Raymundo Riva Palacio
El final de la precampaña presidencial en el PAN fue políticamente sangriento. No hay nada más duro y enconado en una competencia electoral, que una contienda interna. Y no hay nada más doloroso, triste, enconado y con secuelas, como una fratricida. Esto es lo que sucedió durante el proceso que concluyó este domingo, cuando el equipo que llevó a Felipe Calderón a la Presidencia, se fracturó y se peleó.
Este pleito se anidó hace seis años, cuando el equipo de Calderón se enfrentó al presidente del PAN, Manuel Espino, y más adelante le hizo una guerra interminable a alguien de los suyos, Josefina Vázquez Mota, encabezada por Juan Camilo Mouriño, cuyos escuderos están hoy con Ernesto Cordero.
Esa lucha entre los calderonistas tuvo un episodio intermedio, la batalla campal en Los Pinos que terminó con la salida de la jefa de Oficina, Patricia Flores –en la trinchera de Vázquez Mota-, y el responsable de los medios, Max Cortázar –en la de Cordero-.
La diferencia entre el conflicto en 2006 y el actual es que hubo un árbitro. Hace seis años, con el ex presidente Vicente Fox y Espino jugando las contras a Calderón, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, amortiguó los choques. Abascal atemperó cuando las cosas se desbordaban por los sabotajes a los compromisos Calderón, y aguantó, para no romper el frágil equilibrio, los insultos obscenos de Mouriño.
Los mouriñistas nunca dejaron en paz a Vázquez Mota, y en esta campaña, el Presidente y el líder del partido, Gustavo Madero, fueron mediadores ausentes.
Sin controles hoy en día, la guerra fratricida alcanzó niveles inéditos con la divulgación en los últimos días de grabaciones telefónicas de Vázquez Mota para desacreditarla. No está claro si las grabaciones forman parte del sistema permanente de contrainteligencia que desarrolla el Cisen, o si fueron realizadas únicamente durante el periodo de la campaña.
Un espionaje regular sobre Vázquez Mota requiere de muchos recursos y dinero. Las sospechas de que fueron hechas en el Cisen abundan –para estas fechas, si es verdad o mentira es irrelevante-, y los ojos acusatorios están sobre el secretario de Gobernación y ex director del organismo, Alejandro Poiré, que pertenecía, como Cordero y una parte de su equipo, al de Mouriño.
Las heridas son tan profundas que no hay cabeza fría para reflexionar si realmente son del Cisen y fueron proporcionadas por Poiré, puesto que existe una grabación donde Vázquez Mota comenta sobre su nombramiento en Gobernación y las implicaciones para la precampaña, que debería abrir una hipótesis si, en efecto, ese espionaje salió de una área del gobierno federal, o si es responsabilidad de sus rivales con el propósito de descomponer y desbalancear a Calderón, a su equipo y al PAN.
Las grabaciones son el colofón de traiciones en el mismo equipo. Por ejemplo, Guillermo Padrés, que sólo pudo ser gobernador de Sonora porque el entonces líder del PAN, Germán Martínez, hoy en día en el equipo de Vázquez Mota, lo impuso a costa del deseo de Calderón, quien por ello dejó de hablarle tres meses.
Padrés está actualmente de Cordero, como también los gobernadores de Baja California, José Guadalupe Osuna, que lo insultaba en su cara, y de Guanajuato, Juan Manuel Oliva, que siempre se quejaba en Los Pinos con leales de Vázquez Mota, del entonces secretario de Hacienda.
Las divisiones enconadas en el corazón del calderonismo generaron una herida que no se sabe cómo se va a poder sanar a partir de esta semana, ni si será irreversible. Lo que sí se sabe es que antes de la jornada del domingo pudo haber existido un pacto entre los aspirantes y no se dio.
Pudo el Presidente haberlos llamado a establecer un acuerdo para la mañana siguiente y tampoco se hizo. Por el contrario, dejaron todos que el fuego siguiera envenenando los corazones y la ira dominando la razón.
La palabra de unidad es una broma, pues aún con la mejor voluntad política de todos, el rencor que cultivaron en todas estas semanas, difícilmente se irá antes de la elección presidencial.
