Denisse Dresser
En México ser periodista que cubre el crimen, los asesinatos y el narcotráfico es vivir en peligro de muerte. Siempre al acecho. Siempre atemorizado. Siempre ante la posibilidad de ser amordazado por un delincuente o por un funcionario. Porque, como detalla la organización Article 19 -dedicada a defender globalmente la libertad de expresión-, la violencia contra periodistas no proviene tan sólo de los cárteles y sus cabecillas. El Estado mismo se ha vuelto cómplice de la violencia contra la prensa en el país. La autocensura de los medios como protección ya va acompañada de la censura del gobierno como forma de amedrentación. En vez de proteger a los periodistas, el Estado cierra los ojos o da un manotazo para acallarlos.
Las cifras son estremecedoras. En 2011 se presentaron 172 agresiones relacionadas con el ejercicio de la libertad de prensa. Nueve asesinatos contra periodistas. Dos asesinatos de trabajadores de medios. Dos desapariciones de comunicadores. Ocho agresiones con armas de fuego o explosivos contra instalaciones de medios. Allí está Veracruz con 29 agresiones, el Distrito Federal con 21, Chihuahua con 15, Coahuila con 15, Oaxaca con 11. Veracruz es particularmente preocupante porque las agresiones aumentaron 200 por ciento en un año. Veracruz, escenario de asesinatos y desapariciones y ataques violentos contra medios de comunicación y abuso de las autoridades contra reporteros y acciones penales emprendidas por el propio gobierno estatal contra la libertad de expresión. Allí, en lugar de arropar a quienes intentan diseminar la verdad, el gobierno agrede. Persigue. Criminaliza. Ataca.
Los propios funcionarios encargados de investigar y proveer justicia –a los reporteros, los fotógrafos y los camarógrafos– muchas veces acaban encabezando las acciones en su contra. Envilecen a las víctimas, asociándolas con el crimen organizado o atribuyendo la violencia ejercida en su contra a un arrebato pasional. La Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión en seis años de existencia ha tenido dos nombres diferentes, cuatros titulares distintos, ha ejercido sólo 4 por ciento de su presupuesto en medidas cautelares, ha ejercitado acción penal en sólo 27 casos y obtenido una sola sentencia condenatoria. He allí los síntomas de la incompetencia institucional, de la complicidad gubernamental, de la ineficacia estatal.
He allí a los victimarios. El Ejército, la Marina, las policías municipales, estatales y federales. Responsables del mayor número –41.86 por ciento del total– de agresiones a la libertad de expresión. Señalados como culpables de 6 de cada 10 abusos contra representantes de los medios de comunicación. Y en contraste, las agresiones provenientes de sujetos presuntamente vinculados con el crimen organizado representaron apenas 13.37 por ciento. He allí la paradoja perversa: la prensa recibe más ataques de quienes ejercen el poder que de los criminales a quien combate. En estado tras estado, el gobierno es un actor ausente, o un actor cómplice, o un actor agresor.
Y lo que no podemos ni debemos hacer es olvidar a los periodistas muertos del 2011. Olvidar sus nombres y sus apellidos. Olvidar a Luis Emanuel Ruiz Carrillo. A Noel López Olguín. A Pablo Aurelio Ruelas. A Miguel Ángel López Velasco. No podemos ni debemos olvidar que en Veracruz la Procuraduría estatal detuvo a dos “twitteros” a quienes imputó cargos de “terrorismo equiparado” y “sabotaje”. O que el gobernador presentó una iniciativa para reformar el Código Penal y crear el delito de “perturbación del orden público”, el cual permitiría perseguir a cualquier persona por hacer afirmaciones que el gobierno considere inconvenientes o juzgue que atentan contra la paz social. Crudos esfuerzos para acallar. Obvios intentos para silenciar. Evidentes actos para amordazar.
Difícil comprenderlo pero es así. Los funcionarios públicos son -en los hechos- los principales perpetradores de los ataques contra periodistas en México. En más de la mitad de las agresiones registradas existen servidores públicos o fuerzas de seguridad implicadas. En contraste, a la delincuencia organizada se le atribuye una de cada siete de las agresiones en el país. Impactos de bala, tortura, desapariciones, mantas sobre sus cuerpos con mensajes como: “Esto me pasó por dar información a los militares y escribir lo que no se debe. Cuiden bien sus textos”.
Y ante esa escalada de violencia los medios tratan de protegerse eliminando la autoría de notas para firmarlas como Redacción; guardan silencio sobre la criminalidad; publican primeras planas preguntándole a los narcotraficantes “¿Qué quieren de nosotros?” O desafían a sus agresores afirmando “No vamos a ceder”. Y a su lado deberían estar todos los que pensamos que la tarea del periodismo -como lo decía Joseph Pulitzer- es exponer el fraude y la mentira, luchar contra todos los males y abusos, ser campeones sin tregua de los derechos de quienes no tienen voz, pero aspiran a encontrarla en la prensa.
