas de triunfo.
No veo eso en Josefina. No le veo la determinación de ganar. Y no veo que proyecte para el electorado la película de por qué le conviene al país la continuidad —hasta usa el lema “Josefina diferente”—, a pesar de que en el manejo responsable de la economía el PAN pudiera tener un argumento a su favor.
¿Qué hace falta para ganar la Presidencia de la República?
Uno puede encontrar las claves en las tres elecciones más recientes (1994, 2000 y 2006).
No hablo de los comicios anteriores a esos porque las condiciones para alcanzar la candidatura del PRI —el partido único para efectos prácticos, entre 1929 y 1988— ya no están vigentes.
Para ganar la Presidencia primero hay que apoderarse de uno de los dos boletos que pueden potencialmente convertir a un candidato en titular del Ejecutivo. Uno de esos boletos es el del cambio y el otro, de la continuidad.
Este último sólo lo puede otorgar el partido en el gobierno. Es un boleto que arranca con muchas posibilidades de triunfo. Salió ganador en 1994 y en 2006. Tiene una ventaja indudable sobre el boleto del cambio: la sociedad mexicana es sumamente conservadora, prefiere malo por conocido que bueno por conocer.
En el sistema de tres grandes fuerzas políticas que hemos construido, el boleto del cambio no tiene dueño predeterminado. Dos de esas fuerzas lo disputan.
En 1994 había dos aspirantes a quedarse con el boleto del cambio: el panista Diego Fernández de Cevallos y el perredista Cuauhtémoc Cárdenas. La disputa duró hasta el 12 de mayo de ese año, cuando el primero de ellos se lo quedó luego de ganar —según las encuestas disponibles entonces— el debate de los tres principales candidatos a la Presidencia.
Esa vez, Fernández de Cevallos salió del Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad —el lugar de aquel encuentro— con el boleto del cambio en la mano.
Para mí, aquel boleto tenía un gran potencial de triunfo en esa elección. La inestabilidad económica, social y política generada por el alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio ponía en equilibrio los deseos de cambio y continuidad.
La crisis financiera que explotó en diciembre de 1994 se fue construyendo desde la primavera, con la fuga de al menos seis mil millones de dólares, misma cantidad que la Reserva Federal estadunidense puso a disposición del gobierno mexicano mediante una línea de crédito anunciada por su titular, Alan Greenspan.
El rumbo del país dependía, entonces, de los candidatos y sus respectivos mensajes.
Hay que recordar la enorme respuesta que encontró el candidato del PAN en los días siguientes del debate, en el que Fernández de Cevallos apabulló a sus rivales Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas.
¿Qué le faltó a Diego en 1994? Desde mi punto de vista, las ganas de ganar. Esas ganas que había mostrado en el debate y que no lo acompañaron en el resto de la campaña.
Se discute hasta el día de hoy si Fernández de Cevallos decidió meter el freno en sus actividades de proselitismo, como describió Vicente Fox, un lustro después, en su libro A Los Pinos.
Lo cierto es que en unas cuantas semanas se diluyeron las posibilidades de triunfo de un magnífico candidato presidencial. Y el equilibrio de los mensajes de cambio y continuidad terminó por inclinarse a favor de éste último.
Los mexicanos querían votar ese verano. Los electores fueron a las urnas en una proporción nunca antes vista: 77.16 por ciento. Con todo y lo inequitativa que resultó la contienda —como reconocería después el propio Zedillo—, el deseo de continuidad había capturado el imaginario, y se le vio como refugio contra el peligro.
Seis años después, los votantes acabaron por convencerse de que no había tal resguardo en la continuidad del PRI. Y propiciaron la alternancia dándole el triunfo a un candidato, Vicente Fox, que no sólo entendió e hizo suyo el deseo de cambio sino que mostró unas ganas enormes de triunfo.
El guanajuatense era un candidato muy completo: vino de atrás con un mensaje que terminaría por dominar la campaña, se volvió el referente de la contienda, tuvo una determinación —“hoy, hoy, hoy”— que rebasó todas las expectativas. Era un hombre que entendía su circunstancia e hizo todo por abrazarla.
