Jorge Fernández Menéndez
Ayer, mientras la atención estaba puesta en unas elecciones panistas que al momento de escribir estas líneas tenían, sin que fueran resultados oficiales como ganadora indiscutible a Josefina Vázquez Mota (la mejor noticia que podría tener el PAN de cara al proceso electoral, un resultado que tendrá que acabar con la inútil polarización interna de ese partido), se conmemoró el 95 aniversario de la promulgación de la Constitución. Dejemos de lado los discursos, la tradición, los actos en Querétaro y preguntémonos para qué sirve una Constitución a la que, desde 1917, se le ha adicionado de todo, desde los precios del aguamiel, que se especifica se deben fijar por ordenamiento constitucional, hasta adiciones que son en realidad reglamentos de todo tipo, incluyendo por supuesto los electorales.
No se necesita ser un constitucionalista para comprobar que la Constitución, así como ha sido construida, no está sirviendo, no funciona y termina constituyéndose en un instrumento tan sobrecargado que es relativamente fácil de vulnerar, comenzando porque muchos de sus ordenamientos no tienen leyes secundarias que los hagan realidad, y segundo porque ha pasado, como se ha dicho, de un texto casi aspiracional (sobre cómo debería ser el país que queríamos construir) a uno en el cual sobran demasiadas cosas de las que se cumplen demasiadas pocas.
Lo que sucede es que como sociedad, sobre todo la sociedad política, nos gusta tener buenas leyes, colocarlas en el texto constitucional y luego no cumplirlas. En realidad despreciamos la ley, o tenemos la idea de que las leyes deben ser muy buenas en la letra pero no nos gusta cumplirlas. La reforma electoral (y Constitucional) de 2007 es una demostración de ello: desde que se aprobó, los partidos sabían que estaban estableciendo una ley destinada a ser violada. Lo vimos en 2009, en las elecciones de medio término, y lo vemos ahora, cotidianamente. Vemos cómo todo el andamiaje bastante absurdo de mecanismos de publicidad, de campañas y precampañas, de tiempos, e incluso de debates, sirve para bastante poco, comenzando por lo básico: tener elecciones competidas, normadas con racionalidad y confiables para la ciudadanía. No es así: hoy el sistema electoral es más complejo que nunca y qué mejor imagen de ello que el consejo general del IFE tratando de interpretar qué hacer con los debates y aun más con la cobertura de los medios. No olvidemos tampoco que, para sacar adelante esa reforma, primero se violó, tácitamente, uno de los principales preceptos constitucionales: la independencia de los órganos autónomos como el IFE. Si con la ley en la mano se podía descabezar ese organismo, ¿por qué no se podía construir después una ley electoral que sirviera para tratar de atarle las manos a los medios, a las instituciones, a los poderes políticos pero sobre todo a los adversarios, para luego tratar de sacar ventaja de ella, para aprovecharse de una sobrerregulación que, como todas, facilita el que una ley sea más vulnerable.
No importan las leyes: López Obrador puede ir a Cananea y decir que si él es Presidente no “perseguirá” a Napoleón Gómez Urrutia, que está acusado de haberle robado más de 60 millones de dólares a sus propios trabajadores y eso cuando buena parte de la dirigencia partidaria está en manos de líderes a los que vimos cargando con maletas de dinero, producto del chantaje, dinero que jamás han explicado cómo utilizaron. El PRI puede colocar en puestos estratégicos a dirigentes a los que expulsó de su seno hace unas pocos meses y cuando se divulga que algunos ex gobernadores están relacionados con la delincuencia organizada, en lugar de exigir una investigación de fondo y separar a quienes son sospechosos de un delito, los cobija, los apapacha… y los hace candidatos. En el PAN se pueden grabar conversaciones telefónicas y divulgarlas para desprestigiar a sus adversarios, se pueden repartir despensas, se puede hacer lo que sea para ganar una interna aunque se vulneren una y otra vez no sólo las normas y la ética partidaria sino también las leyes. Pero todos hablan de respetar la ley y que ella se cumpla… pero en los bueyes del compadre.
Es verdad que la Constitución debe ser un instrumento vivo, pero no necesitamos una ley fundamental que sea un compendio de buenos y malos propósitos. Y de cuanta ocurrencia se le puede añadir. Todos los países que tienen una Constitución que los rige, le hacen modificaciones, la adaptan a los tiempos, pero ninguno la manipula o utiliza como nosotros. Deberíamos depurar la Constitución para hacer que se cumpla con ella en forma irrestricta. No hay otra forma de transformar una cultura de la ilegalidad en una de legalidad. Y para que la Constitución sea, por sobre todas las cosas, un instrumento útil más que una extensa declaración de principios.
