Jorge Fernández Menéndez
Es verdad: comparada con algunas otras ciudades del país, el Distrito Federal tiene índices de seguridad bastante más aceptables. Este fin de semana, Andrés Manuel López Obrador lo puso de ejemplo; dijo que si llegara al poder, le daría la secretaría de Gobernación a Marcelo Ebrard, y que en la reingeniería de esa dependencia le reincorporaría las tareas de seguridad, todo eso aderezado con los rollos sobre la paz, la serenidad, la concordia, que ha adicionado a su discurso.
En realidad López Obrador entiende bastante poco y mal el tema de la seguridad. Cuando pone como ejemplo lo realizado en ese ámbito en el DF, no puede decir que es el resultado de la experiencia de los gobiernos perredistas. Sobre todo durante su gestión al frente del DF, la seguridad en la capital fue, literalmente, un desastre. Esta misma semana ponía como ejemplo la gestión, en ese periodo, de Bernardo Bátiz, y se trató de uno de las peores administraciones en la procuraduría capitalina de la que se tenga memoria: un solo dato podría ejemplificarlo; no había ni sistemas, ni computadoras, y no se habían comprado porque en la administración de López Obrador y Bátiz, se había considerado que ese era un gasto superfluo.
Olvida López Obrador que el principal movimiento ciudadano en contra de la inseguridad se dio precisamente durante su gestión; que aquella marcha de blanco que encabezó, entre otros, María Elena Morera, ante la ola incesante de secuestros, asesinatos y robos en la capital, y que recibió del propio López Obrador una larga serie de descalificaciones, comenzando por aquello de que era “una marcha de pirruris”; olvida que cuando comenzaron a sucederse los linchamientos en colonias populares los justificó como “usos y costumbres” de las comunidades indígenas; olvida la ola de migración que esa inseguridad provocó en el DF.
Las cosas mejoraron sustancialmente con la llegada de Marcelo Ebrard al DF, de Mancera a la procuraduría y de Mondragón y Kalb a seguridad pública (y no había comenzado bien: la designación de esos dos funcionarios se dio después de las muertes del New’s Divine, provocadas básicamente por la incompetencia y la corrupción de funcionarios policiales y de la procuraduría local). Pero comenzaron a funcionar mejor porque Ebrard, con ese nuevo equipo, hizo en seguridad pública exactamente lo contrario de lo que había hecho y proponía López Obrador: centralizó sistemas, colocó un avanzado sistema de cámaras, utilizó mecanismos de control interno que jamás existieron en la administración interior y depuró a las policías. En todo ese proceso se cometieron algunos graves errores, desde las muertes del New’s Divine hasta todo lo relacionado con el secuestro y el fallido rescate de la señora Cevallos Coppel, pasando por toda la historia de la banda de La flor, y los casos del secuestro de Fernando Martí o el de Silvia Vargas. Todo eso, sin embargo, fue opacado por la ola de violencia que asoló a otras regiones del país.
Pero el hecho es que la seguridad en el DF ha mejorado sustancialmente, aunque esté lejos aún de lo que sería deseable. Para ello, además de condiciones muy específicas de la ciudad, contribuye un hecho fundamental: la fuerza policial del DF es la más importante del país, fuera de la federal: está centralizada, con mandos únicos y opera sobre una región eminentemente urbana, que permite tener controles muy específicos. En los hechos, lo que políticos como López Obrador y los partidos que lo acompañan están proponiendo hacer, en caso de ganar las elecciones, es lo que se han negado a aprobar en el Congreso a lo largo de todo este sexenio: la homogenización de las policías, la existencia de mandos únicos, la centralización de funciones y responsabilidades, el incorporar a ese mando único a las policías municipales (¿se imagina usted lo que sería la seguridad capitalina si en lugar de tener una policía centralizada tuviéramos 16 policías delegacionales, con plena autonomía?). En realidad, lo que está proponiendo López Obrador es el mismo esquema policial que propone el gobierno federal, que asumió la Conago y que los legisladores de su partido (y los del PRI y una parte de los panistas) no quieren aprobar en el Congreso. Con un agregado muy importante: López Obrador también propuso, como ya lo había hecho días atrás Josefina Vázquez Mota, ante estudiantes del ITAM, reincorporar las áreas de seguridad pública a la Secretaría de Gobernación, transformándola en una suerte de ministerio del interior. Una medida que la experiencia demuestra como institucionalmente imprescindible.
Con todo, no se debe olvidar un punto: para que todo eso funcione se debe contar con una cultura de la legalidad que en demasiadas ocasiones el propio gobierno capitalino no fomenta, sobre todo cuando le permite a sus grupos políticos aliados hacer cualquier tipo de desmanes en la ciudad, dejándolos siempre en la más absoluta impunidad. Los grupos del CNTE que jueves y viernes bloquearon la capital se cansaron de cometer un delito tras otro y nadie los molestó: son amigos, para ellos justicia y gracia.
