Ricardo Alemán
Durante años, todo aquel que mantenía una relación elemental con el sistema penitenciario del Distrito Federal —sea por tener preso a un pariente o por sostener una relación laboral— sabía que en las cárceles capitalinas mandaban las mafias criminales.
En el día a día de las prisiones —sean de la capital del país, sean federales o estatales— todo cuesta. Cuesta el aire que se respira; cuesta la luz natural, el pedazo de tierra que se pisa y, claro, la comida, la cama, el agua y, no se diga, cuesta mucho cumplir necesidades humanas básicas, como orinar, defecar y tener sexo.
Vivir la vida, en una prisión mexicana, cuesta mucho a muchos presos que suelen no tener nada. Pero significa un negocio fabuloso para las mafias —un puñado de personas— que, gracias a la fuerza que ejercen sus grupos mafiosos, se hacen del control de las prisiones. Pero los grandes negocios están en los pequeños vicios, como el tabaco, el alcohol, la droga y los privilegios, de consumo masivo en las prisiones de todo el país.
Las cárceles del Distrito Federal, durante años —no sabemos si eso aún existe—, fueron el lugar más seguro para almacenar droga y armas. Y era posible —y acaso siga siendo posible— porque igual que ocurre en las cárceles de todo el país, en las prisiones del Distrito Federal mandan los criminales: las bandas cuyos integrantes se reagrupan en prisión —luego de ser desarticuladas, consignados sus intergrantes—, como si estuvieran en su casa.
Muchos saben que, en muchas cárceles mexicanas, son mera figura decorativa los directores y subdirectores de los penales, jefes de celadores, carceleros y custodios. ¿Por qué? Porque los criminales, sus bandas y pandillas los someten, los compran, amenazan, amedrentan y, al final, los convierten en servidores de los presos. Los ejemplos están a la vista de todos. Los ejemplos extremos, en la memoria periodística.
Basta recordar que Margarita Rojas Rodríguez fue condecorada —como Mujer del Año 2010, en mayo de 2011— por el gobierno de Durango, gracias a su trabajo en las cárceles estatales. Meses después, cuando debió intervenir la Policía Federal en el Cereso 2 de Gómez Palacios, a causa de una ola de asesinatos de jóvenes, se descubrió que la directora del penal, Margarita Rojas Rodríguez, permitía que los presos salieran del Centro de Readaptación Social para cumplir con “trabajitos” de la mafia a la que pertenecían. ¿Y cuáles eran esos “trabajitos”? Asesinar por encargo.
Pero lo más escalofriante del asunto fue que La Mujer del Año, Durango 2010 era la pareja sentimental del mafioso que mantenía el control del penal. Y, claro, quien en realidad mandaba. Más aún, las armas que utilizaban para “los trabajitos” eran las oficiales de los custodios. En pocas palabras, el círculo completo: el penal era la guarida perfecta de los criminales.
Y viene a cuento porque en la cárcel de Apodaca —en donde la mafia de Los Zetas asesinó a 44 presos, integrantes del cártel del Golfo— no manda el gobierno municipal, tampoco el del estado y menos el federal. En esa cárcel mandaban —y seguramente siguen mandando— Los Zetas; grupo criminal que planeó la fuga masiva de una treintena de sus integrantes, mientras que otros zetitas se encargaban de eliminar a los adversarios.
¿Y dónde estaban, desde el director de Seguridad Pública estatal, el similar en el rango municipal, el director del penal… y toda la estructura de mando?
Todos conocen la respuesta. Toda la estructura administrativa del penal trabajaba para los mandones de la cárcel: Los Zetas, quienes planearon la fuga, ordenaron la hora del escape, encontraron las puertas abiertas para emboscar a sus enemigos y, como si nada, se fueron. ¿Quién manda en el Penal de Apodaca? Los mismos que mandan en todas o casi todas las cárceles; los mismos que estimulan la corrupción, la impunidad, la violencia, los cañonazos en económico y las amenazas.
Mandan los criminales.
Y entonces de nada sirve que el Ejército y la Marina, además de la Policía Federal, se jueguen la vida persiguiendo y capturando a criminales de todos los rangos y de todas las bandas, si a unos los liberan los jueces, a otros los dejan ir los policías o militares corruptos, y los pocos que llegan a las cárceles hacen de las prisiones su centro de operaciones. Y eso ocurre lo mismo en los gobiernos azules, amarillos y tricolores.
Pero de eso no hablan los candidatos a puestos de elección popular. Y, claro, tienen el pretexto de que se les prohíbe hablar.
