Enrique Semo
El ogro filantrópico, lo llamó Octavio Paz. Quizá el nombre de El ogro clientelar fuera más exacto. En todo caso, las encuestas tempranas le atribuyen todas las posibilidades para que regrese al poder. Ante esto, urge hacer una reflexión sobre lo que el regreso del PRI significaría para el proceso de democratización.
Hace sólo 12 años el PRI estaba sumido en una profunda crisis: 70 años de dominio ilimitado se esfumaban en el aire. El electorado no sólo rechazó un partido, sino, en muchos sentidos, un régimen. Y para que no hubiera dudas, en 2006 repitió su dictamen. En el 2000, el PRI perdió la Presidencia, así como la mayoría constitucional en las cámaras de diputados y de senadores; seis años más tarde seguía en caída libre, con 22.6% en la elección presidencial frente a 35.9% del PAN y supuestamente 35.3% de la coalición de izquierda. En las cámaras se vio reducido al segundo puesto y sólo el número de sus gobernadores se mantuvo. Esto representaba un rechazo contundente.
¿Qué ha permitido que una parte de la ciudadanía que impulsó con tanta esperanza la alternancia y el pluripartidismo, ya sea hacia la derecha o la izquierda, haya vuelto a optar por el pasado? O bien, ¿el PRI de hoy ha cambiado tanto que la gente piensa que ya no tiene nada que ver con el autoritarismo que nos rigió durante el siglo XX?
Sin duda, el desempeño desastroso y angustiante del segundo gobierno del PAN tiene mucho que ver con el regreso del ogro. Y podrían citarse causas más técnicas, como el apoyo de la televisión y los medios, así como los éxitos del exgobernador del Estado de México. Pero hurgando más profundamente en las experiencias y la psicología del electorado, ¿por qué no opta por la izquierda, la otra fuerza de oposición histórica? Es verdad que sólo estamos en la pre-campaña y todo puede cambiar. Pero la izquierda debe plantearse esta pregunta con mucha preocupación porque el PRI es el principal adversario a vencer.
El PRI no es sólo un partido. Es, como dijo una vez Cosío Villegas, un estilo de gobernar que, mantenido durante más de 70 años, se transforma en una cultura política. De ahí que algunos observadores confundan los hábitos aprendidos con una supuesta esencia del mexicano. La sustancia democrática que se desprende de nuestras leyes fue transgredida por los gobiernos autoritarios, cuyas prácticas cotidianas eran frecuentemente ilegales, amorales y violentas. La infracción arbitraria y sistemática de la ley deja como único terreno sólido de conducta la lealtad al jefe. En ese mundo, el oportunismo y la simulación son formas de sobrevivencia. Para citar otra vez a Octavio Paz: “El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden…”.
En el juego de intereses personales y de grupo, pactos y alianzas turbias y secretas, el antiguo opositor que ahora puede pactar con el sistema acaba avalándolo y reproduciéndolo para volverse una pieza de él. La lealtad a ideas y partidos cede el lugar a las lealtades personales.
La “transa” llega a ser la regla no escrita de un sistema de poder altamente centralizado. Al margen de lo legal y lo establecido, contractual o públicamente, está siempre la posibilidad de llegar a un “arreglo” en el cual se prescinde del pueblo, de los militantes o de la ley. En la cúspide todo es secrecía; los hilos de poder permanecen ocultos para la mayoría de la población, que se mueve en un ambiente de rumores en lugar de información. La jerarquía del poder se construye en la lealtad a las “transas” del jefe, en servilismo y lambisconería. El poder puede usarse para bien o para mal, pero la capacidad de influencia de la ciudadanía es mínima; la cúpula, en cambio, vive en la impunidad y la arbitrariedad. El poder del presidente o del jefe y sus subordinados no tiene contrapeso alguno. La “transa” ilegal en nuestro partido es loable, y en el del enemigo, un crimen. Durante largo tiempo la mayoría de los mexicanos consideró que la estructura de poder creada por el PRI era deleznable pero la única que aseguraba la estabilidad y la paz internas; de ahí que el cinismo se convierta en la otra cara del autoritarismo, muchas veces sangriento.
“No importa que el político robe, si deja también algo para los de abajo”. “Sólo el pendejo le cree al político; si quiere tu voto, que pague”. Estos dichos expresan la asimilación popular del autoritarismo y la corrupción de los de arriba para reproducirla hasta en las capas más desfavorecidas de la sociedad.
