Jorge Fernández Menéndez
Viajo con mucha regularidad a Monterrey, casi siempre por temas laborales. En la capital regiomontana tengo muchos amigos, en el gobierno, en la oposición, en las empresas, en los medios. Desde hace meses, en cada visita, un tema aparece en forma recurrente en las pláticas: ¿se debe ir Rodrigo Medina?, ¿debe el gobernador dejar su responsabilidad?, ¿ha sido rebasado por las circunstancias?
Parecen lejanos los tiempos en que Rodrigo parecía ser el lado B de Enrique Peña Nieto. El joven y carismático gobernador que, con su homólogo del Estado de México, harían una suerte de dupla para regresar el poder al PRI. Desde el inicio de su mandato, Rodrigo Medina, a pesar de contar con muy buenos elementos a su alrededor, tomó decisiones equivocadas en dos aspectos centrales: primero, subestimó la crisis de seguridad que ya era inocultable en los últimos meses de su antecesor, Natividad González Parás. Los resultados fueron por lo menos decepcionantes durante los primeros años de su mandato. Errores en las designaciones de los responsables de la seguridad, incapacidad de establecer una coordinación adecuada con los presidentes municipales, poca coordinación también con el gobierno federal. Cuando se dio el incendio del Casino Royale, la situación parecía insostenible. Hasta ese momento, otro error había estado siempre presente: la ausencia del gobernador. Alguien le debe haber recomendado a Rodrigo Medina que no apareciera; que su nombre no fuera asociado a los hechos de violencia; que éstos fueran asumidos por mandos policiales. Pero la gente lo percibió como un abandono y, en ocasiones, como temor. Pasaron muchos meses hasta que el gobernador comenzó a aparecer públicamente, y eso apenas fue notable cuando se dio el incendio del Casino Royale, que coincidió con la demanda de su renuncia que hizo un grupo de empresarios a Peña Nieto y a la dirigencia del PRI, primero en una reunión en Monterrey y luego en un viaje a la Ciudad de México.
En ese contexto se iniciaron cambios y se aceptó sin titubeos el apoyo federal. Se dieron avances importantes, sobre todo en la reconstrucción de la policía estatal y en el control de la seguridad en municipios como Garza García y en la ciudad de Monterrey. Se lanzaron iniciativas para la reconstrucción institucional y se redujo en forma importante el índice de delitos de alto impacto, sobre todo el secuestro y la extorsión en varias regiones de la capital y del estado. Pero los municipios conurbados seguían siendo un territorio de nadie, con cambios constantes en los mandos policiales, porque la penetración del narcotráfico en éstos alcanzaba, alcanza, niveles extremos.
Los hechos de Apodaca han detonado, nuevamente, el reclamo por la renuncia de Medina. A diferencia de lo ocurrido con el Casino Royale, donde la responsabilidad de la presidencia municipal de Monterrey, del panista Fernando Larrazabal, era evidente y hacía relativa la del gobernador, en todo lo sucedido en Apodaca resulta inocultable la cadena de yerros de la administración estatal. El reclusorio depende directamente del estado; su director, Gerónimo Miguel Andrés Martínez, había sido literalmente corrido del penal de Santa Martha en el DF por su presunta relación con grupos criminales, sin embargo, fue recibido en Nuevo León; se supone que se le hicieron pruebas de control de confianza y fue designado director del penal. Ahora sabemos que este hombre cobraba 40 mil pesos mensuales por dejar pasar desde celulares hasta armas a los internos. La fuga del domingo pasado no fue por sobrecupo en el penal ni por otras causas estructurales: con la participación del director, el subdirector, el jefe de seguridad y de una veintena de custodios, se les abrió la puerta a los reos de Los Zetas para que se fugaran. Inmediatamente después se permitió el ingreso de unos 200 integrantes de esa banda criminal al dormitorio de los detenidos del cártel del Golfo, donde mataron a 44 de ellos. La responsabilidad gubernamental y la corrupción son inocultables.
¿Le debe costar el puesto a Rodrigo Medina la ineptitud o la corrupción de alguno de sus colaboradores? En términos formales, probablemente no, pero estamos hablando de política. El gobernador pensó que sin aparecer y apostando a su buena relación con un par de medios tendría garantizada su imagen: se equivocó. El costo para el PRI se eleva porque, a pesar de que algunos dirigentes, como la regiomontana Cristina Díaz, secretaria general del partido, quisieron responsabilizar de lo ocurrido en Apodaca al gobierno federal, es evidente que la responsabilidad es de las autoridades locales. Y en el plano nacional, como ya vimos con el caso de Humberto Moreira, el equipo de Peña Nieto no quiere tomar riesgo alguno y si tiene que sacrificar alguna carta para conservar posiciones y apoyos, lo hace. No sé si el destino de Rodrigo Medina puede ser similar al de Moreira: en principio, un gobernador de Nuevo León tiene más instrumentos para salvaguardar su posición, pero de lo que no cabe duda es que ésta es hoy más endeble que nunca.
