Pedro Miguel / Navegaciones
El joven sudamericano me atendió con una amabilidad inusitada en cualquier latitud, se tomó la molestia de aclarar todas y cada una de mis dudas sobre la tarjeta de video que le estaba comprando y me ofreció ayudarme en la instalación del artefacto si me surgía un contratiempo. Esto ocurrió en un pequeño local de piezas electrónicas en la calle de Isabel la Católica, no lejos de donde esta soberana medieval se cruza con Venustiano Carranza, en una de esas extrañas maromas que llevan a personajes históricos disímiles a ayuntarse en la nomenclatura urbana. Unos cientos de metros al norte de allí, rumbo a Arcos de Belén, abre sus puertas un café propiedad de maronitas de origen libanés; del otro lado de la calle una cooperativa de zapotecos ofrece variados textiles de sobriedad impactante y cinco locales después se encuentra la pastería de León Kopeliovich. Allí se ofrece el modelo clásico, el minero, de carne con papas, más otros, de invención del propietario, como el de mango con queso filadelfia. León pone en sus productos la misma pasión que en la escultura (porque también es escultor) y los cuida desde que son ingredientes básicos hasta después de ser despachados: aconseja al comprador la manera correcta de recalentarlos y brinda una cuidadosa descripción de las envolturas y sus detalles, para que pueda identificarse cuál es cuál. Kopeliovich es amable y de plática fácil y cuida la venta de un paste de 20 pesos con el mismo empeño con que alguien cuidaría un contrato de construcción por 15 millones de dólares.
La presencia de estos negocios pequeños, pero bien llevados, en una arteria que lleva por nombre Isabel la Católica, es una esperanzadora paradoja. Supongo que quienes batuizaron esa vialidad en los cánones de ese tiempo, Isabel de Castilla fue una heroína, forjadora principal del Estado español, consumadora de la reconquista cristiana de la península y triunfadora de varias guerras: la que encabezó contra la infortunada Juana de Trastámara, su sobrina; la que emprendió contra los herejes, de la mano de la Santa Inquisición; la que llevó a cabo contra el reino nazarí de Granada; las campañas de Italia y la intervención contra los turcos en Cefalonia, entre otras. Sin contar, por supuesto, con la que dejó apenas encaminada en este hemisferio, y que habría de ser la más sangrienta de todas: la de la Conquista.
Adicionalmente, el régimen encabezado por Isabel de Castilla y su marido, Fernando de Aragón, ordenó la expulsión de España de los judíos (Edicto de Granada, 1492), de los gitanos (Pragmática de Medina del Campo, 1499) y musulmanes (Pragmática de 1502). La destrucción del Sefarad y del Al Andalus conllevó prácticas que hoy en día se denominan crímenes de odio, xeonofobia, racismo y limpieza étnica. Desde la perspectiva de la ética desarrollada en el siglo XX –el término genocidio lo acuñó el polaco Raphael Lemkin en 1944 para definir lo que hicieron los turcos contra los armenios–, la obra de gobierno de Isabel y Fernando cabría entera en el Estatuto del Tribunal de Nuremberg para crímenes contra la humanidad: asesinato, exterminio, esclavitud, deportación y cualquier otro acto inhumano contra la población civil, o persecución por motivos religiosos, raciales o políticos.
Pero Isabel de Castilla era una señora medieval que no se enredaba en asuntos morales que ya planteaban, en su época, humanistas como Pico della Mirandola (1463-1494), quien en su admirable Discurso sobre la dignidad del hombre formuló una moral basada en el derecho inalienable a la discrepancia, el respeto por las diversidades culturales y religiosas y el derecho al crecimiento y enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia, y vio en el cristianismo no un violento ariete de la intolerancia –como lo viven los Bush, Ratzinger, Calderón Hinojosa y otros cristianos– sino un punto de convergencia y un territorio de paz filosófica para todas las doctrinas.
A la soberana lo que le interesaba era erigir la grandeza de su reino, y además debía lidiar con la rebeldía de su hija Juana (llamada la Loca, acaso por eso mismo) y con la legendaria vacuidad de su esposo, Fernando, quien se la pasaba haciendo hijos bastardos y al que hasta en retrato se le nota lo pendejo. Su divisa real era Tanto monta..., en referencia a que da igual cortar el nudo gordiano que desatarlo; hoy se diría que el fin justifica los medios o, en mexicano del bajo dialecto tardío, haiga sido como haiga sido. La dictadura franquista cambió el sentido del lema y lo reconvirtió en un insospechado alegato de igualdad de género para los Reyes Católicos, que eran sus ídolos: Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.
Al parecer, Isabel montaba mucho más que el marido. Mi abuelo nunca se aventuró fuera de su pueblo, pero de algún modo supo que en un monumento funerario de la Capilla Real de Granada se hace alusión a la diferencia. Y sí: en la hermosa que cubre el sepulcro de ambos, Domenico Fancelli los representó difuntos, lado a lado; Fernando carga con el peso de un espadón enorme que jamás blandió en vida, mientras Isabel voltea ligeramente la cabeza hacia el lado opuesto, en un gesto, diríase, de eterno desdén conyugal hacia su nimio marido. En la foto de mármol, la testa coronada de Fernando se proyecta hacia arriba, como si no pesara, mientras que la de su esposa se hunde de manera evidente en la almohada. Y decía mi abuelo que ese detalle representa la inteligencia superior de las mujeres en general, o de esa mujer en particular, y creo que tenía razón.
