Jorge Fernández Menéndez
¿Qué pasa en Nuevo León? ¿Por qué un estado de los más pujantes y ricos del país puede ser exhibido en la prensa mundial como un ejemplo del desgobierno y la falta de control institucional a partir de la fuga, del motín y, además, de la rebelión de los familiares de los presos en Apodaca? ¿Cómo puede ser que los grupos criminales, a pesar de los enormes esfuerzos, tanto humanos como materiales, políticos y económicos, realizados para recuperar la paz y la seguridad sobre todo en Monterrey y su área conurbada, siguen teniendo peso e influencia para realizar acciones como las de Apodaca?
No hay respuestas sencillas, pero me parece que algunos puntos son primordiales al respecto. En primer lugar, hay que insistir en que la penetración de los grupos criminales en la entidad fue más profunda y estuvo desatendida por mucho más tiempo de lo que se suele considerar. Desde los tiempos de la administración de Fernando Canales Clariond era evidente que el narcotráfico había penetrado profundamente en la entidad y las advertencias fueron, todas, desatendidas. No mejoró la situación cuando regresó el priismo al gobierno, e incluso durante el cambio de administración, en varios municipios, incluidos Monterrey y otros, se permitió, consciente o inconscientemente, el ingreso de Los Zetas, quizá como una forma de contraponerlos a cárteles que tenían control sobre la zona desde tiempo atrás. A eso se sumó la división del cártel del Pacífico, entre los seguidores del Chapo Guzmán y el grupo de los Beltrán Leyva que tenían, sobre todo estos últimos, fuerte presencia en Monterrey. Todos, el Golfo, Los Zetas, los del Chapo y los Beltrán, tenían presencia en los cuerpos policiales locales, utilizándolos como mecanismos de protección, lo mismo que a distintos personajes políticos, pero cuando comenzaron los enfrentamientos entre los cárteles, los cuerpos policiales debieron comenzar a tomar partido. En la medida en que tomaron partido abiertamente se hicieron más vulnerables, más corruptos y también cada vez más subordinados a sus verdaderos jefes criminales.
Todo ese proceso se dio en medio de un deterioro social y político que no puede ser ignorado. En Nuevo León, y particularmente en el área conurbada de Monterrey, como ocurrió en otras ciudades que tuvieron un crecimiento económico importante, junto con la riqueza y el desarrollo, crecieron la desigualdad y la falta de oportunidades para los jóvenes. Nuevo León no es uno de los estados más pobres del país, pero sí de los más desiguales. Y ya hemos sido testigos de cómo esa desigualdad es el fermento, en muchas ocasiones más que la pobreza en sí, de la violencia que acompaña a la inseguridad. Los grupos criminales, en ese contexto de deterioro institucional, corrupción y desigualdad, lograron construir bases sociales, como lo demuestran muchos episodios, desde los jóvenes encapuchados que se opusieron a los primeros operativos contra el crimen organizado hasta las mujeres que aparecieron el martes en Apodaca con el fin de oponerse al traslado de presos, pasando por un crecimiento de 500% de las pandillas en la entidad.
Muchos acusan de esa situación al gobierno de Natividad González Parás y ahora al de Rodrigo Medina. En parte tienen razón. Ambos cometieron errores de todo tipo en este proceso, y la corrupción los ha alcanzado en distintos niveles, pero la responsabilidad debe ser compartida: el proceso se inició desde la administración de Canales Clariond, y el PAN terminó cooptado por personajes como Adalberto Madero y Fernando Larrazabal, que están lejos de ser un ejemplo de honestidad. En ese contexto, algunos grupos empresariales ahora descubrieron el lopezobradorismo como una alternativa que, paradójicamente, ahondará los males que los aquejan.
En última instancia, creo que en Nuevo León se está pagando el costo de haber sobrevalorado sus posibilidades y su modelo, pero también de haber despreciado, en muchos sentidos, desde los poderosos grupos de poder locales, al Estado. Se pensó durante demasiado tiempo que la solución a los problemas pasaba por sus respectivos centros de operación, y se dejó al gobierno y sus instituciones abandonados y, mientras, los esfuerzos sanos se canalizaban en las empresas y sus instituciones sociales, culturales y deportivas, se olvidó durante demasiado tiempo que para que éstas fueran sólidas y estuvieran protegidas se debían consolidar las instituciones políticas y de seguridad. Los mejores no sólo deben estar en las empresas, deben estar también en las instituciones.
No hay, no habrá, para Nuevo León, soluciones mágicas. Tampoco se podrá reacomodar todo el escenario, pese a los avances reales que se han obtenido en distintos ámbitos de la seguridad, sin una participación de la comunidad que vaya mucho más allá del reclamo y la exigencia. Para empezar, colocando en las posiciones de poder, desde el gobierno hasta la dirección de un reclusorio, a los mejores.
