Javier Sicilia
En los años ochenta, Iván Illich hizo un descubrimiento fundamental para comprender parte de la crisis en la que hoy nos encontramos: “el trabajo fantasma”. Su nombre, que habla de una desencarnación del trabajo, se refiere “al trabajo no remunerado que una sociedad industrial exige como complemento indispensable de la producción de bienes y servicios”. Esta forma no retribuida de servidumbre, que día con día se hace más aguda, es la consecuencia de la destrucción de formas productivas autosuficientes que Illich denomina la “subsistencia”.
Mientras en las economías de subsistencia, como las que aún sobreviven en las comunidades indígenas, el trabajo familiar y común provee de lo necesario a la familia (el hombre y los hijos varones obtienen la materia prima, misma que la mujer y las hijas procesan en casa o trabajan en común), en la economía industrial el trabajo familiar se encierra en las fábricas, donde los hombres no sólo producen a cambio de un salario lo que en las economías de subsistencia se produce en familia, sino que a su vez usan ese salario para comprar mercancías que sirven para generar trabajo fantasma, como los trabajos domésticos que realizan las mujeres en sus casas, las actividades vinculadas con las compras, la mayor parte del trabajo que hacen los estudiantes para cumplir los currículos escolares, el esfuerzo que se realiza para ir al trabajo y regresar de él, “el estrés de un consumo forzado, la sumisión a los burócratas, los apremios para preparar el trabajo y un buen número de actividades etiquetadas como ‘vida familiar’”. Así, el trabajo asalariado, cada vez más escaso, y el trabajo fantasma, cada vez más demandado, se complementan no sólo para beneficio de esos cuantos, sino para agudizar cada vez más el malestar que las sociedades industriales producen.
Dominados por el consumo, incapacitados a fuerza de desempleo para acceder a las mercancías que hacen posible el trabajo fantasma, y necesitados de esas mercancías, los hombres, las mujeres y los niños de esta nación se mueven en una doble vía: 1. Quienes acceden al empleo viven en una enajenación que acumula, por un lado, instrumentos al servicio del trabajo asalariado; por el otro, bienes vinculados con el trabajo fantasma que se compran con el salario, sin que el salario alcance o baste para satisfacerlos –consumo de educación (escuelas, útiles), de salud (servicios médicos, medicinas industriales), de trabajo doméstico (lavadoras, hornos, comida de supermercado), de empleo (transporte, servicios burocráticos, ropa adecuada), de diversión (videojuegos, televisores, antros), etcétera; 2. Quienes no pueden acceder al empleo, pero necesitan o desean las mercancías que hacen posible el trabajo fantasma, se mueven en otros dos niveles: a) el del crimen que no sólo instrumentaliza, con fines económicos, a la gente mediante la extorsión, el secuestro, la prostitución, la esclavitud, etcétera, sino que permite también la generación de productos o empleos improductivos pero legales –policías, militares, armamento, cárceles–, o b) el del comercio informal que, en muchos sentidos –es decir, cuando no produce valores de uso– es igual de improductivo porque es el fruto de los usos ilegales de las producciones industriales, lo que aquí se conoce como “fayuca”.
En todos esos casos, el único beneficiario, a costos muy altos de vida, es el poder y el capital que sólo usufructúan unos cuantos, con el único objeto de consumir enormes cantidades de mercancía y de trabajo fantasma.
Más allá de lo que Marx opinaba al decir que los beneficios del capitalista son el producto de la plusvalía –es decir, del valor que el dueño del capital le roba a la fuerza de trabajo del asalariado–, en realidad, es el trabajo fantasma el que, en su crecimiento monopólico, refuerza los beneficios no sólo del capitalista, sino del Estado y del crimen. Entre mayor es el crecimiento del trabajo fantasma, o, en otras palabras, entre mayor es la demanda de bienes de capital vinculados con el trabajo fantasma que produce la industria, mayor es la riqueza de las élites económicas y estatales, mayor la generación de empleos improductivos, mayor la proliferación de actividades delictivas, mayor la violencia, la explotación y la miseria moral y económica de una gran parte de la población.
La única manera de escapar de su imperio es develar el fantasma de la servidumbre industrial, con el objeto de volver –dando la espalda a las producciones industriales y al Estado– a formas modernas de lo que Illich llama la subsistencia y de las cuales el modelo más acabado es el de los caracoles zapatistas. Se podría hablar de una pobreza, como la definen Jean Robert y Majid Rahnema, convivial, ajena al fantasma del trabajo, y cuyos principios son la autonomía, la simplicidad, la solidaridad, la frugalidad y el compartir, o lo que en árabe se denomina “quana’at: la virtud que expresa la satisfacción de lo que se produce como valor de uso y se percibe como la parte justa de cada uno en la abundancia del orden cósmico”. Algo de lo que jamás hablarán los partidos políticos ni los economistas.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
En los años ochenta, Iván Illich hizo un descubrimiento fundamental para comprender parte de la crisis en la que hoy nos encontramos: “el trabajo fantasma”. Su nombre, que habla de una desencarnación del trabajo, se refiere “al trabajo no remunerado que una sociedad industrial exige como complemento indispensable de la producción de bienes y servicios”. Esta forma no retribuida de servidumbre, que día con día se hace más aguda, es la consecuencia de la destrucción de formas productivas autosuficientes que Illich denomina la “subsistencia”.
