Víctor Flores Olea
Parece que en las próximas elecciones se dará un avance cierto en México en materia de transparencia electoral, y tal vez una aproximación mayor que otras veces a una real competencia entre las clases que componen nuestra sociedad. Me parece –espero no pecar de optimismo– que el conjunto de escaramuzas prelectorales nos llevó al final a una situación en que el orden de los partidos prevaleció más que antes.
La izquierda parece que ha logrado un conjunto representativo mayor que otras veces, y desde luego mayor de lo que sospechábamos en los tiempos prelectorales. Las corrientes del PRD parecen hoy realmente unificadas entre las principales candidaturas, desde luego en torno a la Presidencia de la República y al Gobierno del Distrito Federal. La participación de Cárdenas en el proceso lo confirma rotundamente.
Por supuesto, tal unidad partidaria no se da siempre con la tersura que deseáramos, pero al fin y al cabo un orden básico preside hoy esa organización. Lo cual es normal: en todas las democracias representativas hoy se da esa etapa previa de forcejeos, oposiciones y desacuerdos que, en el mejor de los casos, culminan en coincidencias que normalmente son duraderas. Parece que ahora será así en México.
También por el PAN, que en un momento no parecía fácil de conciliar, se ha llegado a un término en que las precandidaturas parecen coincidir plenamente con la candidatura principal de Josefina Vázquez Mota. Por supuesto que siempre hay contradicciones y polémicas, como en cualquier país.
En cuanto al PRI, la unidad anterior en torno a la candidatura más fuerte de Peña Nieto facilitó grandemente ese proceso, y aun así sabemos que dentro del PRI no faltan objeciones, desacuerdos y disidencias con esta candidatura única; pero en fin, la fuerza del candidato principal ha impedido (hasta el momento) que la sangre corra al río.
Nos encontramos, pues, en una situación excepcional en cuanto al tiempo prelectoral. Pero, diría, falta aún lo principal: que el proceso mismo se dé efectivamente con transparencia y confiabilidad. Y todavía algo más: que la representatividad de los distintos grupos sociales sea genuina y que no contemplemos otra vez lo que se ha dado en México prácticamente siempre y en otros procesos electorales en multitud de países hoy: que el gobierno al frente del Estado se ponga al servicio de los más poderosos económicamente, es decir, lo que he llamado en otros escritos el secuestro de la democracia, que se presenta como fenómeno repetible y prácticamente inevitable en todas las democracias contemporáneas: que los gobernantes se pongan al servicio de las fuerzas económicas y que, al final de cuentas, gobiernen no los compromisos de campaña, sino los poderosos intereses económicos o de otra índole que al final de cuentas forman también parte inevitable de los sistemas capitalistas.
En otras palabras: es imprescindible trascender de una vez por todas la fijación en una democracia como pura transparencia electoral, aunque, por supuesto, es un prerrequisito de toda democracia posible. Pero la democracia plena, para los autores contemporáneos más serios, implica una cultura y una civilización, una forma del desarrollo humano que brinda el aumento de las opciones para que las personas puedan mejorar su vida.
Esta idea, por supuesto, va mucho más allá de la idea de democracia sin adjetivos que algunos autores propusieron hace ya algunos años. La democracia a perfeccionar que nos preocupa es la que se refiere a la igualdad social y a las condiciones posibles mejores de la vida de la población en general de una sociedad. En una encuesta que se practicó en América Latina hace un tiempo, más de la mitad de la ciudadanía latinoamericana, puesta en el dilema, preferiría gobiernos que resolvieran sus urgencias económicas y sociales (salud, escuela, comunicaciones, seguridad) aunque no se cumpliera estrictamente con la pulcritud electoral que también exige la democracia. Dante Caputo, quien fue el director del proyecto, sostuvo: “en América Latina no hay malestar con la democracia, sino malestar en la democracia”.
Es verdad: son indispensables la rendición de cuentas y la transparencia, la defensa de las libertades y el debate, pero al mismo tiempo tales avances en América Latina coexisten con una de las más tremendas desigualdades que puedan encontrarse en cualquier parte del mundo. Y todavía: en América Latina, en los últimos 20 años se ha incrementado la riqueza, pero también la bárbara realidad de su desigual distribución, de su concentración en unas cuantas manos y la exclusión perversa de las grandes mayorías sociales de sus beneficios básicos.
¿Qué ocurre? ¿Por qué motivos esta contradicción entre el avance de las formas democráticas y la realidad de una riqueza tremendamente acumulada y de una miseria proverbial? ¿Qué implicaciones prácticas tiene esta ruptura para la organización política y la democracia latinoamericana?
Lo que ocurre es que el sistema político de la representación, en todos los niveles, se habría convertido en realidad en algo así como un juego de presiones (lobbys incluidos) que actúan en función de intereses privados, generalmente opuestos al interés de las sociedades nacionales. Su acción (de los representantes) no respondería entonces más a las necesidades ciudadanas, sino al interés de los privados. Se había impuesto un abismo entre la sociedad y los aparatos políticos que, a los ojos de la ciudadanía, ya no nos representan genuinamente.
Tal sería la razón primordial de la desconfianza que de todos modos vivimos: desconfianza en la democracia electoral, a pesar de sus adelantos, del Estado representativo y de los partidos políticos, y de la categoría misma de representación. Tales son los problemas a que hoy nos enfrentamos y que la situación política de México invita a reflexionar.