¿Qué pasa en Nuevo León? ¿Por qué un estado de los más pujantes y ricos del país puede ser exhibido en la prensa mundial como un ejemplo del desgobierno y la falta de control institucional a partir de la fuga, del motín y, además, de la rebelión de los familiares de los presos en Apodaca? ¿Cómo puede ser que los grupos criminales, a pesar de los enormes esfuerzos, tanto humanos como materiales, políticos y económicos, realizados para recuperar la paz y la seguridad sobre todo en Monterrey y su área conurbada, siguen teniendo peso e influencia para realizar acciones como las de Apodaca?
No hay respuestas sencillas, pero me parece que algunos puntos son primordiales al respecto. En primer lugar, hay que insistir en que la penetración de los grupos criminales en la entidad fue más profunda y estuvo desatendida por mucho más tiempo de lo que se suele considerar. Desde los tiempos de la administración de Fernando Canales Clariond era evidente que el narcotráfico había penetrado profundamente en la entidad y las advertencias fueron, todas, desatendidas. No mejoró la situación cuando regresó el priismo al gobierno, e incluso durante el cambio de administración, en varios municipios, incluidos Monterrey y otros, se permitió, consciente o inconscientemente, el ingreso de Los Zetas, quizá como una forma de contraponerlos a cárteles que tenían control sobre la zona desde tiempo atrás. A eso se sumó la división del cártel del Pacífico, entre los seguidores del Chapo Guzmán y el grupo de los Beltrán Leyva que tenían, sobre todo estos últimos, fuerte presencia en Monterrey. Todos, el Golfo, Los Zetas, los del Chapo y los Beltrán, tenían presencia en los cuerpos policiales locales, utilizándolos como mecanismos de protección, lo mismo que a distintos personajes políticos, pero cuando comenzaron los enfrentamientos entre los cárteles, los cuerpos policiales debieron comenzar a tomar partido. En la medida en que tomaron partido abiertamente se hicieron más vulnerables, más corruptos y también cada vez más subordinados a sus verdaderos jefes criminales.
Todo ese proceso se dio en medio de un deterioro social y político que no puede ser ignorado. En Nuevo León, y particularmente en el área conurbada de Monterrey, como ocurrió en otras ciudades que tuvieron un crecimiento económico importante, junto con la riqueza y el desarrollo, crecieron la desigualdad y la falta de oportunidades para los jóvenes. Nuevo León no es uno de los estados más pobres del país, pero sí de los más desiguales. Y ya hemos sido testigos de cómo esa desigualdad es el fermento, en muchas ocasiones más que la pobreza en sí, de la violencia que acompaña a la inseguridad. Los grupos criminales, en ese contexto de deterioro institucional, corrupción y desigualdad, lograron construir bases sociales, como lo demuestran muchos episodios, desde los jóvenes encapuchados que se opusieron a los primeros operativos contra el crimen organizado hasta las mujeres que aparecieron el martes en Apodaca con el fin de oponerse al traslado de presos, pasando por un crecimiento de 500% de las pandillas en la entidad.
Muchos acusan de esa situación al gobierno de Natividad González Parás y ahora al de Rodrigo Medina. En parte tienen razón. Ambos cometieron errores de todo tipo en este proceso, y la corrupción los ha alcanzado en distintos niveles, pero la responsabilidad debe ser compartida: el proceso se inició desde la administración de Canales Clariond, y el PAN terminó cooptado por personajes como Adalberto Madero y Fernando Larrazabal, que están lejos de ser un ejemplo de honestidad. En ese contexto, algunos grupos empresariales ahora descubrieron el lopezobradorismo como una alternativa que, paradójicamente, ahondará los males que los aquejan.
En última instancia, creo que en Nuevo León se está pagando el costo de haber sobrevalorado sus posibilidades y su modelo, pero también de haber despreciado, en muchos sentidos, desde los poderosos grupos de poder locales, al Estado. Se pensó durante demasiado tiempo que la solución a los problemas pasaba por sus respectivos centros de operación, y se dejó al gobierno y sus instituciones abandonados y, mientras, los esfuerzos sanos se canalizaban en las empresas y sus instituciones sociales, culturales y deportivas, se olvidó durante demasiado tiempo que para que éstas fueran sólidas y estuvieran protegidas se debían consolidar las instituciones políticas y de seguridad. Los mejores no sólo deben estar en las empresas, deben estar también en las instituciones.
No hay, no habrá, para Nuevo León, soluciones mágicas. Tampoco se podrá reacomodar todo el escenario, pese a los avances reales que se han obtenido en distintos ámbitos de la seguridad, sin una participación de la comunidad que vaya mucho más allá del reclamo y la exigencia. Para empezar, colocando en las posiciones de poder, desde el gobierno hasta la dirección de un reclusorio, a los mejores.
Comentarios