Es verdad: comparada con algunas otras ciudades del país, el Distrito Federal tiene índices de seguridad bastante más aceptables. Este fin de semana, Andrés Manuel López Obrador lo puso de ejemplo; dijo que si llegara al poder, le daría la secretaría de Gobernación a Marcelo Ebrard, y que en la reingeniería de esa dependencia le reincorporaría las tareas de seguridad, todo eso aderezado con los rollos sobre la paz, la serenidad, la concordia, que ha adicionado a su discurso.
En realidad López Obrador entiende bastante poco y mal el tema de la seguridad. Cuando pone como ejemplo lo realizado en ese ámbito en el DF, no puede decir que es el resultado de la experiencia de los gobiernos perredistas. Sobre todo durante su gestión al frente del DF, la seguridad en la capital fue, literalmente, un desastre. Esta misma semana ponía como ejemplo la gestión, en ese periodo, de Bernardo Bátiz, y se trató de uno de las peores administraciones en la procuraduría capitalina de la que se tenga memoria: un solo dato podría ejemplificarlo; no había ni sistemas, ni computadoras, y no se habían comprado porque en la administración de López Obrador y Bátiz, se había considerado que ese era un gasto superfluo.
Olvida López Obrador que el principal movimiento ciudadano en contra de la inseguridad se dio precisamente durante su gestión; que aquella marcha de blanco que encabezó, entre otros, María Elena Morera, ante la ola incesante de secuestros, asesinatos y robos en la capital, y que recibió del propio López Obrador una larga serie de descalificaciones, comenzando por aquello de que era “una marcha de pirruris”; olvida que cuando comenzaron a sucederse los linchamientos en colonias populares los justificó como “usos y costumbres” de las comunidades indígenas; olvida la ola de migración que esa inseguridad provocó en el DF.
Las cosas mejoraron sustancialmente con la llegada de Marcelo Ebrard al DF, de Mancera a la procuraduría y de Mondragón y Kalb a seguridad pública (y no había comenzado bien: la designación de esos dos funcionarios se dio después de las muertes del New’s Divine, provocadas básicamente por la incompetencia y la corrupción de funcionarios policiales y de la procuraduría local). Pero comenzaron a funcionar mejor porque Ebrard, con ese nuevo equipo, hizo en seguridad pública exactamente lo contrario de lo que había hecho y proponía López Obrador: centralizó sistemas, colocó un avanzado sistema de cámaras, utilizó mecanismos de control interno que jamás existieron en la administración interior y depuró a las policías. En todo ese proceso se cometieron algunos graves errores, desde las muertes del New’s Divine hasta todo lo relacionado con el secuestro y el fallido rescate de la señora Cevallos Coppel, pasando por toda la historia de la banda de La flor, y los casos del secuestro de Fernando Martí o el de Silvia Vargas. Todo eso, sin embargo, fue opacado por la ola de violencia que asoló a otras regiones del país.
Pero el hecho es que la seguridad en el DF ha mejorado sustancialmente, aunque esté lejos aún de lo que sería deseable. Para ello, además de condiciones muy específicas de la ciudad, contribuye un hecho fundamental: la fuerza policial del DF es la más importante del país, fuera de la federal: está centralizada, con mandos únicos y opera sobre una región eminentemente urbana, que permite tener controles muy específicos. En los hechos, lo que políticos como López Obrador y los partidos que lo acompañan están proponiendo hacer, en caso de ganar las elecciones, es lo que se han negado a aprobar en el Congreso a lo largo de todo este sexenio: la homogenización de las policías, la existencia de mandos únicos, la centralización de funciones y responsabilidades, el incorporar a ese mando único a las policías municipales (¿se imagina usted lo que sería la seguridad capitalina si en lugar de tener una policía centralizada tuviéramos 16 policías delegacionales, con plena autonomía?). En realidad, lo que está proponiendo López Obrador es el mismo esquema policial que propone el gobierno federal, que asumió la Conago y que los legisladores de su partido (y los del PRI y una parte de los panistas) no quieren aprobar en el Congreso. Con un agregado muy importante: López Obrador también propuso, como ya lo había hecho días atrás Josefina Vázquez Mota, ante estudiantes del ITAM, reincorporar las áreas de seguridad pública a la Secretaría de Gobernación, transformándola en una suerte de ministerio del interior. Una medida que la experiencia demuestra como institucionalmente imprescindible.
Con todo, no se debe olvidar un punto: para que todo eso funcione se debe contar con una cultura de la legalidad que en demasiadas ocasiones el propio gobierno capitalino no fomenta, sobre todo cuando le permite a sus grupos políticos aliados hacer cualquier tipo de desmanes en la ciudad, dejándolos siempre en la más absoluta impunidad. Los grupos del CNTE que jueves y viernes bloquearon la capital se cansaron de cometer un delito tras otro y nadie los molestó: son amigos, para ellos justicia y gracia.
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