Pedro Miguel / Navegaciones
Si Homero hubiera vivido en la Reynosa contemporánea, los aqueos no habrían ido a Ilión por Helena, sino a cobrar derecho de piso. De todos modos la negociación habría acabado mal y en las cenizas humeantes de la urbe alguien habría garrapateado: para que se enseñen a respetar. En caso de que el rapsoda se hubiera negado a darle gusto a su entorno sociocultural, su siguiente rola le habría salido trunca: Ulises llega al Estigia y, por falta de autor, chan chan, allí se queda.
Tal vez en México, en los infiernos regionales que genera la guerra por el narcotráfico, no haya en gestación un valor artístico de rango homérico, pero no se puede dar nada por seguro. Lo que se escucha ahora parece, en su mayor parte, deplorable, y acaso lo sea: no ha pasado por el tamiz del tiempo, que envía 49 de cada 50 creaciones a la basura –seamos optimistas– y atornilla la restante al muro de la posteridad. Nada tiene que ver, en el proceso de descarte, si la obra es producida bajo cuerda o si es producto de un acto de libertad. Recuérdese, para seguir con el ejemplo, que en la etimología de Homero se encuentra rehén, y que una elucubraciones biográfica afirma que era uno de esos descendientes de prisioneros de guerra a los que se confinaba al papel de memorizar, seguramente al gusto de sus patrones, las tradiciones épicas.
Así que no hay nada nuevo en la condición de quienes se dedican a componer y ejecutar narcocorridos: historias y proclamas musicalizadas que plasman hazañas verdaderas o imaginarias, aunque ilícitas, amenazas reales y bravuconadas evidentes, por lo general en el cauce del viejo romance castellano. Buenas, malas o pésimas, las que sobrevivan de esas composiciones un día cobrarán un significado inseparable del resto de la cultura. En todo caso, los cantos serán más longevos que sus autores, a juzgar por los muchos narcocorridistas asesinados.
Además de los riesgos propios del oficio, hay una tendencia a criminalizar, literalmente, las letras. Hoy por hoy, los narcocorridos chorrean incorrección política porque suelen exaltar, o cuando menos no juzgar, las andanzas de los criminales, en un contexto sociopolicial y militar en el que esa clase de protagonistas son descritos, con razón, sin ella o con alguna, como los máximos enemigos de la sociedad, de la Patria y del orden cósmico.
Recientemente se reactivó una vieja iniciativa panista (de 2007) de reformas a los códigos Penal Federal y Federal de Procedimientos Penales para castigar con penas de hasta cuatro años de cárcel a quienes compongan o ejecuten piezas del género, el cual es situado en el mismo rango de gravedad que la colocación de cartulinas con mensajes junto al cuerpo de un ejecutado, las narcomantas o los videos sangrientos subidos a Youtube en forma anónima, masiva e imparable. Entre abril y mayo, los gobiernos de Chihuahua y Sinaloa ya habían adoptado medidas persecutorias de facto –es decir, sin fundamento en ley alguna– contra esta clase de canciones. El secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, ya había adelantado, en un tuit, su respaldo a la persecución: “Narcocorridos son apología del delito y promueven salidas falsas. Hay que enfrentarlos con cultura de la legalidad. Bien por @malova2010”, emitió el entonces vocero de Seguridad Nacional del calderonato, en referencia al gobernador sinaloense Mario López Valdez.
El argumento central de los partidarios de la censura es que el narcocorrido implica, en automático, apología del delito e incitación a la violencia, señalamiento que no es necesariamente cierto. Para citar a los clásicos, La camioneta gris y Contrabando y traición son narraciones de hechos carentes de juicios de valor que encomien personajes o acciones; la segunda es incluso un tanto moralizante: traidor o contrabandista, pero no ambas cosas, porque la traición y el contrabando/ son cosas incompartidas.