En México ser periodista que cubre el crimen, los asesinatos y el narcotráfico es vivir en peligro de muerte. Siempre al acecho. Siempre atemorizado. Siempre ante la posibilidad de ser amordazado por un delincuente o por un funcionario. Porque, como detalla la organización Article 19 -dedicada a defender globalmente la libertad de expresión-, la violencia contra periodistas no proviene tan sólo de los cárteles y sus cabecillas. El Estado mismo se ha vuelto cómplice de la violencia contra la prensa en el país. La autocensura de los medios como protección ya va acompañada de la censura del gobierno como forma de amedrentación. En vez de proteger a los periodistas, el Estado cierra los ojos o da un manotazo para acallarlos.
Las cifras son estremecedoras. En 2011 se presentaron 172 agresiones relacionadas con el ejercicio de la libertad de prensa. Nueve asesinatos contra periodistas. Dos asesinatos de trabajadores de medios. Dos desapariciones de comunicadores. Ocho agresiones con armas de fuego o explosivos contra instalaciones de medios. Allí está Veracruz con 29 agresiones, el Distrito Federal con 21, Chihuahua con 15, Coahuila con 15, Oaxaca con 11. Veracruz es particularmente preocupante porque las agresiones aumentaron 200 por ciento en un año. Veracruz, escenario de asesinatos y desapariciones y ataques violentos contra medios de comunicación y abuso de las autoridades contra reporteros y acciones penales emprendidas por el propio gobierno estatal contra la libertad de expresión. Allí, en lugar de arropar a quienes intentan diseminar la verdad, el gobierno agrede. Persigue. Criminaliza. Ataca.
Los propios funcionarios encargados de investigar y proveer justicia –a los reporteros, los fotógrafos y los camarógrafos– muchas veces acaban encabezando las acciones en su contra. Envilecen a las víctimas, asociándolas con el crimen organizado o atribuyendo la violencia ejercida en su contra a un arrebato pasional. La Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión en seis años de existencia ha tenido dos nombres diferentes, cuatros titulares distintos, ha ejercido sólo 4 por ciento de su presupuesto en medidas cautelares, ha ejercitado acción penal en sólo 27 casos y obtenido una sola sentencia condenatoria. He allí los síntomas de la incompetencia institucional, de la complicidad gubernamental, de la ineficacia estatal.
He allí a los victimarios. El Ejército, la Marina, las policías municipales, estatales y federales. Responsables del mayor número –41.86 por ciento del total– de agresiones a la libertad de expresión. Señalados como culpables de 6 de cada 10 abusos contra representantes de los medios de comunicación. Y en contraste, las agresiones provenientes de sujetos presuntamente vinculados con el crimen organizado representaron apenas 13.37 por ciento. He allí la paradoja perversa: la prensa recibe más ataques de quienes ejercen el poder que de los criminales a quien combate. En estado tras estado, el gobierno es un actor ausente, o un actor cómplice, o un actor agresor.
Y lo que no podemos ni debemos hacer es olvidar a los periodistas muertos del 2011. Olvidar sus nombres y sus apellidos. Olvidar a Luis Emanuel Ruiz Carrillo. A Noel López Olguín. A Pablo Aurelio Ruelas. A Miguel Ángel López Velasco. No podemos ni debemos olvidar que en Veracruz la Procuraduría estatal detuvo a dos “twitteros” a quienes imputó cargos de “terrorismo equiparado” y “sabotaje”. O que el gobernador presentó una iniciativa para reformar el Código Penal y crear el delito de “perturbación del orden público”, el cual permitiría perseguir a cualquier persona por hacer afirmaciones que el gobierno considere inconvenientes o juzgue que atentan contra la paz social. Crudos esfuerzos para acallar. Obvios intentos para silenciar. Evidentes actos para amordazar.
Difícil comprenderlo pero es así. Los funcionarios públicos son -en los hechos- los principales perpetradores de los ataques contra periodistas en México. En más de la mitad de las agresiones registradas existen servidores públicos o fuerzas de seguridad implicadas. En contraste, a la delincuencia organizada se le atribuye una de cada siete de las agresiones en el país. Impactos de bala, tortura, desapariciones, mantas sobre sus cuerpos con mensajes como: “Esto me pasó por dar información a los militares y escribir lo que no se debe. Cuiden bien sus textos”.
Y ante esa escalada de violencia los medios tratan de protegerse eliminando la autoría de notas para firmarlas como Redacción; guardan silencio sobre la criminalidad; publican primeras planas preguntándole a los narcotraficantes “¿Qué quieren de nosotros?” O desafían a sus agresores afirmando “No vamos a ceder”. Y a su lado deberían estar todos los que pensamos que la tarea del periodismo -como lo decía Joseph Pulitzer- es exponer el fraude y la mentira, luchar contra todos los males y abusos, ser campeones sin tregua de los derechos de quienes no tienen voz, pero aspiran a encontrarla en la prensa.
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