El final de la precampaña presidencial en el PAN fue políticamente sangriento. No hay nada más duro y enconado en una competencia electoral, que una contienda interna. Y no hay nada más doloroso, triste, enconado y con secuelas, como una fratricida. Esto es lo que sucedió durante el proceso que concluyó este domingo, cuando el equipo que llevó a Felipe Calderón a la Presidencia, se fracturó y se peleó.
Este pleito se anidó hace seis años, cuando el equipo de Calderón se enfrentó al presidente del PAN, Manuel Espino, y más adelante le hizo una guerra interminable a alguien de los suyos, Josefina Vázquez Mota, encabezada por Juan Camilo Mouriño, cuyos escuderos están hoy con Ernesto Cordero.
Esa lucha entre los calderonistas tuvo un episodio intermedio, la batalla campal en Los Pinos que terminó con la salida de la jefa de Oficina, Patricia Flores –en la trinchera de Vázquez Mota-, y el responsable de los medios, Max Cortázar –en la de Cordero-.
La diferencia entre el conflicto en 2006 y el actual es que hubo un árbitro. Hace seis años, con el ex presidente Vicente Fox y Espino jugando las contras a Calderón, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, amortiguó los choques. Abascal atemperó cuando las cosas se desbordaban por los sabotajes a los compromisos Calderón, y aguantó, para no romper el frágil equilibrio, los insultos obscenos de Mouriño.
Los mouriñistas nunca dejaron en paz a Vázquez Mota, y en esta campaña, el Presidente y el líder del partido, Gustavo Madero, fueron mediadores ausentes.
Sin controles hoy en día, la guerra fratricida alcanzó niveles inéditos con la divulgación en los últimos días de grabaciones telefónicas de Vázquez Mota para desacreditarla. No está claro si las grabaciones forman parte del sistema permanente de contrainteligencia que desarrolla el Cisen, o si fueron realizadas únicamente durante el periodo de la campaña.
Un espionaje regular sobre Vázquez Mota requiere de muchos recursos y dinero. Las sospechas de que fueron hechas en el Cisen abundan –para estas fechas, si es verdad o mentira es irrelevante-, y los ojos acusatorios están sobre el secretario de Gobernación y ex director del organismo, Alejandro Poiré, que pertenecía, como Cordero y una parte de su equipo, al de Mouriño.
Las heridas son tan profundas que no hay cabeza fría para reflexionar si realmente son del Cisen y fueron proporcionadas por Poiré, puesto que existe una grabación donde Vázquez Mota comenta sobre su nombramiento en Gobernación y las implicaciones para la precampaña, que debería abrir una hipótesis si, en efecto, ese espionaje salió de una área del gobierno federal, o si es responsabilidad de sus rivales con el propósito de descomponer y desbalancear a Calderón, a su equipo y al PAN.
Las grabaciones son el colofón de traiciones en el mismo equipo. Por ejemplo, Guillermo Padrés, que sólo pudo ser gobernador de Sonora porque el entonces líder del PAN, Germán Martínez, hoy en día en el equipo de Vázquez Mota, lo impuso a costa del deseo de Calderón, quien por ello dejó de hablarle tres meses.
Padrés está actualmente de Cordero, como también los gobernadores de Baja California, José Guadalupe Osuna, que lo insultaba en su cara, y de Guanajuato, Juan Manuel Oliva, que siempre se quejaba en Los Pinos con leales de Vázquez Mota, del entonces secretario de Hacienda.
Las divisiones enconadas en el corazón del calderonismo generaron una herida que no se sabe cómo se va a poder sanar a partir de esta semana, ni si será irreversible. Lo que sí se sabe es que antes de la jornada del domingo pudo haber existido un pacto entre los aspirantes y no se dio.
Pudo el Presidente haberlos llamado a establecer un acuerdo para la mañana siguiente y tampoco se hizo. Por el contrario, dejaron todos que el fuego siguiera envenenando los corazones y la ira dominando la razón.
La palabra de unidad es una broma, pues aún con la mejor voluntad política de todos, el rencor que cultivaron en todas estas semanas, difícilmente se irá antes de la elección presidencial.
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