Durante años, todo aquel que mantenía una relación elemental con el sistema penitenciario del Distrito Federal —sea por tener preso a un pariente o por sostener una relación laboral— sabía que en las cárceles capitalinas mandaban las mafias criminales.
En el día a día de las prisiones —sean de la capital del país, sean federales o estatales— todo cuesta. Cuesta el aire que se respira; cuesta la luz natural, el pedazo de tierra que se pisa y, claro, la comida, la cama, el agua y, no se diga, cuesta mucho cumplir necesidades humanas básicas, como orinar, defecar y tener sexo.
Vivir la vida, en una prisión mexicana, cuesta mucho a muchos presos que suelen no tener nada. Pero significa un negocio fabuloso para las mafias —un puñado de personas— que, gracias a la fuerza que ejercen sus grupos mafiosos, se hacen del control de las prisiones. Pero los grandes negocios están en los pequeños vicios, como el tabaco, el alcohol, la droga y los privilegios, de consumo masivo en las prisiones de todo el país.
Las cárceles del Distrito Federal, durante años —no sabemos si eso aún existe—, fueron el lugar más seguro para almacenar droga y armas. Y era posible —y acaso siga siendo posible— porque igual que ocurre en las cárceles de todo el país, en las prisiones del Distrito Federal mandan los criminales: las bandas cuyos integrantes se reagrupan en prisión —luego de ser desarticuladas, consignados sus intergrantes—, como si estuvieran en su casa.
Muchos saben que, en muchas cárceles mexicanas, son mera figura decorativa los directores y subdirectores de los penales, jefes de celadores, carceleros y custodios. ¿Por qué? Porque los criminales, sus bandas y pandillas los someten, los compran, amenazan, amedrentan y, al final, los convierten en servidores de los presos. Los ejemplos están a la vista de todos. Los ejemplos extremos, en la memoria periodística.
Basta recordar que Margarita Rojas Rodríguez fue condecorada —como Mujer del Año 2010, en mayo de 2011— por el gobierno de Durango, gracias a su trabajo en las cárceles estatales. Meses después, cuando debió intervenir la Policía Federal en el Cereso 2 de Gómez Palacios, a causa de una ola de asesinatos de jóvenes, se descubrió que la directora del penal, Margarita Rojas Rodríguez, permitía que los presos salieran del Centro de Readaptación Social para cumplir con “trabajitos” de la mafia a la que pertenecían. ¿Y cuáles eran esos “trabajitos”? Asesinar por encargo.
Pero lo más escalofriante del asunto fue que La Mujer del Año, Durango 2010 era la pareja sentimental del mafioso que mantenía el control del penal. Y, claro, quien en realidad mandaba. Más aún, las armas que utilizaban para “los trabajitos” eran las oficiales de los custodios. En pocas palabras, el círculo completo: el penal era la guarida perfecta de los criminales.
Y viene a cuento porque en la cárcel de Apodaca —en donde la mafia de Los Zetas asesinó a 44 presos, integrantes del cártel del Golfo— no manda el gobierno municipal, tampoco el del estado y menos el federal. En esa cárcel mandaban —y seguramente siguen mandando— Los Zetas; grupo criminal que planeó la fuga masiva de una treintena de sus integrantes, mientras que otros zetitas se encargaban de eliminar a los adversarios.
¿Y dónde estaban, desde el director de Seguridad Pública estatal, el similar en el rango municipal, el director del penal… y toda la estructura de mando?
Todos conocen la respuesta. Toda la estructura administrativa del penal trabajaba para los mandones de la cárcel: Los Zetas, quienes planearon la fuga, ordenaron la hora del escape, encontraron las puertas abiertas para emboscar a sus enemigos y, como si nada, se fueron. ¿Quién manda en el Penal de Apodaca? Los mismos que mandan en todas o casi todas las cárceles; los mismos que estimulan la corrupción, la impunidad, la violencia, los cañonazos en económico y las amenazas.
Mandan los criminales.
Y entonces de nada sirve que el Ejército y la Marina, además de la Policía Federal, se jueguen la vida persiguiendo y capturando a criminales de todos los rangos y de todas las bandas, si a unos los liberan los jueces, a otros los dejan ir los policías o militares corruptos, y los pocos que llegan a las cárceles hacen de las prisiones su centro de operaciones. Y eso ocurre lo mismo en los gobiernos azules, amarillos y tricolores.
Pero de eso no hablan los candidatos a puestos de elección popular. Y, claro, tienen el pretexto de que se les prohíbe hablar.
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