Pascal Beltrán del Río
En junio de 2015 se cumplirán ocho siglos desde que los nobles de Inglaterra obligaron a su rey John Lackland (Juan Sin Tierra) a firmar una serie de compromisos para limitar su ejercicio del poder y reconocer los derechos de sus súbditos.
La Carta Magna Libertatum se convirtió en la base de las libertades y derechos civiles en el mundo democrático moderno.
A partir de su firma, se desvaneció la concepción de que el Rey de Inglaterra mandaba por gracia divina y se le forzó a encontrar un equilibrio de intereses, primero con la nobleza y más tarde con el pueblo.
Entre los derechos reconocidos por la Carta Magna —y que con el tiempo pasarían a formar parte de las constituciones de otras partes del mundo, así como de tratados internacionales—estaba la prohibición de que el soberano y sus representantes se apropiaran arbitrariamente de propiedad privada.
“Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier forma, ni se usará la fuerza contra él ni se enviará a otros a que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con apego a la ley del reino”, dice en su artículo 39.
Junto con estos preceptos fueron aprobados los derechos de notificación y audiencia, por los que el presunto responsable de una falta podría saber de qué era acusado y responder a los cargos, así como el de la proporcionalidad del castigo en caso de ser encontrado culpable.
Con el tiempo, todo esto llegaría a ser conocido como “el debido proceso”, así llamado en la enmiendas Quinta y Décimo Cuarta de la Constitución de Estados Unidos. Es decir, la obligatoriedad de que el Estado respete los derechos legales del individuo, a fin de preservar el imperio de la ley.
A pesar de la antigüedad de estos conceptos, que preceden incluso a la democracia popular, en México la mayoría de la población sigue sin estar convencida de que deban respetarse los valores y principios de la justicia penal, reconocidos por la Constitución y las leyes que se desprenden de ésta.
A la mayoría de los mexicanos le parece adecuado —o, al menos, le tiene sin cuidado— que los detenidos por las fuerzas de seguridad sean golpeados, encerrados, privados de garantías individuales elementales y señalados como culpables de la comisión de un delito, aunque un juez no haya dictado sentencia.
La mayoría de los mexicanos —quizá porque desconoce los derechos con que cuenta— está dispuesta a creer que un individuo que es presentado ante una cámara de televisión, esposado, con chaleco fluorescente, es un criminal.
La mayoría de los mexicanos parece fácil de convencer de que alguien que aparece muerto, maniatado, encobijado o descuartizado, es decir, “ejecutado al estilo del crimen organizado”, seguramente andaba en malos pasos y por eso terminó sus días de forma tan horrorosa.
La mayoría de los mexicanos se convence fácilmente de que si un presunto delincuente mata a otro, aquél le hace un servicio a la sociedad porque, según ella, se deshizo de la escoria. Obviamente, piensa en el muerto —a quien, por cierto, no da el beneficio de la duda— pero no se detiene a pensar en el vivo, que anda suelto, con un arma en la mano, listo para matar de nuevo.
Es suficientemente grave que la mayoría de los mexicanos no crea en el debido proceso, que impide que la autoridad se propase en el ejercicio del poder. Sin embargo, más grave aún resulta que la autoridad —que no puede hacer sino lo que la ley le permite expresamente— diga, como lo hizo hace años un candidato a gobernador, que los presuntos criminales no tienen derechos, porque éstos son “para los humanos, no para las ratas”.
No podemos esperar de parte de los funcionarios públicos la defensa del debido proceso, porque éste sujeta al poder a limitaciones y restricciones. Ese papel es, o debería ser, el de los jueces, cuya función es, o debería ser, controlar la actuación de los policías y el Ministerio Público.
Sin embargo, nuestro sistema está rebosante de ejemplos de juzgadores que dejan pasar las arbitrariedades y evidencias fabricadas que presenta el MP.
