Agarrar al Chapo

José Gil Olmos

Desde finales del año pasado comenzó a correr la versión de que los gobiernos de México y de Estados Unidos estaban por atrapar a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, y desde entonces no pasa una semana sin que haya una noticia al respecto.

Atrapar al jefe del cártel de Sinaloa se ha convertido en un asunto de Estado y no de combate al crimen organizado, justo en tiempos electorales en los que a los presidentes de ambos países les urge dar un golpe espectacular para posicionarse frente al electorado.

Pero más que para Obama, que quiere reelegirse, la persecución y detención de El Chapo es para Felipe Calderón una acción vital y urgente, porque de esta manera trataría de justificar el fracaso de su declaración de guerra al narcotráfico, que ha tenido graves costos sociales en el presente y el futuro.

Además, le daría un impulso a su pretendida sucesora, Josefina Vázquez Mota, la candidata del PAN, quien se muestra alicaída por el desastroso arranque en su carrera presidencial.

Guzmán Loera, como en su momento lo fue Pablo Escobar en Colombia, ha sido erigido por los estadunidenses como el principal narcotraficante mexicano y el enemigo número uno en la lucha mundial contra las drogas. En Estados Unidos han crecido tanto su figura que, al igual que al capo colombiano, al narcotraficante mexicano lo pusieron en la lista de los hombres más ricos del mundo en la revista Forbes, para hacerlo más visible.

No sólo eso, también lo calificaron de terrorista, y bajo esa figura es perseguido por agentes del gobierno estadunidense en suelo mexicano, bajo la anuencia del gobierno calderonista.

Agarrar a El Chapo es, pues, una acción estratégica para Washington, pero para el gobierno mexicano es, decíamos, una operación vital para terminar justificándose y apuntalar las aspiraciones presidenciales de Vázquez Mota, como ya lo considera parte de la prensa de EU.

Es evidente que el gobierno mexicano no tiene la capacidad o está demasiado infiltrado por el crimen organizado como para atrapar a Joaquín Guzmán. Ha habido denuncias, como la de un sacerdote de Durango, quien dijo que en la sierra de esa entidad estaba el jefe del cártel sinaloense.

La última fue confirmada por la Procuraduría General de la República y por la Agencia Antinarcóticos de EU (DEA, por sus siglas en inglés), que señaló que El Chapo estuvo en Los Cabos, Baja California, casi al mismo tiempo en que llegó Hillary Clinton para participar en la Cumbre del G20.

Sin embargo, el gobierno mexicano no ha atrapado al capo, provocando las sospechas de que está protegido por los gobiernos del Partido Acción Nacional desde que se escapó en 2001, cuando apenas iniciaba la administración de Vicente Fox.

De ahí que el gobierno de Barack Obama esté actuando a través de sus distintas agencias de inteligencia, principalmente la DEA y el FBI, aprovechando la permisividad del gobierno mexicano.

No obstante, habría que preguntar si el gobierno de Felipe Calderón está preparado para las reacciones violentas que habría por parte del cártel de Sinaloa si es que agarran a su jefe, o si podría frenar los movimientos que realizarían los otros grupos para quedarse con las plazas ocupadas, o si soportaría los ajustes que podría haber entre el mismo grupo de sinaloenses.

Es decir, si es capaz de controlar lo que llaman el “efecto cucaracha”, que es la multiplicación de grupos cuando cae la cabeza de uno de los cárteles más importantes del mundo.

El peligro es ese: que sólo se piense en el primer paso –el golpe espectacular de la aprehensión– y no en los efectos que tendrá. Es decir, que no se tenga contemplada la desarticulación de toda la red de complicidades que El Chapo y su grupo tienen en México y en Estados Unidos, donde se están lavando las millonarias ganancias, como lo reconoció la propia DEA.

Nadie se opone a que detengan a uno de los líderes más importantes del crimen organizado en el mundo, pero ojalá que el gobierno de Felipe Calderón esté previendo los distintos escenarios que se suscitarían en caso de aprehender a El Chapo, y que lo haga en el marco de una estrategia más amplia, que incluya tender las redes para atrapar a muchos de los que están involucrados –policías, autoridades municipales, estatales y federales, así como militares– e inhiba cualquier intento de desestabilización, y que el operativo no se quede en un mero acto mediático.

Pero, sobre todo, que prevea que en medio del proceso electoral estas reacciones serán seguramente muy violentas y tendrán un efecto ampliado y desestabilizador que indudablemente afectaría el curso de las campañas y se extendería hacia el resto de la sociedad, creando más muerte y violencia en las calles.

Y, frente a esto, que no caiga en la tentación de sacar a las calles a más tropas del Ejército, Marina y Fuerza Armada, o de poner a más policías federales para frenar cualquier intento de inconformidad social, esto es, usar la violencia para combatir la violencia, poniendo en riesgo el futuro inmediato del país, cuando está por elegirse al próximo presidente de México.

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