Pedro Miguel / Navegaciones
Hasta hace unos años, cuando uno escarbaba y encontraba por accidente huesos humanos, la reacción natural oscilaba entre ponerse en contacto con el arqueólogo de cabecera, buscar al brujo o al sacerdote, para limpiar el sitio de cosas malas o bendecirlo, o bien invitar al festín al sobrino que estudiaba medicina y siempre andaba en dificultades para hacerse de materiales didácticos. Pero tenía razón Josefina Vázquez Mota cuando dijo ayer, en su infortunada toma de protesta como candidata presidencial panista, que su partido le ha cambiado el rostro al país. Hoy México parece un tzompantli adornado con cabezas frescas y ante un hallazgo macabro a uno ya no se le ocurre acudir al Instituto Nacional de Antropología e Historia; ahora lo lógico es reportar las osamentas ante la policía o el Ejército.
Fue el caso del hallazgo de este fin de semana en una cueva de la ranchería Nuevo Ojo de Agua, municipio de Frontera Comalapa, notificado de inmediato a la Procuraduría General de Justicia de Chiapas. Tal vez porque sigue vivo el recuerdo de las masacres de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, lo primero que cruzó por la mente de algunos redactores de noticias, en el afán de dar contexto, fue que el municipio chiapaneco donde fueron hallados los restos óseos de 167 personas es zona de tránsito de indocumentados centroamericanos.
Para alivio general, los forenses determinaron, desde un primer momento, aunque sin descartar ninguna línea de investigación, que los huesos tenían más de 50 años de antigüedad y no había en ellos señales de violencia. En las horas siguientes pudo dictaminarse que esas defunciones ocurrieron hace mil años, en el periodo clásico tardío de las culturas mesoamericanas, que lo hallado era en realidad el vestigio de un cementerio prehispánico, que esas muertes nos resultan casi del todo ajenas (vaya el casi en homenaje a Terencio) y que, al menos en esta ocasión, los datos de una muerte colectiva no entran en el macabro marcador en el que periódicamente se solaza el gobierno federal desde hace más de cinco años.
A este régimen le encantan los rituales fúnebres, ya sea para honrar a los caídos en sus propias filas o para ultrajar los cadáveres de los enemigos muertos (acuérdense de las fotos del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva cubierto de billetes, distribuidas por el propio gobierno) y hasta para exhibir, en una ceremonia sórdida y enfermiza, los huesos de los héroes patrios. Por lo demás, en este lustro horrible el calderonato no sólo se ha empeñado en echarle gasolina al fuego de la violencia delictiva, sino que ha machacado a la sociedad con la prédica de que el homicidio es inevitable, necesario y hasta deseable. El propio Calderón afirma, en cada oportunidad que puede, que no hay otro camino que tenerle paciencia a la muerte y que su guerra va para largo, incluso con proyección transexenal.
En la lógica oficial, los sacrificios humanos se han vuelto, pues, una suerte de extensión de las obligaciones fiscales. Cambien el sol (que necesitaba alimentarse de guerreros y doncellas frescas para trepar por el firmamento cada mañana, o para renacer cada 52 años) por la expresión estado de derecho y verán las implicaciones de ese discurso sobre la necesidad de fallecimientos con violencia. La gran diferencia entre una y otra circunstancias es que los sacrificios de antaño, aunque atroces, ni beneficiaban ni perjudicaban en nada al homenajeado, porque a la bola incandescente le importa un bledo que maten en su nombre, en tanto que el estado de derecho es descuartizado cada vez que se nos habla, desde el poder público, de muertes necesarias o, cuando menos, inevitables.
Desde luego, esto no tiene nada que ver con una solicitud para que las autoridades renuncien a combatir la delincuencia –como interpreta Calderón, con agotadora mala fe, cada crítica a su guerra–, sino con la necesidad de cambiar radicalmente los métodos para combatirla. Por humanidad, por sentido común, por responsabilidad y hasta por misericordia consigo misma, la sociedad tendría que rechazar en forma contundente e inequívocamente mayoritaria su rechazo a la continuación de la carnicería en curso, y devolver los hallazgos de huesos humanos al dominio de la arqueología. Como fue el caso, a fin de cuentas, y para alivio de todos, en la cueva de Frontera Comalapa.