Casos como el de Florence Cassez no llegarían a una revisión de solicitud de amparo directo, atraído por la Primera Sala de la Suprema Corte, si los jueces de primera y segunda instancia no hubieran dejado pasar la serie de contradicciones de que están plagados los 13 tomos del expediente de la ciudadana francesa detenida desde diciembre de 2005.
No olvidemos que el 25 de abril de 2008, la juez quinto de distrito de procesos penales federales con sede en el Reclusorio Preventivo Oriente, Olga Sánchez Contreras, sentenció a 96 años de prisión a Cassez con base en ese expediente.
Tampoco, que la defensa de la ciudadana francesa apeló la condena y que el 2 de marzo de 2009 —casualmente, en víspera de la llegada a México del Presidente de ese país, Nicolas Sarkozy— se dictó una nueva resolución, por parte de Jorge Fermín Rivera Quintana, titular del Primer Tribunal Unitario en Materia Penal, quien redujo la sentencia a 60 años de cárcel.
Y, finalmente, que, el 10 de febrero de 2011, el Séptimo Tribunal Colegiado le negó un amparo contra la sentencia, tras de concluir que “resulta inverosímil” que Cassez no se haya percatado de la presencia de personas secuestradas en el rancho Las Chinitas, propiedad de su novio Israel Vallarta, donde ella se encontraba, según su propio dicho, mientras se mudaba a un departamento.
Todo este cuadro judicial fue alterado sorpresivamente por el proyecto de dictamen, a cargo del ministro de la Suprema Corte Arturo Zaldívar, que propone la liberación inmediata de Cassez. El ministro arriba a esa conclusión habida cuenta de las irregularidades ocurridas en su detención.
¿Por qué digo que sorprende el proyecto? Por lo que los abogados conocen como el “cambio de situación jurídica” de la persona procesada, estipulado en la Ley de Amparo: una vez dictado el auto de formal prisión se vuelven legalmente irrelevantes las circunstancias en que el acusado fue aprehendido.
Sin embargo, Zaldívar —quien fue profesor de Amparo del actual Presidente de la República en la Escuela Libre de Derecho— decidió abordar la revisión de la solicitud de amparo directo 517/2011 mediante una técnica jurídica inusitada en la Suprema Corte, y poner su proyecto a discusión de la Primera Sala, donde, por cierto, no hay un solo penalista.
Zaldívar ha decidido hacer suyo el aforismo —que le escucho a menudo al insigne abogado José Elías Romero Apis—de que “la Constitución no dice lo que dice sino lo que la Suprema Corte dice que dice”, y centrar la discusión en la aplicación escrupulosa del debido proceso.
Ignoro las consecuencias de largo plazo que pudiera llegar a tener un voto mayoritario a favor de Cassez —evidentemente no soy especialista en las materia penal y constitucional—, pero como ciudadano celebro que se ponga en el centro del debate qué tipo de sistema penal queremos: uno que administre la venganza social contra los criminales o uno que fortalezca el Estado de derecho mediante la observación sin excusas de las garantías individuales.
Me opongo a la dicotomía que algunos han querido establecer entre respetar el debido proceso o proteger los derechos de las víctimas. Hacer lo primero lleva a lo segundo.
La crisis de seguridad que vive México —y de la que el secuestro es una de sus peores manifestaciones— tiene su razón de ser en el desprecio del Estado de derecho. Cuando es el ciudadano común el que cree que se puede vivir en sociedad sin respetar la ley, es muy grave, pero cuando es la autoridad la que sostiene lo mismo, ya sea de dicho o de hecho, es mucho más grave aún.
Memorándum
Para: Irene
De: Su jefe
Irenita, se fue usted en noche de luna llena, discreta como siempre. Se marchó sin permiso, pero se lo perdono con una condición: Cuando llegue al lugar al que tarde o temprano vamos todos, siga tomando mis mensajes y agendando mis reuniones. Entretenga con su plática sabrosa a quienes deseen verme. Dígales que sean pacientes, que un contratiempo me ha retrasado, pero de que llego, llego. Y al hacerlo écheles esa sonrisa pícara que me dejó usted estampada en el alma.