Semanas atrás, un fulano de cuyo nombre no quiero acordarme fue videograbado cuando golpeaba a un empleado y después expuesto a la opinión pública. El agresor resultó ser judío. Claro que entre los judíos, como entre cualquier otro grupo humano, uno que otro canalla, como esos gentiles o goyim que llamaron extranjero al golpeador de marras. Lo malo es que esa forma de pensar es gobierno. Hace unos días, al responder a un joven que lo interpelaba en Guadalajara, Calderón soltó esta lindeza: “Aquí, la ley no es ni del Chapo, ni de Los Zetas, ni del Golfo. Aquí, la ley es la que nos damos los mexicanos, y no permitiremos que otra ley se imponga sobre la ley de los mexicanos”. Por caridad, que alguien le explique al señor la diferencia entre nacionalidad y legalidad, le haga saber que El Chapo no es sueco ni Los Zetas, tamiles, que los del Golfo no se llaman así por el Golfo Pérsico, y que la delincuencia organizada no se castiga con pérdida de la nacionalidad.
La gran mayoría de los seres humanos, además de ser judíos, o musulmanes, o maronitas, o budistas, o zapotecos, o argentinos, o anarcosindicalistas, o conservadores, o albañiles, o joyeros, o sobrecargos, o cofrades del Santo Sepulcro, o bisexuales, está compuesta por buenas personas. A la larga, la hibridación, el contagio y el enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia son principios más fuertes y vitales que el integrismo cristiano, islámico o cualquier otro. Y en las calles de Isabel la Católica, por las que pululan comerciantes de todas las raíces, incluida, por supuesto, la mexica (que no es más y no es menos que la purépecha, la la vasca o la china), uno evoca la convivencia pacífica del Sefarad, Al Andalus y España antes de que los Reyes Católicos decidieran que no bastaba con ostentar el control político ni con derrotar militarmente al emir o al califa, sino que era bueno y justo, además, suprimir lenguas, religiones, culturas, hablantes y creyentes. Si la reina se enterara de lo que ocurre en su calle, sus huesos brincarían de susto bajo la escultura de Fancelli.
El joven sudamericano me atendió con una amabilidad inusitada en cualquier latitud, se tomó la molestia de aclarar todas y cada una de mis dudas sobre la tarjeta de video que le estaba comprando y me ofreció ayudarme en la instalación del artefacto si me surgía un contratiempo. Esto ocurrió en un pequeño local de piezas electrónicas en la calle de Isabel la Católica, no lejos de donde esta soberana medieval se cruza con Venustiano Carranza, en una de esas extrañas maromas que llevan a personajes históricos disímiles a ayuntarse en la nomenclatura urbana. Unos cientos de metros al norte de allí, rumbo a Arcos de Belén, abre sus puertas un café propiedad de maronitas de origen libanés; del otro lado de la calle una cooperativa de zapotecos ofrece variados textiles de sobriedad impactante y cinco locales después se encuentra la pastería de León Kopeliovich. Allí se ofrece el modelo clásico, el minero, de carne con papas, más otros, de invención del propietario, como el de mango con queso filadelfia. León pone en sus productos la misma pasión que en la escultura (porque también es escultor) y los cuida desde que son ingredientes básicos hasta después de ser despachados: aconseja al comprador la manera correcta de recalentarlos y brinda una cuidadosa descripción de las envolturas y sus detalles, para que pueda identificarse cuál es cuál. Kopeliovich es amable y de plática fácil y cuida la venta de un paste de 20 pesos con el mismo empeño con que alguien cuidaría un contrato de construcción por 15 millones de dólares.
La presencia de estos negocios pequeños, pero bien llevados, en una arteria que lleva por nombre Isabel la Católica, es una esperanzadora paradoja. Supongo que quienes batuizaron esa vialidad en los cánones de ese tiempo, Isabel de Castilla fue una heroína, forjadora principal del Estado español, consumadora de la reconquista cristiana de la península y triunfadora de varias guerras: la que encabezó contra la infortunada Juana de Trastámara, su sobrina; la que emprendió contra los herejes, de la mano de la Santa Inquisición; la que llevó a cabo contra el reino nazarí de Granada; las campañas de Italia y la intervención contra los turcos en Cefalonia, entre otras. Sin contar, por supuesto, con la que dejó apenas encaminada en este hemisferio, y que habría de ser la más sangrienta de todas: la de la Conquista.