Mientras en las economías de subsistencia, como las que aún sobreviven en las comunidades indígenas, el trabajo familiar y común provee de lo necesario a la familia (el hombre y los hijos varones obtienen la materia prima, misma que la mujer y las hijas procesan en casa o trabajan en común), en la economía industrial el trabajo familiar se encierra en las fábricas, donde los hombres no sólo producen a cambio de un salario lo que en las economías de subsistencia se produce en familia, sino que a su vez usan ese salario para comprar mercancías que sirven para generar trabajo fantasma, como los trabajos domésticos que realizan las mujeres en sus casas, las actividades vinculadas con las compras, la mayor parte del trabajo que hacen los estudiantes para cumplir los currículos escolares, el esfuerzo que se realiza para ir al trabajo y regresar de él, “el estrés de un consumo forzado, la sumisión a los burócratas, los apremios para preparar el trabajo y un buen número de actividades etiquetadas como ‘vida familiar’”. Así, el trabajo asalariado, cada vez más escaso, y el trabajo fantasma, cada vez más demandado, se complementan no sólo para beneficio de esos cuantos, sino para agudizar cada vez más el malestar que las sociedades industriales producen.
Dominados por el consumo, incapacitados a fuerza de desempleo para acceder a las mercancías que hacen posible el trabajo fantasma, y necesitados de esas mercancías, los hombres, las mujeres y los niños de esta nación se mueven en una doble vía: 1. Quienes acceden al empleo viven en una enajenación que acumula, por un lado, instrumentos al servicio del trabajo asalariado; por el otro, bienes vinculados con el trabajo fantasma que se compran con el salario, sin que el salario alcance o baste para satisfacerlos –consumo de educación (escuelas, útiles), de salud (servicios médicos, medicinas industriales), de trabajo doméstico (lavadoras, hornos, comida de supermercado), de empleo (transporte, servicios burocráticos, ropa adecuada), de diversión (videojuegos, televisores, antros), etcétera; 2. Quienes no pueden acceder al empleo, pero necesitan o desean las mercancías que hacen posible el trabajo fantasma, se mueven en otros dos niveles: a) el del crimen que no sólo instrumentaliza, con fines económicos, a la gente mediante la extorsión, el secuestro, la prostitución, la esclavitud, etcétera, sino que permite también la generación de productos o empleos improductivos pero legales –policías, militares, armamento, cárceles–, o b) el del comercio informal que, en muchos sentidos –es decir, cuando no produce valores de uso– es igual de improductivo porque es el fruto de los usos ilegales de las producciones industriales, lo que aquí se conoce como “fayuca”.
En todos esos casos, el único beneficiario, a costos muy altos de vida, es el poder y el capital que sólo usufructúan unos cuantos, con el único objeto de consumir enormes cantidades de mercancía y de trabajo fantasma.
Más allá de lo que Marx opinaba al decir que los beneficios del capitalista son el producto de la plusvalía –es decir, del valor que el dueño del capital le roba a la fuerza de trabajo del asalariado–, en realidad, es el trabajo fantasma el que, en su crecimiento monopólico, refuerza los beneficios no sólo del capitalista, sino del Estado y del crimen. Entre mayor es el crecimiento del trabajo fantasma, o, en otras palabras, entre mayor es la demanda de bienes de capital vinculados con el trabajo fantasma que produce la industria, mayor es la riqueza de las élites económicas y estatales, mayor la generación de empleos improductivos, mayor la proliferación de actividades delictivas, mayor la violencia, la explotación y la miseria moral y económica de una gran parte de la población.
La única manera de escapar de su imperio es develar el fantasma de la servidumbre industrial, con el objeto de volver –dando la espalda a las producciones industriales y al Estado– a formas modernas de lo que Illich llama la subsistencia y de las cuales el modelo más acabado es el de los caracoles zapatistas. Se podría hablar de una pobreza, como la definen Jean Robert y Majid Rahnema, convivial, ajena al fantasma del trabajo, y cuyos principios son la autonomía, la simplicidad, la solidaridad, la frugalidad y el compartir, o lo que en árabe se denomina “quana’at: la virtud que expresa la satisfacción de lo que se produce como valor de uso y se percibe como la parte justa de cada uno en la abundancia del orden cósmico”. Algo de lo que jamás hablarán los partidos políticos ni los economistas.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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