En junio de 2015 se cumplirán ocho siglos desde que los nobles de Inglaterra obligaron a su rey John Lackland (Juan Sin Tierra) a firmar una serie de compromisos para limitar su ejercicio del poder y reconocer los derechos de sus súbditos.
La Carta Magna Libertatum se convirtió en la base de las libertades y derechos civiles en el mundo democrático moderno.
A partir de su firma, se desvaneció la concepción de que el Rey de Inglaterra mandaba por gracia divina y se le forzó a encontrar un equilibrio de intereses, primero con la nobleza y más tarde con el pueblo.
Entre los derechos reconocidos por la Carta Magna —y que con el tiempo pasarían a formar parte de las constituciones de otras partes del mundo, así como de tratados internacionales—estaba la prohibición de que el soberano y sus representantes se apropiaran arbitrariamente de propiedad privada.
“Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier forma, ni se usará la fuerza contra él ni se enviará a otros a que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con apego a la ley del reino”, dice en su artículo 39.
Junto con estos preceptos fueron aprobados los derechos de notificación y audiencia, por los que el presunto responsable de una falta podría saber de qué era acusado y responder a los cargos, así como el de la proporcionalidad del castigo en caso de ser encontrado culpable.
Con el tiempo, todo esto llegaría a ser conocido como “el debido proceso”, así llamado en la enmiendas Quinta y Décimo Cuarta de la Constitución de Estados Unidos. Es decir, la obligatoriedad de que el Estado respete los derechos legales del individuo, a fin de preservar el imperio de la ley.
A pesar de la antigüedad de estos conceptos, que preceden incluso a la democracia popular, en México la mayoría de la población sigue sin estar convencida de que deban respetarse los valores y principios de la justicia penal, reconocidos por la Constitución y las leyes que se desprenden de ésta.
A la mayoría de los mexicanos le parece adecuado —o, al menos, le tiene sin cuidado— que los detenidos por las fuerzas de seguridad sean golpeados, encerrados, privados de garantías individuales elementales y señalados como culpables de la comisión de un delito, aunque un juez no haya dictado sentencia.
La mayoría de los mexicanos —quizá porque desconoce los derechos con que cuenta— está dispuesta a creer que un individuo que es presentado ante una cámara de televisión, esposado, con chaleco fluorescente, es un criminal.
La mayoría de los mexicanos parece fácil de convencer de que alguien que aparece muerto, maniatado, encobijado o descuartizado, es decir, “ejecutado al estilo del crimen organizado”, seguramente andaba en malos pasos y por eso terminó sus días de forma tan horrorosa.
La mayoría de los mexicanos se convence fácilmente de que si un presunto delincuente mata a otro, aquél le hace un servicio a la sociedad porque, según ella, se deshizo de la escoria. Obviamente, piensa en el muerto —a quien, por cierto, no da el beneficio de la duda— pero no se detiene a pensar en el vivo, que anda suelto, con un arma en la mano, listo para matar de nuevo.
Es suficientemente grave que la mayoría de los mexicanos no crea en el debido proceso, que impide que la autoridad se propase en el ejercicio del poder. Sin embargo, más grave aún resulta que la autoridad —que no puede hacer sino lo que la ley le permite expresamente— diga, como lo hizo hace años un candidato a gobernador, que los presuntos criminales no tienen derechos, porque éstos son “para los humanos, no para las ratas”.
No podemos esperar de parte de los funcionarios públicos la defensa del debido proceso, porque éste sujeta al poder a limitaciones y restricciones. Ese papel es, o debería ser, el de los jueces, cuya función es, o debería ser, controlar la actuación de los policías y el Ministerio Público.
Sin embargo, nuestro sistema está rebosante de ejemplos de juzgadores que dejan pasar las arbitrariedades y evidencias fabricadas que presenta el MP.
