PAN: el orden y la generosidad, a prueba

Pascal Beltrán del Río

Lo irreparable, me parece, es la forma en la que el partido de la derecha mexicana se ha manchado de las mismas acusaciones que éste lanza frecuentemente contra el PRI.

En sus 72 años de existencia, el Partido Acción Nacional ha enfrentado dos crisis de grandes proporciones.

La primera estalló en 1975, con motivo de la elección de su jefe nacional (en marzo de ese año) y la designación fallida de su candidato para las elecciones presidenciales de 1976. La división derivó en la renuncia de su dirigente.

La segunda tuvo lugar en 1992, cuando un grupo de miembros connotados del partido, agrupados en el Foro Democrático, renunciaron al partido, insatisfechos con la relación que su dirigencia había establecido con el gobierno federal.

Ambas crisis fueron de naturaleza ideológica. Sin duda tuvieron costos para el PAN, pero no se distinguieron de los episodios de depuración que suelen enfrentar los grandes partidos en el contexto de cambios nacionales e internacionales.

En estos momentos, Acción Nacional pudiera estar ante la tercera crisis de su historia. Los hechos de las próximas horas dirán si la división se manifiesta o se disipa.

Para cuando usted lea estas líneas, estimado lector, probablemente los miembros y adherentes del PAN, convocados para elegir al décimo candidato presidencial de su historia, ya estén depositando sus votos a favor de alguno de los tres aspirantes inscritos en la contienda.

A diferencia de las anteriores, la crisis que amenaza al panismo no es de naturaleza programática sino política. No son grandes ideas sobre la conducción del partido las que se encuentran a debate. El PAN, al igual que el PRI y la izquierda, hace rato que abandonó el debate ideológico interno y se ha concentrado en la conquista del poder.

Tras de 11 años de gobierno, está claro que Acción Nacional ha dejado de luchar por sus grandes ideales —en torno de temas torales como la educación y las libertades democráticas— y se ha convertido en una máquina para la competencia electoral.

El PAN, como el resto de los partidos en México, no es un instrumento para la transformación social sino una franquicia para el acceso al poder. Aunque a los panistas les gusta decir que el país ha cambiado para bien en estos años de alternancia, lo más probable es que el cambio principal se haya dado en el propio partido… para parecerse cada vez más al viejo PRI, al que combatió durante seis décadas.

En su favor, habrá quien diga que la represión no forma parte del catálogo panista para ejercer el poder. Es verdad, pero eso se debe más a una evolución de la sociedad mexicana —que ya no está dispuesta a ceder trozos de su libertad a cambio de una supuesta seguridad económica—, que había comenzado aun antes de que el PRI fuera expulsado de la Presidencia de la República.

A menos de que el próximo candidato o candidata del PAN, quienquiera que sea, dé un golpe de timón para sacar al país del estancamiento en que los tres principales partidos lo han colocado por actuar sólo en función de su cálculo y conveniencia, lo único que está en juego, hoy 5 de febrero, es cuál de los grupos en pugna se queda con el control de la franquicia blanquiazul.

El PAN entró en la actual contienda electoral con una gran tarea a cuestas: convencer al electorado de que merece otro período en la Presidencia. La labor no es sencilla. Pocos partidos en el mundo democrático reciben una tercera oportunidad consecutiva al frente de la nación. Y los resultados que entrega, luego de dos sexenios, no son tan buenos como nos quieren hacer creer los discursos que hemos escuchado en esta precampaña.

Aun así, los contrincantes han protagonizado una lucha descarnada por la candidatura, como si ella garantizara la permanencia del PAN en el poder.

Han olvidado que arrancan al menos 20 puntos atrás del PRI en las encuestas y que la oposición de izquierda —amenazada por su ancestral divisionismo— está haciendo un verdadero esfuerzo de unidad en sus filas.

Nunca, en una elección presidencial, el partido de gobierno ha quedado en tercer lugar de la votación, pero los panistas están haciendo todo lo posible por cambiar esa historia.

