Jorge Fernández Menéndez
Algunos están comparando la situación que se estaría viviendo en la actual campaña electoral, con el cierre de la distancia entre Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota que, según la más reciente encuesta de GEA ISA, se redujo a sólo siete puntos y, según Parametría, a 11, como lo que sucedió en 2006 entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador. No creo que sea el ejemplo correcto; las condiciones y la situación son diferentes. Pero sí se parece a la que vivió Francisco Labastida con Vicente Fox en 2000.
Hace seis años la campaña se vivía en medio de una durísima polarización, no sólo electoral sino también política. El López Obrador de entonces estaba muy lejos del de la república amorosa de ahora. Y su estrategia política se basaba en agudizar esa polarización, acompañada de una soberbia que lo llevó, precisamente en esos días, a pronunciar aquella famosa sentencia de “cállate chachalaca”, dirigida al presidente Fox, y a rechazar desde reuniones con empresarios hasta su participación en el primer debate presidencial, decisiones que le terminaron costando la elección. En ese contexto, y con un PRI que con Roberto Madrazo no podía ofrecer ninguna alternativa, la opción Calderón creció hasta derrotar, con lo mínimo, al ex jefe de Gobierno capitalino.
No es la situación actual: se podrá o no estar de acuerdo con Peña Nieto, pero no es percibido como “un peligro para México” ni su campaña está basada en la polarización. No ha rehusado, ni mucho menos, encontrarse con empresarios o grupos que pudieran ser antagónicos y para muchos es una opción de recambio muy aceptable después de 12 años de gobiernos panistas.
En eso la campaña de Peña Nieto no se parece en nada a la de López Obrador, pero sí se parece, por como está operando, a la de Labastida en 2000. Cuando comenzaba aquel año, Labastida tenía una comodísima ventaja sobre Vicente Fox que en diciembre de 99 llegó a ser de 20 puntos. En esa situación, en el equipo de campaña de Labastida decidieron que no tenían por qué arriesgar ni gastar de más. Decidieron que durante la segunda mitad de diciembre, y en enero y febrero, el candidato aparecería poco, cuidaría la ventaja, incluso cancelaron la publicidad, para ahorrar dinero. Pensaron que sólo había que administrar la ventaja hasta julio, que el trabajo ya estaba hecho. Incluso pensaban que el verdadero adversario sería Cuauhtémoc Cárdenas, que había ganado el DF en 1997, más que un Fox que no terminaba de ser del agrado de todos los panistas.
Labastida no era, no lo es hoy, un hombre de confrontaciones estériles; no era ni es “un peligro para México”, no presentaba ningún programa rupturista y la economía, pese a la crisis que azotó al país al inicio del sexenio, venía cerrando con un crecimiento cercano a siete por ciento. Fox fue, sin embargo, la novedad, y su consigna era sacar al PRI de Los Pinos, nada más, nada menos. Cuando llegó marzo, en el equipo de Labastida descubrieron que esa ventaja de diciembre había comenzado a desaparecer; que de una elección con una brecha que parecía imposible de cerrar estaban ante unos comicios competidos. Comenzaron a cometer errores para cambiar las tendencias, pero no lo lograron. Al final, se intentaron compensar los errores con recursos y se dio aquel famoso Pemexgate (paradójicamente, buena parte de aquel dinero se lo quedó quien es hoy un destacado miembro de la oposición de izquierda, que no fue tocado ni con el pétalo de una rosa porque saltó oportunamente de partido, como seis años antes el dinero y los documentos de la caja fuerte de Colosio, en las oficinas de Aniceto Ortega, desaparecieron horas después de su asesinato, se asegura que por personajes que hoy también están en esa misma oposición).
Conservar una ventaja no es difícil cuando no cambia el viento que agita a los electores. Pero cuando las tendencias se invierten, cuando las amplias ventajas se comienzan a convertir en una disputa cerrada, cuando uno comienza a bajar y el otro a subir en forma permanente, esas tendencias pueden ser determinantes en el resultado final.
Hace ya muchas semanas que aquí dijimos que en el equipo de Peña Nieto se estaban equivocando; que no podían seguir jugando a la defensiva, tratando simplemente de conservar una ventaja que les parecía muy amplia; que precisamente esa ventaja era la que les permitía abrir el juego, ser más propositivos, jugar con caras nuevas. No lo han hecho: guardaron a Peña Nieto (más todavía luego del episodio de la FIL de Guadalajara y en este periodo de intercampañas), jugaron a la defensiva, a la hora de optar por candidatos, como lo hizo en su momento Labastida, apostaron por los viejos personajes de la política priista, pensando asegurar la unidad de “los sectores”. Y la ventaja de 20 puntos ahora se ha reducido a siete o a once. Puede todavía el PRI revertir la tendencia, pero ahora será mucho más difícil porque, además, la disputa es por la novedad y las expectativas: se apuesta por el regreso del ese partido a Los Pinos o la llegada, por primera ocasión, de una mujer a la Presidencia de la República.