Casos como el de Florence Cassez no llegarían a una revisión de solicitud de amparo directo, atraído por la Primera Sala de la Suprema Corte, si los jueces de primera y segunda instancia no hubieran dejado pasar la serie de contradicciones de que están plagados los 13 tomos del expediente de la ciudadana francesa detenida desde diciembre de 2005.
No olvidemos que el 25 de abril de 2008, la juez quinto de distrito de procesos penales federales con sede en el Reclusorio Preventivo Oriente, Olga Sánchez Contreras, sentenció a 96 años de prisión a Cassez con base en ese expediente.
Tampoco, que la defensa de la ciudadana francesa apeló la condena y que el 2 de marzo de 2009 —casualmente, en víspera de la llegada a México del Presidente de ese país, Nicolas Sarkozy— se dictó una nueva resolución, por parte de Jorge Fermín Rivera Quintana, titular del Primer Tribunal Unitario en Materia Penal, quien redujo la sentencia a 60 años de cárcel.
Y, finalmente, que, el 10 de febrero de 2011, el Séptimo Tribunal Colegiado le negó un amparo contra la sentencia, tras de concluir que “resulta inverosímil” que Cassez no se haya percatado de la presencia de personas secuestradas en el rancho Las Chinitas, propiedad de su novio Israel Vallarta, donde ella se encontraba, según su propio dicho, mientras se mudaba a un departamento.
Todo este cuadro judicial fue alterado sorpresivamente por el proyecto de dictamen, a cargo del ministro de la Suprema Corte Arturo Zaldívar, que propone la liberación inmediata de Cassez. El ministro arriba a esa conclusión habida cuenta de las irregularidades ocurridas en su detención.
¿Por qué digo que sorprende el proyecto? Por lo que los abogados conocen como el “cambio de situación jurídica” de la persona procesada, estipulado en la Ley de Amparo: una vez dictado el auto de formal prisión se vuelven legalmente irrelevantes las circunstancias en que el acusado fue aprehendido.
Sin embargo, Zaldívar —quien fue profesor de Amparo del actual Presidente de la República en la Escuela Libre de Derecho— decidió abordar la revisión de la solicitud de amparo directo 517/2011 mediante una técnica jurídica inusitada en la Suprema Corte, y poner su proyecto a discusión de la Primera Sala, donde, por cierto, no hay un solo penalista.
Zaldívar ha decidido hacer suyo el aforismo —que le escucho a menudo al insigne abogado José Elías Romero Apis—de que “la Constitución no dice lo que dice sino lo que la Suprema Corte dice que dice”, y centrar la discusión en la aplicación escrupulosa del debido proceso.
Ignoro las consecuencias de largo plazo que pudiera llegar a tener un voto mayoritario a favor de Cassez —evidentemente no soy especialista en las materia penal y constitucional—, pero como ciudadano celebro que se ponga en el centro del debate qué tipo de sistema penal queremos: uno que administre la venganza social contra los criminales o uno que fortalezca el Estado de derecho mediante la observación sin excusas de las garantías individuales.
Me opongo a la dicotomía que algunos han querido establecer entre respetar el debido proceso o proteger los derechos de las víctimas. Hacer lo primero lleva a lo segundo.
La crisis de seguridad que vive México —y de la que el secuestro es una de sus peores manifestaciones— tiene su razón de ser en el desprecio del Estado de derecho. Cuando es el ciudadano común el que cree que se puede vivir en sociedad sin respetar la ley, es muy grave, pero cuando es la autoridad la que sostiene lo mismo, ya sea de dicho o de hecho, es mucho más grave aún.
Memorándum
Para: Irene
De: Su jefe
Irenita, se fue usted en noche de luna llena, discreta como siempre. Se marchó sin permiso, pero se lo perdono con una condición: Cuando llegue al lugar al que tarde o temprano vamos todos, siga tomando mis mensajes y agendando mis reuniones. Entretenga con su plática sabrosa a quienes deseen verme. Dígales que sean pacientes, que un contratiempo me ha retrasado, pero de que llego, llego. Y al hacerlo écheles esa sonrisa pícara que me dejó usted estampada en el alma.
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