Adicionalmente, el régimen encabezado por Isabel de Castilla y su marido, Fernando de Aragón, ordenó la expulsión de España de los judíos (Edicto de Granada, 1492), de los gitanos (Pragmática de Medina del Campo, 1499) y musulmanes (Pragmática de 1502). La destrucción del Sefarad y del Al Andalus conllevó prácticas que hoy en día se denominan crímenes de odio, xeonofobia, racismo y limpieza étnica. Desde la perspectiva de la ética desarrollada en el siglo XX –el término genocidio lo acuñó el polaco Raphael Lemkin en 1944 para definir lo que hicieron los turcos contra los armenios–, la obra de gobierno de Isabel y Fernando cabría entera en el Estatuto del Tribunal de Nuremberg para crímenes contra la humanidad: asesinato, exterminio, esclavitud, deportación y cualquier otro acto inhumano contra la población civil, o persecución por motivos religiosos, raciales o políticos.
Pero Isabel de Castilla era una señora medieval que no se enredaba en asuntos morales que ya planteaban, en su época, humanistas como Pico della Mirandola (1463-1494), quien en su admirable Discurso sobre la dignidad del hombre formuló una moral basada en el derecho inalienable a la discrepancia, el respeto por las diversidades culturales y religiosas y el derecho al crecimiento y enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia, y vio en el cristianismo no un violento ariete de la intolerancia –como lo viven los Bush, Ratzinger, Calderón Hinojosa y otros cristianos– sino un punto de convergencia y un territorio de paz filosófica para todas las doctrinas.
A la soberana lo que le interesaba era erigir la grandeza de su reino, y además debía lidiar con la rebeldía de su hija Juana (llamada la Loca, acaso por eso mismo) y con la legendaria vacuidad de su esposo, Fernando, quien se la pasaba haciendo hijos bastardos y al que hasta en retrato se le nota lo pendejo. Su divisa real era Tanto monta..., en referencia a que da igual cortar el nudo gordiano que desatarlo; hoy se diría que el fin justifica los medios o, en mexicano del bajo dialecto tardío, haiga sido como haiga sido. La dictadura franquista cambió el sentido del lema y lo reconvirtió en un insospechado alegato de igualdad de género para los Reyes Católicos, que eran sus ídolos: Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.
Al parecer, Isabel montaba mucho más que el marido. Mi abuelo nunca se aventuró fuera de su pueblo, pero de algún modo supo que en un monumento funerario de la Capilla Real de Granada se hace alusión a la diferencia. Y sí: en la hermosa que cubre el sepulcro de ambos, Domenico Fancelli los representó difuntos, lado a lado; Fernando carga con el peso de un espadón enorme que jamás blandió en vida, mientras Isabel voltea ligeramente la cabeza hacia el lado opuesto, en un gesto, diríase, de eterno desdén conyugal hacia su nimio marido. En la foto de mármol, la testa coronada de Fernando se proyecta hacia arriba, como si no pesara, mientras que la de su esposa se hunde de manera evidente en la almohada. Y decía mi abuelo que ese detalle representa la inteligencia superior de las mujeres en general, o de esa mujer en particular, y creo que tenía razón.
Semanas atrás, un fulano de cuyo nombre no quiero acordarme fue videograbado cuando golpeaba a un empleado y después expuesto a la opinión pública. El agresor resultó ser judío. Claro que entre los judíos, como entre cualquier otro grupo humano, uno que otro canalla, como esos gentiles o goyim que llamaron extranjero al golpeador de marras. Lo malo es que esa forma de pensar es gobierno. Hace unos días, al responder a un joven que lo interpelaba en Guadalajara, Calderón soltó esta lindeza: “Aquí, la ley no es ni del Chapo, ni de Los Zetas, ni del Golfo. Aquí, la ley es la que nos damos los mexicanos, y no permitiremos que otra ley se imponga sobre la ley de los mexicanos”. Por caridad, que alguien le explique al señor la diferencia entre nacionalidad y legalidad, le haga saber que El Chapo no es sueco ni Los Zetas, tamiles, que los del Golfo no se llaman así por el Golfo Pérsico, y que la delincuencia organizada no se castiga con pérdida de la nacionalidad.
La gran mayoría de los seres humanos, además de ser judíos, o musulmanes, o maronitas, o budistas, o zapotecos, o argentinos, o anarcosindicalistas, o conservadores, o albañiles, o joyeros, o sobrecargos, o cofrades del Santo Sepulcro, o bisexuales, está compuesta por buenas personas. A la larga, la hibridación, el contagio y el enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia son principios más fuertes y vitales que el integrismo cristiano, islámico o cualquier otro. Y en las calles de Isabel la Católica, por las que pululan comerciantes de todas las raíces, incluida, por supuesto, la mexica (que no es más y no es menos que la purépecha, la la vasca o la china), uno evoca la convivencia pacífica del Sefarad, Al Andalus y España antes de que los Reyes Católicos decidieran que no bastaba con ostentar el control político ni con derrotar militarmente al emir o al califa, sino que era bueno y justo, además, suprimir lenguas, religiones, culturas, hablantes y creyentes. Si la reina se enterara de lo que ocurre en su calle, sus huesos brincarían de susto bajo la escultura de Fancelli.
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