Y no se trata de tener aversión al debate, incluso a la confrontación ríspida. Pero no son ideas las que impulsan la lucha por la candidatura sino, claramente, intereses. Las acusaciones de espionaje y uso de recursos públicos en esta campaña dañan la imagen del PAN ante un electorado de por sí desconfiado de que ese partido esté conduciendo por buen camino al país.

Quienquiera que gane la candidatura de Acción Nacional —hoy o en la segunda vuelta, programada para el domingo 19— tendrá que remontar una cuesta salpicada de la porquería que hemos visto en este proceso interno, como la grosera caricaturización de los anuncios que la Fepade ha puesto al aire supuestamente para alertar a los ciudadanos sobre los delitos electorales más comunes.

Peor aún será si el actual proceso termina con el desconocimiento de los resultados por parte de uno o dos de los contendientes. Tremenda tarea tendrá el ungido o la ungida si al cierre de las urnas explotan denuncias sobre irregularidades —como las que ya han salpicado el proceso, en Sonora, Puebla y Veracruz—y si, al final, nadie tiene calidad moral para proclamarse triunfador(a).

Si, en cambio, el proceso logra salir adelante —con todo y las irregularidades exhibidas y denunciadas en días recientes, y los insultos que han volado— y dos de los contendientes levantan el brazo del ganador o ganadora, el PAN podrá abocarse, por fin, a elaborar los argumentos que necesita para competir en la contienda constitucional.

Lo irreparable, me parece, es la forma en la que el partido de la derecha mexicana se ha manchado de las mismas acusaciones que éste lanza frecuentemente contra el PRI.

¿Cómo acusar a otras fuerzas políticas de ser patrimonialistas y poco transparentes cuando los funcionarios públicos de extracción panista emplean un poder conferido por los electores en proteger los intereses del partido o una facción de éste?

¿Cómo alertar creíblemente a los electores sobre el peligro de un “regreso al pasado” al tiempo que se ofrecen despensas y pisos firmes a los ciudadanos más pobres para que voten por los candidatos del PAN? ¿Cómo denunciar la intolerancia del PRI cuando entre panistas se graban conversaciones telefónicas?

Más aún, ¿por qué votar por un candidato o candidata del PAN que ha sido descalificado en los peores términos, no a causa de sus ideas, por sus rivales internos?

Acción Nacional se ha infligido heridas a sí mismo en este proceso. Nadie, ni la dirigencia nacional ni los aspirantes a la candidatura ni lo santones del partido, ha metido las manos para impedirlo. Da la impresión de que el PAN se mira en el espejo y no le gusta lo que ve, y entonces, como adolescente perturbado, decide automutilarse.

¿Qué puede pesar más en los bandos que el deseo de enfrentar en unidad la tarea de competir por la Presidencia, como ya lo han hecho, cada quien a su modo, el PRI y la izquierda?

Es un misterio, pero no se puede descartar que, al margen del triunfo o la derrota en julio, haya potenciales ganancias en juego. Por las campañas corre mucho dinero, por arriba y por debajo de la mesa. Incluso una campaña perdedora puede representar, para algunos, la posibilidad de hacer negocios fantásticos.

No encuentro otra respuesta frente al riesgo de propiciar una ruptura política en el PAN, partido que, hasta hace poco, tenía una vida interna envidiable y lograba procesar discretamente sus diferencias, en beneficio de la organización.

Pienso que aun con todo lo que se ha visto en los últimos cinco meses la mayoría de los panistas puede poner por delante el interés del colectivo: salir a votar masivamente, evitar los espectáculos deleznables como el acarreo de electores y respetar al árbitro de la contienda.

Serán ingenuos quienes crean que el intento de manipular los resultados no se conocerá profusamente (en la era de YouTube y el celular con cámara).

Los únicos que saldrán ganando con una maniobra así serán los panistas en los que pese más el interés personal que el colectivo. La mayoría de los militantes seguramente quiere otra cosa, igual que los ciudadanos que no por no militar en una organización política olvidan lo que dice el artículo 41 de la Constitución (a la que festejamos hoy): los partidos son entidades de interés público.

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