Algunos están comparando la situación que se estaría viviendo en la actual campaña electoral, con el cierre de la distancia entre Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota que, según la más reciente encuesta de GEA ISA, se redujo a sólo siete puntos y, según Parametría, a 11, como lo que sucedió en 2006 entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador. No creo que sea el ejemplo correcto; las condiciones y la situación son diferentes. Pero sí se parece a la que vivió Francisco Labastida con Vicente Fox en 2000.
Hace seis años la campaña se vivía en medio de una durísima polarización, no sólo electoral sino también política. El López Obrador de entonces estaba muy lejos del de la república amorosa de ahora. Y su estrategia política se basaba en agudizar esa polarización, acompañada de una soberbia que lo llevó, precisamente en esos días, a pronunciar aquella famosa sentencia de “cállate chachalaca”, dirigida al presidente Fox, y a rechazar desde reuniones con empresarios hasta su participación en el primer debate presidencial, decisiones que le terminaron costando la elección. En ese contexto, y con un PRI que con Roberto Madrazo no podía ofrecer ninguna alternativa, la opción Calderón creció hasta derrotar, con lo mínimo, al ex jefe de Gobierno capitalino.
No es la situación actual: se podrá o no estar de acuerdo con Peña Nieto, pero no es percibido como “un peligro para México” ni su campaña está basada en la polarización. No ha rehusado, ni mucho menos, encontrarse con empresarios o grupos que pudieran ser antagónicos y para muchos es una opción de recambio muy aceptable después de 12 años de gobiernos panistas.
En eso la campaña de Peña Nieto no se parece en nada a la de López Obrador, pero sí se parece, por como está operando, a la de Labastida en 2000. Cuando comenzaba aquel año, Labastida tenía una comodísima ventaja sobre Vicente Fox que en diciembre de 99 llegó a ser de 20 puntos. En esa situación, en el equipo de campaña de Labastida decidieron que no tenían por qué arriesgar ni gastar de más. Decidieron que durante la segunda mitad de diciembre, y en enero y febrero, el candidato aparecería poco, cuidaría la ventaja, incluso cancelaron la publicidad, para ahorrar dinero. Pensaron que sólo había que administrar la ventaja hasta julio, que el trabajo ya estaba hecho. Incluso pensaban que el verdadero adversario sería Cuauhtémoc Cárdenas, que había ganado el DF en 1997, más que un Fox que no terminaba de ser del agrado de todos los panistas.
Labastida no era, no lo es hoy, un hombre de confrontaciones estériles; no era ni es “un peligro para México”, no presentaba ningún programa rupturista y la economía, pese a la crisis que azotó al país al inicio del sexenio, venía cerrando con un crecimiento cercano a siete por ciento. Fox fue, sin embargo, la novedad, y su consigna era sacar al PRI de Los Pinos, nada más, nada menos. Cuando llegó marzo, en el equipo de Labastida descubrieron que esa ventaja de diciembre había comenzado a desaparecer; que de una elección con una brecha que parecía imposible de cerrar estaban ante unos comicios competidos. Comenzaron a cometer errores para cambiar las tendencias, pero no lo lograron. Al final, se intentaron compensar los errores con recursos y se dio aquel famoso Pemexgate (paradójicamente, buena parte de aquel dinero se lo quedó quien es hoy un destacado miembro de la oposición de izquierda, que no fue tocado ni con el pétalo de una rosa porque saltó oportunamente de partido, como seis años antes el dinero y los documentos de la caja fuerte de Colosio, en las oficinas de Aniceto Ortega, desaparecieron horas después de su asesinato, se asegura que por personajes que hoy también están en esa misma oposición).
Conservar una ventaja no es difícil cuando no cambia el viento que agita a los electores. Pero cuando las tendencias se invierten, cuando las amplias ventajas se comienzan a convertir en una disputa cerrada, cuando uno comienza a bajar y el otro a subir en forma permanente, esas tendencias pueden ser determinantes en el resultado final.
Hace ya muchas semanas que aquí dijimos que en el equipo de Peña Nieto se estaban equivocando; que no podían seguir jugando a la defensiva, tratando simplemente de conservar una ventaja que les parecía muy amplia; que precisamente esa ventaja era la que les permitía abrir el juego, ser más propositivos, jugar con caras nuevas. No lo han hecho: guardaron a Peña Nieto (más todavía luego del episodio de la FIL de Guadalajara y en este periodo de intercampañas), jugaron a la defensiva, a la hora de optar por candidatos, como lo hizo en su momento Labastida, apostaron por los viejos personajes de la política priista, pensando asegurar la unidad de “los sectores”. Y la ventaja de 20 puntos ahora se ha reducido a siete o a once. Puede todavía el PRI revertir la tendencia, pero ahora será mucho más difícil porque, además, la disputa es por la novedad y las expectativas: se apuesta por el regreso del ese partido a Los Pinos o la llegada, por primera ocasión, de una mujer a la Presidencia de la República.
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