¡Ayotzinapa vive!

Carlos Fazio

A casi tres meses de los hechos en la Autopista del Sol, en Chilpancingo, Guerrero, en los que tres personas murieron, cuatro más resultaron heridas por proyectiles de armas de fuego y 24 fueron sometidas a torturas y tratos crueles y degradantes, el caso exhibe la manera autoritaria en que se maneja un conflicto social en México. También devela la colusión de las autoridades encargadas de administrar e impartir justicia –en la represión extralegal a los estudiantes de la normal de Ayotzinapa hubo una coparticipación institucional de los cuerpos de seguridad federal, estatal y municipal– y desnuda el sistema de seguridad y justicia mexicano, que con base en una cultura del engaño y la simulación está estructurado de manera clasista para servir, encubrir y propiciar la impunidad de quienes ostentan el poder.

Los asesinatos de los estudiantes Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría, de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, no debieron ocurrir. Tampoco la muerte del ex paracaidista de la Marina Gonzalo Cámara Rivas, encargado del sistema de cómputo del establecimiento Eva II, quien falleció a consecuencia de quemaduras múltiples al tratar de contener el incendio de una de las bombas de suministro de gasolina. Si ocurrieron, fue porque alguien en la cadena de mando del Operativo Guerrero Seguro ordenó el uso de armas de alto poder contra estudiantes desarmados que defendían que la escuela siga abierta.

El homicidio de los estudiantes y el incendio de la gasolinera fue producto de la represión violenta. De un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza pública y las armas de fuego, con el objetivo de contener una manifestación pública. La utilización de la fuerza letal contra civiles siempre debe ser el último recurso. Es una alternativa extrema y excepcional cuando se han agotado todas las vías de negociación y persuasión, y no se puede ejercer de manera arbitraria; es necesario observar los principios de legalidad, oportunidad, proporcionalidad y razonabilidad, situaciones que no se dieron en el caso de marras el 12 de diciembre de 2011.

De acuerdo con el informe preliminar de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, para reprimir una manifestación de 300 estudiantes –y sin que existan elementos fehacientes del uso de protocolos o lineamientos de actuación antimotines– se utilizaron 165 elementos policiales: 61 de la Policía Federal, 73 de la policía ministerial; 19 de la policía estatal y 12 policías preventivos municipales, de los cuales al menos 67 portaban armas de alto poder. Según la prueba de Griess practicada por la Procuraduría General de la República (PGR), 91 por ciento de las armas detonadas pertenecían a policías federales.

Sin entrar en la lógica perversa del sistema, en la cual instancias federales, estatales y ministeriales se encubren y acusan mutuamente para enredar y dilatar el caso, sacar ventajas y pretender eludir responsabilidades –y prescindiendo también de la guerra civil molecular en el estado de Guerrero, donde participan la Zona Militar, la Marina, las procuradurías federal y estatal (incluido un grupo duro de incontrolados locales que gozan de autonomía y tienen presuntos nexos con bandas de la economía criminal), partidos políticos (PRI, PRD, PAN), el sindicato de maestros que controla Elba Esther Gordillo, narcotraficantes y organizaciones guerrilleras en fase de acumulación de fuerzas–, persisten varias preguntas claves:

¿Quién estuvo a cargo del operativo? ¿Quién en la línea de mando dio la orden de que las fuerzas del orden participaran con armas de alto poder al margen de los protocolos antimotines? ¿Quién ordenó disparar y con qué criterios?

¿Por qué si existen evidencias de que el ex fiscal especializado para la investigación de delitos graves, Esteban Maldonado, y el ex coordinador de zona de la policía ministerial, David Urquizo Molina, participaron en la tortura al estudiante Gerardo Torres Pérez y le sembraron un arma AK-47 de las llamadas cuerno de chivo, sólo han sido destituidos, no están siendo investigados y permanecen libres?

¿Por qué intervino en el caso la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO)? ¿Se intenta vincular a algunos mandos con el llamado cártel Independiente de Acapulco para que la PGR haga un uso político del caso en tiempos electorales? ¿Qué tiene que ver con lo anterior la ejecución de dos policías ministeriales que actuaban como escoltas del subprocurador de Justicia, César de los Santos, el pasado 24 de febrero? ¿Existe una guerra sucia interna por el control de la procuraduría estatal?

Más allá de esas interrogantes, una aproximación a la verdad histórica de los hechos parece evidenciar que hubo un plan predeterminado para cerrar la normal de Ayotzi y de paso incendiar Guerrero. Que en la cadena de mando alguien dio la orden de tirar a matar y modificar la escena del crimen. Después, siguiendo la lógica carroñera del poder, los estudiantes Herrera y Echeverría fueron estigmatizados junto con sus compañeros de Ayotzi, en tanto Cámara, el héroe de la gasolinera, recibió un reconocimiento post mortem tras ser designado por el cabildo local hijo predilecto de Chilpancingo.

La reanudación de clases y el nombramiento de un nuevo director son un triunfo de los normalistas. Se evitó el cierre. ¡Ayotzinapa vive! Pero ahora, en un uso faccioso de la justicia, se está chantajeando a los estudiantes con el incendio de la bomba de gasolina –que bien pudo ser cometido por un agente provocador encubierto– y se quiere criminalizar su protesta atribuyéndoles ataques a las vías de comunicación, delito federal. ¿Acaso se pretende cambiar dos muertos por uno? Y, en el colmo del absurdo, si no fuera moneda corriente: ¿por qué se están haciendo seguimientos a miembros del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan? ¿También se busca incriminarlos?

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