Ayer, mientras la atención estaba puesta en unas elecciones panistas que al momento de escribir estas líneas tenían, sin que fueran resultados oficiales como ganadora indiscutible a Josefina Vázquez Mota (la mejor noticia que podría tener el PAN de cara al proceso electoral, un resultado que tendrá que acabar con la inútil polarización interna de ese partido), se conmemoró el 95 aniversario de la promulgación de la Constitución. Dejemos de lado los discursos, la tradición, los actos en Querétaro y preguntémonos para qué sirve una Constitución a la que, desde 1917, se le ha adicionado de todo, desde los precios del aguamiel, que se especifica se deben fijar por ordenamiento constitucional, hasta adiciones que son en realidad reglamentos de todo tipo, incluyendo por supuesto los electorales.
No se necesita ser un constitucionalista para comprobar que la Constitución, así como ha sido construida, no está sirviendo, no funciona y termina constituyéndose en un instrumento tan sobrecargado que es relativamente fácil de vulnerar, comenzando porque muchos de sus ordenamientos no tienen leyes secundarias que los hagan realidad, y segundo porque ha pasado, como se ha dicho, de un texto casi aspiracional (sobre cómo debería ser el país que queríamos construir) a uno en el cual sobran demasiadas cosas de las que se cumplen demasiadas pocas.
Lo que sucede es que como sociedad, sobre todo la sociedad política, nos gusta tener buenas leyes, colocarlas en el texto constitucional y luego no cumplirlas. En realidad despreciamos la ley, o tenemos la idea de que las leyes deben ser muy buenas en la letra pero no nos gusta cumplirlas. La reforma electoral (y Constitucional) de 2007 es una demostración de ello: desde que se aprobó, los partidos sabían que estaban estableciendo una ley destinada a ser violada. Lo vimos en 2009, en las elecciones de medio término, y lo vemos ahora, cotidianamente. Vemos cómo todo el andamiaje bastante absurdo de mecanismos de publicidad, de campañas y precampañas, de tiempos, e incluso de debates, sirve para bastante poco, comenzando por lo básico: tener elecciones competidas, normadas con racionalidad y confiables para la ciudadanía. No es así: hoy el sistema electoral es más complejo que nunca y qué mejor imagen de ello que el consejo general del IFE tratando de interpretar qué hacer con los debates y aun más con la cobertura de los medios. No olvidemos tampoco que, para sacar adelante esa reforma, primero se violó, tácitamente, uno de los principales preceptos constitucionales: la independencia de los órganos autónomos como el IFE. Si con la ley en la mano se podía descabezar ese organismo, ¿por qué no se podía construir después una ley electoral que sirviera para tratar de atarle las manos a los medios, a las instituciones, a los poderes políticos pero sobre todo a los adversarios, para luego tratar de sacar ventaja de ella, para aprovecharse de una sobrerregulación que, como todas, facilita el que una ley sea más vulnerable.
No importan las leyes: López Obrador puede ir a Cananea y decir que si él es Presidente no “perseguirá” a Napoleón Gómez Urrutia, que está acusado de haberle robado más de 60 millones de dólares a sus propios trabajadores y eso cuando buena parte de la dirigencia partidaria está en manos de líderes a los que vimos cargando con maletas de dinero, producto del chantaje, dinero que jamás han explicado cómo utilizaron. El PRI puede colocar en puestos estratégicos a dirigentes a los que expulsó de su seno hace unas pocos meses y cuando se divulga que algunos ex gobernadores están relacionados con la delincuencia organizada, en lugar de exigir una investigación de fondo y separar a quienes son sospechosos de un delito, los cobija, los apapacha… y los hace candidatos. En el PAN se pueden grabar conversaciones telefónicas y divulgarlas para desprestigiar a sus adversarios, se pueden repartir despensas, se puede hacer lo que sea para ganar una interna aunque se vulneren una y otra vez no sólo las normas y la ética partidaria sino también las leyes. Pero todos hablan de respetar la ley y que ella se cumpla… pero en los bueyes del compadre.
Es verdad que la Constitución debe ser un instrumento vivo, pero no necesitamos una ley fundamental que sea un compendio de buenos y malos propósitos. Y de cuanta ocurrencia se le puede añadir. Todos los países que tienen una Constitución que los rige, le hacen modificaciones, la adaptan a los tiempos, pero ninguno la manipula o utiliza como nosotros. Deberíamos depurar la Constitución para hacer que se cumpla con ella en forma irrestricta. No hay otra forma de transformar una cultura de la ilegalidad en una de legalidad. Y para que la Constitución sea, por sobre todas las cosas, un instrumento útil más que una extensa declaración de principios.
Comentarios