La masificación suele llevar aparejado un poco de fealdad, y el narcocorrido no escapa a la regla. Las composiciones actuales del género casi nunca alcanzan la riqueza narrativa de aquellas que datan de hace tres o cuatro décadas. Ciertamente, hoy en día es más frecuente que entonces el encontrar canciones que son meros mensajes ominosos, relinchos de exaltación al pesado o picudo y descalificaciones procaces de grupos delictivos adversarios de quienes contratan al compositor y/o al cantante de la pieza. Pero las consideraciones estéticas no animan ni a los sicarios que cosen a plomazos a los narcocorridistas díscolos ni a los legisladores que pretenden, más benevolentes, llevarlos a la cárcel, y los jilgueros caídos en años recientes no fueron víctimas de críticos musicales radicalizados y determinados a imponer el buen gusto por la vía armada. Se pretende, en cambio, vetar una forma de expresión artística y un discurso.
La prohibición, de ser formalizada, abriría un temible espacio de ambigüedad legal y un margen para la discrecionalidad, el atropello y la barbarie de Estado porque, sinceramente, no parece probable que las agencias de la Procuraduría empiecen a contratar masivamente a peritos filólogos que determinen si el presunto cuerpo del delito cabe en la categoría de narcocorrido; ¿qué tal una historia de narcos escrita en una métrica latinizante y cantada a ritmo de gregoriano que escapara a la definición genérica de corrido, y por ende de la del subgénero en cuestión? Por añadidura, alguien tendría que hacerse cargo de esclarecer –y ojalá que lo hiciera bien– a partir de qué punto la referencia a hechos delictivos se convierte en apología del delito. ¿Y si alguien omite la letra y se limita a una ejecución meramente instrumental de las composiciones de Los Tucanes de Tijuana? ¿Será juzgado por delito de evocación?
Hay otro problema: la prohibición de temas relacionados con infracciones a la ley nos deja, a ojo de buen cubero, sin un tercio de la lírica tradicional. Visto desde los anteojos de Felipe Calderón o mentalidad similar, el cancionero popular mexicano es el Código Penal musicalizado: secuestro, estupro, homicidio agravado, feminicidio, lesiones que tardan más de 15 días en sanar, resistencia de particulares, violación, parricidio, rebelión, motín, asonada… Ah, pero nos quedaríamos con Cri-Cri, Agustín Lara y La Zandunga.
Por lo demás, si en verdad se piensa que se puede reducir la violencia y el crimen eliminando del discurso social las referencias a esos fenómenos, habría que empezar por implantar la prohibición en la televisión y la radio comerciales, los medios con mayor cobertura y penetración. Y algo hace suponer que, incluso si fuera correcta, esa medida no se aplicará nunca o no, al menos, mientras dure la configuración actual del grupo político, empresarial y mediático que detenta una parte del poder real: la otra es de los narcos.
En suma, si la persecución de una forma artística es punto menos que imposible, la prohibición de temas es una verdadera memez. Si los personeros del actual régimen –o los del próximo– se imaginan que penalizar el narcocorrido es una forma eficiente de coadyuvar al fin de la violencia, debilitar a la criminalidad, restañar el tejido social, o cosas semejantes, en verdad no tienen la menor idea de nada y actúan movidos por el impulso residual de la reacción inquisitorial –cómo le encantaba al Santo Oficio prohibir canciones pecaminosas– o bien tienen en la cabeza algo más perverso: dotar a las autoridades de instrumentos legales que les permitan cometer toda clase de atropellos e incrementar sus márgenes de discrecionalidad. Por ello, la iniciativa no sólo es un amago a los narcocorridistas, sino también a cualquier persona que sepa silbar y/o tocar guitarra, a estudiosos y académicos que pretendan hurgar en el género (o en cualquier asunto relacionado con el narco) y, en general, a la producción cultural de las regiones en las que el trasiego de drogas es el sector económico principal, que no son pocas.
Señores legisladores, políticos y gobernantes: olvídense de esta necedad. Los caminos de la cultura suelen ser inescrutables y lo peor que se les puede ocurrir es hacerlos patrullar por la Policía Federal o la Marina. Mejor impulsen de manera efectiva las actividades artísticas, creen empleos para letristas, arreglistas e intérpretes y diversifiquen las oportunidades laborales de muchos de ellos que, hoy por hoy, no tienen más posibilidad de subsistencia que jugarse el pellejo y trabajar para el ego y la comunicación social de los capos. Si hubiese vivido en el México de 2011, Homero sería uno de ésos.