Hasta hace unos años, cuando uno escarbaba y encontraba por accidente huesos humanos, la reacción natural oscilaba entre ponerse en contacto con el arqueólogo de cabecera, buscar al brujo o al sacerdote, para limpiar el sitio de cosas malas o bendecirlo, o bien invitar al festín al sobrino que estudiaba medicina y siempre andaba en dificultades para hacerse de materiales didácticos. Pero tenía razón Josefina Vázquez Mota cuando dijo ayer, en su infortunada toma de protesta como candidata presidencial panista, que su partido le ha cambiado el rostro al país. Hoy México parece un tzompantli adornado con cabezas frescas y ante un hallazgo macabro a uno ya no se le ocurre acudir al Instituto Nacional de Antropología e Historia; ahora lo lógico es reportar las osamentas ante la policía o el Ejército.
Fue el caso del hallazgo de este fin de semana en una cueva de la ranchería Nuevo Ojo de Agua, municipio de Frontera Comalapa, notificado de inmediato a la Procuraduría General de Justicia de Chiapas. Tal vez porque sigue vivo el recuerdo de las masacres de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, lo primero que cruzó por la mente de algunos redactores de noticias, en el afán de dar contexto, fue que el municipio chiapaneco donde fueron hallados los restos óseos de 167 personas es zona de tránsito de indocumentados centroamericanos.
Para alivio general, los forenses determinaron, desde un primer momento, aunque sin descartar ninguna línea de investigación, que los huesos tenían más de 50 años de antigüedad y no había en ellos señales de violencia. En las horas siguientes pudo dictaminarse que esas defunciones ocurrieron hace mil años, en el periodo clásico tardío de las culturas mesoamericanas, que lo hallado era en realidad el vestigio de un cementerio prehispánico, que esas muertes nos resultan casi del todo ajenas (vaya el casi en homenaje a Terencio) y que, al menos en esta ocasión, los datos de una muerte colectiva no entran en el macabro marcador en el que periódicamente se solaza el gobierno federal desde hace más de cinco años.
A este régimen le encantan los rituales fúnebres, ya sea para honrar a los caídos en sus propias filas o para ultrajar los cadáveres de los enemigos muertos (acuérdense de las fotos del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva cubierto de billetes, distribuidas por el propio gobierno) y hasta para exhibir, en una ceremonia sórdida y enfermiza, los huesos de los héroes patrios. Por lo demás, en este lustro horrible el calderonato no sólo se ha empeñado en echarle gasolina al fuego de la violencia delictiva, sino que ha machacado a la sociedad con la prédica de que el homicidio es inevitable, necesario y hasta deseable. El propio Calderón afirma, en cada oportunidad que puede, que no hay otro camino que tenerle paciencia a la muerte y que su guerra va para largo, incluso con proyección transexenal.
En la lógica oficial, los sacrificios humanos se han vuelto, pues, una suerte de extensión de las obligaciones fiscales. Cambien el sol (que necesitaba alimentarse de guerreros y doncellas frescas para trepar por el firmamento cada mañana, o para renacer cada 52 años) por la expresión estado de derecho y verán las implicaciones de ese discurso sobre la necesidad de fallecimientos con violencia. La gran diferencia entre una y otra circunstancias es que los sacrificios de antaño, aunque atroces, ni beneficiaban ni perjudicaban en nada al homenajeado, porque a la bola incandescente le importa un bledo que maten en su nombre, en tanto que el estado de derecho es descuartizado cada vez que se nos habla, desde el poder público, de muertes necesarias o, cuando menos, inevitables.
Desde luego, esto no tiene nada que ver con una solicitud para que las autoridades renuncien a combatir la delincuencia –como interpreta Calderón, con agotadora mala fe, cada crítica a su guerra–, sino con la necesidad de cambiar radicalmente los métodos para combatirla. Por humanidad, por sentido común, por responsabilidad y hasta por misericordia consigo misma, la sociedad tendría que rechazar en forma contundente e inequívocamente mayoritaria su rechazo a la continuación de la carnicería en curso, y devolver los hallazgos de huesos humanos al dominio de la arqueología. Como fue el caso, a fin de cuentas, y para alivio de todos, en la cueva de Frontera Comalapa.
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