Viajo con mucha regularidad a Monterrey, casi siempre por temas laborales. En la capital regiomontana tengo muchos amigos, en el gobierno, en la oposición, en las empresas, en los medios. Desde hace meses, en cada visita, un tema aparece en forma recurrente en las pláticas: ¿se debe ir Rodrigo Medina?, ¿debe el gobernador dejar su responsabilidad?, ¿ha sido rebasado por las circunstancias?
Parecen lejanos los tiempos en que Rodrigo parecía ser el lado B de Enrique Peña Nieto. El joven y carismático gobernador que, con su homólogo del Estado de México, harían una suerte de dupla para regresar el poder al PRI. Desde el inicio de su mandato, Rodrigo Medina, a pesar de contar con muy buenos elementos a su alrededor, tomó decisiones equivocadas en dos aspectos centrales: primero, subestimó la crisis de seguridad que ya era inocultable en los últimos meses de su antecesor, Natividad González Parás. Los resultados fueron por lo menos decepcionantes durante los primeros años de su mandato. Errores en las designaciones de los responsables de la seguridad, incapacidad de establecer una coordinación adecuada con los presidentes municipales, poca coordinación también con el gobierno federal. Cuando se dio el incendio del Casino Royale, la situación parecía insostenible. Hasta ese momento, otro error había estado siempre presente: la ausencia del gobernador. Alguien le debe haber recomendado a Rodrigo Medina que no apareciera; que su nombre no fuera asociado a los hechos de violencia; que éstos fueran asumidos por mandos policiales. Pero la gente lo percibió como un abandono y, en ocasiones, como temor. Pasaron muchos meses hasta que el gobernador comenzó a aparecer públicamente, y eso apenas fue notable cuando se dio el incendio del Casino Royale, que coincidió con la demanda de su renuncia que hizo un grupo de empresarios a Peña Nieto y a la dirigencia del PRI, primero en una reunión en Monterrey y luego en un viaje a la Ciudad de México.
En ese contexto se iniciaron cambios y se aceptó sin titubeos el apoyo federal. Se dieron avances importantes, sobre todo en la reconstrucción de la policía estatal y en el control de la seguridad en municipios como Garza García y en la ciudad de Monterrey. Se lanzaron iniciativas para la reconstrucción institucional y se redujo en forma importante el índice de delitos de alto impacto, sobre todo el secuestro y la extorsión en varias regiones de la capital y del estado. Pero los municipios conurbados seguían siendo un territorio de nadie, con cambios constantes en los mandos policiales, porque la penetración del narcotráfico en éstos alcanzaba, alcanza, niveles extremos.
Los hechos de Apodaca han detonado, nuevamente, el reclamo por la renuncia de Medina. A diferencia de lo ocurrido con el Casino Royale, donde la responsabilidad de la presidencia municipal de Monterrey, del panista Fernando Larrazabal, era evidente y hacía relativa la del gobernador, en todo lo sucedido en Apodaca resulta inocultable la cadena de yerros de la administración estatal. El reclusorio depende directamente del estado; su director, Gerónimo Miguel Andrés Martínez, había sido literalmente corrido del penal de Santa Martha en el DF por su presunta relación con grupos criminales, sin embargo, fue recibido en Nuevo León; se supone que se le hicieron pruebas de control de confianza y fue designado director del penal. Ahora sabemos que este hombre cobraba 40 mil pesos mensuales por dejar pasar desde celulares hasta armas a los internos. La fuga del domingo pasado no fue por sobrecupo en el penal ni por otras causas estructurales: con la participación del director, el subdirector, el jefe de seguridad y de una veintena de custodios, se les abrió la puerta a los reos de Los Zetas para que se fugaran. Inmediatamente después se permitió el ingreso de unos 200 integrantes de esa banda criminal al dormitorio de los detenidos del cártel del Golfo, donde mataron a 44 de ellos. La responsabilidad gubernamental y la corrupción son inocultables.
¿Le debe costar el puesto a Rodrigo Medina la ineptitud o la corrupción de alguno de sus colaboradores? En términos formales, probablemente no, pero estamos hablando de política. El gobernador pensó que sin aparecer y apostando a su buena relación con un par de medios tendría garantizada su imagen: se equivocó. El costo para el PRI se eleva porque, a pesar de que algunos dirigentes, como la regiomontana Cristina Díaz, secretaria general del partido, quisieron responsabilizar de lo ocurrido en Apodaca al gobierno federal, es evidente que la responsabilidad es de las autoridades locales. Y en el plano nacional, como ya vimos con el caso de Humberto Moreira, el equipo de Peña Nieto no quiere tomar riesgo alguno y si tiene que sacrificar alguna carta para conservar posiciones y apoyos, lo hace. No sé si el destino de Rodrigo Medina puede ser similar al de Moreira: en principio, un gobernador de Nuevo León tiene más instrumentos para salvaguardar su posición, pero de lo que no cabe duda es que ésta es hoy más endeble que nunca.
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