Si Homero hubiera vivido en la Reynosa contemporánea, los aqueos no habrían ido a Ilión por Helena, sino a cobrar derecho de piso. De todos modos la negociación habría acabado mal y en las cenizas humeantes de la urbe alguien habría garrapateado: para que se enseñen a respetar. En caso de que el rapsoda se hubiera negado a darle gusto a su entorno sociocultural, su siguiente rola le habría salido trunca: Ulises llega al Estigia y, por falta de autor, chan chan, allí se queda.
Tal vez en México, en los infiernos regionales que genera la guerra por el narcotráfico, no haya en gestación un valor artístico de rango homérico, pero no se puede dar nada por seguro. Lo que se escucha ahora parece, en su mayor parte, deplorable, y acaso lo sea: no ha pasado por el tamiz del tiempo, que envía 49 de cada 50 creaciones a la basura –seamos optimistas– y atornilla la restante al muro de la posteridad. Nada tiene que ver, en el proceso de descarte, si la obra es producida bajo cuerda o si es producto de un acto de libertad. Recuérdese, para seguir con el ejemplo, que en la etimología de Homero se encuentra rehén, y que una elucubraciones biográfica afirma que era uno de esos descendientes de prisioneros de guerra a los que se confinaba al papel de memorizar, seguramente al gusto de sus patrones, las tradiciones épicas.
Así que no hay nada nuevo en la condición de quienes se dedican a componer y ejecutar narcocorridos: historias y proclamas musicalizadas que plasman hazañas verdaderas o imaginarias, aunque ilícitas, amenazas reales y bravuconadas evidentes, por lo general en el cauce del viejo romance castellano. Buenas, malas o pésimas, las que sobrevivan de esas composiciones un día cobrarán un significado inseparable del resto de la cultura. En todo caso, los cantos serán más longevos que sus autores, a juzgar por los muchos narcocorridistas asesinados.
Además de los riesgos propios del oficio, hay una tendencia a criminalizar, literalmente, las letras. Hoy por hoy, los narcocorridos chorrean incorrección política porque suelen exaltar, o cuando menos no juzgar, las andanzas de los criminales, en un contexto sociopolicial y militar en el que esa clase de protagonistas son descritos, con razón, sin ella o con alguna, como los máximos enemigos de la sociedad, de la Patria y del orden cósmico.
Recientemente se reactivó una vieja iniciativa panista (de 2007) de reformas a los códigos Penal Federal y Federal de Procedimientos Penales para castigar con penas de hasta cuatro años de cárcel a quienes compongan o ejecuten piezas del género, el cual es situado en el mismo rango de gravedad que la colocación de cartulinas con mensajes junto al cuerpo de un ejecutado, las narcomantas o los videos sangrientos subidos a Youtube en forma anónima, masiva e imparable. Entre abril y mayo, los gobiernos de Chihuahua y Sinaloa ya habían adoptado medidas persecutorias de facto –es decir, sin fundamento en ley alguna– contra esta clase de canciones. El secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, ya había adelantado, en un tuit, su respaldo a la persecución: “Narcocorridos son apología del delito y promueven salidas falsas. Hay que enfrentarlos con cultura de la legalidad. Bien por @malova2010”, emitió el entonces vocero de Seguridad Nacional del calderonato, en referencia al gobernador sinaloense Mario López Valdez.
El argumento central de los partidarios de la censura es que el narcocorrido implica, en automático, apología del delito e incitación a la violencia, señalamiento que no es necesariamente cierto. Para citar a los clásicos, La camioneta gris y Contrabando y traición son narraciones de hechos carentes de juicios de valor que encomien personajes o acciones; la segunda es incluso un tanto moralizante: traidor o contrabandista, pero no ambas cosas, porque la traición y el contrabando/ son cosas incompartidas.