El siguiente proceso de elección presidencial, en 2006, arrancó con un claro puntero: Andrés Manuel López Obrador. Predominaba el deseo de cambio porque el México exitoso que había proyectado Fox en la campaña de 2000 no se había materializado. Era la oportunidad perfecta para que la izquierda, que se había mostrado responsable en la conducción del Gobierno del Distrito Federal, tomara las riendas del país.
Pero el puntero incurrió en los pecados de exceso de confianza y soberbia que socavaron su voluntad de triunfo. Faltó al primer debate de candidatos, dejando un hueco que aprovecharía su rival Felipe Calderón. Se enfrentó públicamente al Presidente, quien, pese a la desazón que provocaba su falta de resultados, era aún percibido por la población como un hombre de buena fe. Cayó en las provocaciones y terminó por mostrar un lado intolerante que poco había aparecido en sus años al frente del GDF.
La continuidad ganó en 2006 porque la campaña del PAN tuvo éxito en crear temor al cambio, igual que lo hizo el PRI en 1994. El eslogan del “peligro para México”, el que supuestamente representaba la elección de AMLO, cayó como pesadilla en el elector de clase media.
La reacción de la izquierda fue tardía. La contracampaña mostró a un Felipe Calderón con las “manos sucias”, involucrado en negocios chuecos y maniobras como la de Hildebrando.
Aunque AMLO repuntó en las últimas semanas, no le alcanzó para remontar. Después de la elección, el candidato de la Coalición por el Bien de Todos la emprendió contra el “fraude” que, dijo, le habían cometido. Cerró con un plantón el corredor Reforma-Zócalo y con ello perdió el apoyo de muchos mexicanos que lo habían catapultado al primer lugar de la contienda.
No obstante, López Obrador no perdió sus cualidades indudables de liderazgo. Recorrió el país durante seis años y mantuvo vigente su movimiento y esperanza de ser Presidente.
Para mí AMLO es el principal líder que existe en México en estos momentos, pero se mantiene anclado en una soberbia que ha hecho imposible que su campaña crezca más allá de los niveles históricos de la izquierda. Parece convencido de un triunfo predeterminado de su causa, que le arrebata, a mi parecer, la voluntad de hacer posible su triunfo, quizá porque la eventual derrota tiene el premio de ingresar en el martirologio.
Estoy seguro de que, pese al fracaso electoral que se cierne sobre su campaña, AMLO seguirá siendo el líder de la izquierda por un largo tiempo. No se irá a su rancho La Chingada, como se cree, y aunque 2018 está muy lejos, es un horizonte que le dará propósito en los años por venir. No veo a nadie, ni a Marcelo Ebrard, en condición de quitarle pronto la conducción de su movimiento.
La contienda de 2012 está dominada por el deseo de cambio. La inseguridad es la principal preocupación de los mexicanos, hartos de haber perdido la tranquilidad de sus calles.
El boleto del cambio lo tiene el priista Enrique Peña Nieto, quien no ha cometido, hasta ahora, el pecado del exceso de confianza. Como la lambisconería es poderosa, existe siempre el riesgo de creer que ya ganó, pero hasta ahora la campaña del PRI no ha incurrido en el error de muchos punteros.
Quedan 66 días de campaña y la ventaja de más de 20 puntos que tiene Peña Nieto en las encuestas no se ha visto erosionada. Es un candidato disciplinado, con una evidente voluntad de triunfo.
Veremos si logra superar el reto del debate del 6 de mayo, que no es el fuerte del candidato del PRI, y que representa, en mi opinión, la última oportunidad de quien se ganó el boleto de la continuidad: la panista Josefina Vázquez Mota.
¿Por qué se mantiene rezagada la campaña del PAN? Para ganar una contienda presidencial, el candidato debe ser como el capitán de un equipo al que se le vean las ganas de triunfo.
No veo eso en Josefina. No le veo la determinación de ganar. Y no veo que proyecte para el electorado la película de por qué le conviene al país la continuidad —hasta usa el lema “Josefina diferente”—, a pesar de que en el manejo responsable de la economía el PAN pudiera tener un argumento a su favor.
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