Parece que en las próximas elecciones se dará un avance cierto en México en materia de transparencia electoral, y tal vez una aproximación mayor que otras veces a una real competencia entre las clases que componen nuestra sociedad. Me parece –espero no pecar de optimismo– que el conjunto de escaramuzas prelectorales nos llevó al final a una situación en que el orden de los partidos prevaleció más que antes.
La izquierda parece que ha logrado un conjunto representativo mayor que otras veces, y desde luego mayor de lo que sospechábamos en los tiempos prelectorales. Las corrientes del PRD parecen hoy realmente unificadas entre las principales candidaturas, desde luego en torno a la Presidencia de la República y al Gobierno del Distrito Federal. La participación de Cárdenas en el proceso lo confirma rotundamente.
Por supuesto, tal unidad partidaria no se da siempre con la tersura que deseáramos, pero al fin y al cabo un orden básico preside hoy esa organización. Lo cual es normal: en todas las democracias representativas hoy se da esa etapa previa de forcejeos, oposiciones y desacuerdos que, en el mejor de los casos, culminan en coincidencias que normalmente son duraderas. Parece que ahora será así en México.
También por el PAN, que en un momento no parecía fácil de conciliar, se ha llegado a un término en que las precandidaturas parecen coincidir plenamente con la candidatura principal de Josefina Vázquez Mota. Por supuesto que siempre hay contradicciones y polémicas, como en cualquier país.
En cuanto al PRI, la unidad anterior en torno a la candidatura más fuerte de Peña Nieto facilitó grandemente ese proceso, y aun así sabemos que dentro del PRI no faltan objeciones, desacuerdos y disidencias con esta candidatura única; pero en fin, la fuerza del candidato principal ha impedido (hasta el momento) que la sangre corra al río.
Nos encontramos, pues, en una situación excepcional en cuanto al tiempo prelectoral. Pero, diría, falta aún lo principal: que el proceso mismo se dé efectivamente con transparencia y confiabilidad. Y todavía algo más: que la representatividad de los distintos grupos sociales sea genuina y que no contemplemos otra vez lo que se ha dado en México prácticamente siempre y en otros procesos electorales en multitud de países hoy: que el gobierno al frente del Estado se ponga al servicio de los más poderosos económicamente, es decir, lo que he llamado en otros escritos el secuestro de la democracia, que se presenta como fenómeno repetible y prácticamente inevitable en todas las democracias contemporáneas: que los gobernantes se pongan al servicio de las fuerzas económicas y que, al final de cuentas, gobiernen no los compromisos de campaña, sino los poderosos intereses económicos o de otra índole que al final de cuentas forman también parte inevitable de los sistemas capitalistas.
En otras palabras: es imprescindible trascender de una vez por todas la fijación en una democracia como pura transparencia electoral, aunque, por supuesto, es un prerrequisito de toda democracia posible. Pero la democracia plena, para los autores contemporáneos más serios, implica una cultura y una civilización, una forma del desarrollo humano que brinda el aumento de las opciones para que las personas puedan mejorar su vida.
Esta idea, por supuesto, va mucho más allá de la idea de democracia sin adjetivos que algunos autores propusieron hace ya algunos años. La democracia a perfeccionar que nos preocupa es la que se refiere a la igualdad social y a las condiciones posibles mejores de la vida de la población en general de una sociedad. En una encuesta que se practicó en América Latina hace un tiempo, más de la mitad de la ciudadanía latinoamericana, puesta en el dilema, preferiría gobiernos que resolvieran sus urgencias económicas y sociales (salud, escuela, comunicaciones, seguridad) aunque no se cumpliera estrictamente con la pulcritud electoral que también exige la democracia. Dante Caputo, quien fue el director del proyecto, sostuvo: “en América Latina no hay malestar con la democracia, sino malestar en la democracia”.
Es verdad: son indispensables la rendición de cuentas y la transparencia, la defensa de las libertades y el debate, pero al mismo tiempo tales avances en América Latina coexisten con una de las más tremendas desigualdades que puedan encontrarse en cualquier parte del mundo. Y todavía: en América Latina, en los últimos 20 años se ha incrementado la riqueza, pero también la bárbara realidad de su desigual distribución, de su concentración en unas cuantas manos y la exclusión perversa de las grandes mayorías sociales de sus beneficios básicos.
¿Qué ocurre? ¿Por qué motivos esta contradicción entre el avance de las formas democráticas y la realidad de una riqueza tremendamente acumulada y de una miseria proverbial? ¿Qué implicaciones prácticas tiene esta ruptura para la organización política y la democracia latinoamericana?
Lo que ocurre es que el sistema político de la representación, en todos los niveles, se habría convertido en realidad en algo así como un juego de presiones (lobbys incluidos) que actúan en función de intereses privados, generalmente opuestos al interés de las sociedades nacionales. Su acción (de los representantes) no respondería entonces más a las necesidades ciudadanas, sino al interés de los privados. Se había impuesto un abismo entre la sociedad y los aparatos políticos que, a los ojos de la ciudadanía, ya no nos representan genuinamente.
Tal sería la razón primordial de la desconfianza que de todos modos vivimos: desconfianza en la democracia electoral, a pesar de sus adelantos, del Estado representativo y de los partidos políticos, y de la categoría misma de representación. Tales son los problemas a que hoy nos enfrentamos y que la situación política de México invita a reflexionar.
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