La masificación suele llevar aparejado un poco de fealdad, y el narcocorrido no escapa a la regla. Las composiciones actuales del género casi nunca alcanzan la riqueza narrativa de aquellas que datan de hace tres o cuatro décadas. Ciertamente, hoy en día es más frecuente que entonces el encontrar canciones que son meros mensajes ominosos, relinchos de exaltación al pesado o picudo y descalificaciones procaces de grupos delictivos adversarios de quienes contratan al compositor y/o al cantante de la pieza. Pero las consideraciones estéticas no animan ni a los sicarios que cosen a plomazos a los narcocorridistas díscolos ni a los legisladores que pretenden, más benevolentes, llevarlos a la cárcel, y los jilgueros caídos en años recientes no fueron víctimas de críticos musicales radicalizados y determinados a imponer el buen gusto por la vía armada. Se pretende, en cambio, vetar una forma de expresión artística y un discurso.
La prohibición, de ser formalizada, abriría un temible espacio de ambigüedad legal y un margen para la discrecionalidad, el atropello y la barbarie de Estado porque, sinceramente, no parece probable que las agencias de la Procuraduría empiecen a contratar masivamente a peritos filólogos que determinen si el presunto cuerpo del delito cabe en la categoría de narcocorrido; ¿qué tal una historia de narcos escrita en una métrica latinizante y cantada a ritmo de gregoriano que escapara a la definición genérica de corrido, y por ende de la del subgénero en cuestión? Por añadidura, alguien tendría que hacerse cargo de esclarecer –y ojalá que lo hiciera bien– a partir de qué punto la referencia a hechos delictivos se convierte en apología del delito. ¿Y si alguien omite la letra y se limita a una ejecución meramente instrumental de las composiciones de Los Tucanes de Tijuana? ¿Será juzgado por delito de evocación?
Hay otro problema: la prohibición de temas relacionados con infracciones a la ley nos deja, a ojo de buen cubero, sin un tercio de la lírica tradicional. Visto desde los anteojos de Felipe Calderón o mentalidad similar, el cancionero popular mexicano es el Código Penal musicalizado: secuestro, estupro, homicidio agravado, feminicidio, lesiones que tardan más de 15 días en sanar, resistencia de particulares, violación, parricidio, rebelión, motín, asonada… Ah, pero nos quedaríamos con Cri-Cri, Agustín Lara y La Zandunga.
Por lo demás, si en verdad se piensa que se puede reducir la violencia y el crimen eliminando del discurso social las referencias a esos fenómenos, habría que empezar por implantar la prohibición en la televisión y la radio comerciales, los medios con mayor cobertura y penetración. Y algo hace suponer que, incluso si fuera correcta, esa medida no se aplicará nunca o no, al menos, mientras dure la configuración actual del grupo político, empresarial y mediático que detenta una parte del poder real: la otra es de los narcos.
En suma, si la persecución de una forma artística es punto menos que imposible, la prohibición de temas es una verdadera memez. Si los personeros del actual régimen –o los del próximo– se imaginan que penalizar el narcocorrido es una forma eficiente de coadyuvar al fin de la violencia, debilitar a la criminalidad, restañar el tejido social, o cosas semejantes, en verdad no tienen la menor idea de nada y actúan movidos por el impulso residual de la reacción inquisitorial –cómo le encantaba al Santo Oficio prohibir canciones pecaminosas– o bien tienen en la cabeza algo más perverso: dotar a las autoridades de instrumentos legales que les permitan cometer toda clase de atropellos e incrementar sus márgenes de discrecionalidad. Por ello, la iniciativa no sólo es un amago a los narcocorridistas, sino también a cualquier persona que sepa silbar y/o tocar guitarra, a estudiosos y académicos que pretendan hurgar en el género (o en cualquier asunto relacionado con el narco) y, en general, a la producción cultural de las regiones en las que el trasiego de drogas es el sector económico principal, que no son pocas.
Señores legisladores, políticos y gobernantes: olvídense de esta necedad. Los caminos de la cultura suelen ser inescrutables y lo peor que se les puede ocurrir es hacerlos patrullar por la Policía Federal o la Marina. Mejor impulsen de manera efectiva las actividades artísticas, creen empleos para letristas, arreglistas e intérpretes y diversifiquen las oportunidades laborales de muchos de ellos que, hoy por hoy, no tienen más posibilidad de subsistencia que jugarse el pellejo y trabajar para el ego y la comunicación social de los capos. Si hubiese vivido en el México de 2011, Homero sería uno de ésos.
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