Una democracia no puede prescindir del estado de derecho, del respeto a los principios del gobierno representativo, de la solución pacífica de los conflictos sociales. Es verdad que no hay democracia perfecta, pero hay un punto en que las prácticas antidemocráticas se vuelven realidad autoritaria. Y a pesar de los avances evidentes, México no ha cruzado aún el límite que separa autoritarismo de democracia.
La razón del regreso del ogro es que el PAN, partido de oposición de origen liberal, ya en el poder acabó utilizando sin reparos y en forma visible las prácticas del PRI. Ni siquiera llevó a juicio a los responsables de la guerra sucia y Miguel Nazar Haro murió tranquilamente de vejez. Por si esto no fuera suficiente, el PAN llegó incluso hasta un monumental fraude electoral.
El PRD, por su parte, no quiso quedarse atrás y no ha podido hacer una elección interna medianamente satisfactoria ni empoderar a la militancia frente a la cúpula. Lo cómico es pensar que el electorado mexicano de hoy no se da cuenta de eso y acepta, al igual ayer, esa forma de hacer política como “natural”, como única posible. Si el PAN se mimetiza sin lograr la paz y la estabilidad, y el PRD se parece políticamente cada día más al PRI, aun cuando en lo social y lo económico difiere de él; si el regreso al estilo de gobernar tradicional parece ser inevitable, ¿por qué no poner al PRI en el gobierno, si es el que mejor sabe hacerlo?
La izquierda debe diferenciarse del PRI no sólo en su programa económico y social, sino en el estilo de hacer política, en dar el paso de las prácticas autoritarias a la democracia. Sólo así podrá demostrar que otro México es posible. En nuestro país, la democracia no es sólo pluralidad de partidos y competencia entre los poderes; es también, y sobre todo, un cambio en los modos autoritarios de ejercer el poder. En la campaña que apenas comienza, la izquierda deberá dejar claro que está consciente de este desafío. Su debilidad no está en las características personales de su candidato a la Presidencia, sino en la cultura política que aún predomina en sus filas.
El ogro filantrópico, lo llamó Octavio Paz. Quizá el nombre de El ogro clientelar fuera más exacto. En todo caso, las encuestas tempranas le atribuyen todas las posibilidades para que regrese al poder. Ante esto, urge hacer una reflexión sobre lo que el regreso del PRI significaría para el proceso de democratización.
Hace sólo 12 años el PRI estaba sumido en una profunda crisis: 70 años de dominio ilimitado se esfumaban en el aire. El electorado no sólo rechazó un partido, sino, en muchos sentidos, un régimen. Y para que no hubiera dudas, en 2006 repitió su dictamen. En el 2000, el PRI perdió la Presidencia, así como la mayoría constitucional en las cámaras de diputados y de senadores; seis años más tarde seguía en caída libre, con 22.6% en la elección presidencial frente a 35.9% del PAN y supuestamente 35.3% de la coalición de izquierda. En las cámaras se vio reducido al segundo puesto y sólo el número de sus gobernadores se mantuvo. Esto representaba un rechazo contundente.
¿Qué ha permitido que una parte de la ciudadanía que impulsó con tanta esperanza la alternancia y el pluripartidismo, ya sea hacia la derecha o la izquierda, haya vuelto a optar por el pasado? O bien, ¿el PRI de hoy ha cambiado tanto que la gente piensa que ya no tiene nada que ver con el autoritarismo que nos rigió durante el siglo XX?
Sin duda, el desempeño desastroso y angustiante del segundo gobierno del PAN tiene mucho que ver con el regreso del ogro. Y podrían citarse causas más técnicas, como el apoyo de la televisión y los medios, así como los éxitos del exgobernador del Estado de México. Pero hurgando más profundamente en las experiencias y la psicología del electorado, ¿por qué no opta por la izquierda, la otra fuerza de oposición histórica? Es verdad que sólo estamos en la pre-campaña y todo puede cambiar. Pero la izquierda debe plantearse esta pregunta con mucha preocupación porque el PRI es el principal adversario a vencer.
El PRI no es sólo un partido. Es, como dijo una vez Cosío Villegas, un estilo de gobernar que, mantenido durante más de 70 años, se transforma en una cultura política. De ahí que algunos observadores confundan los hábitos aprendidos con una supuesta esencia del mexicano. La sustancia democrática que se desprende de nuestras leyes fue transgredida por los gobiernos autoritarios, cuyas prácticas cotidianas eran frecuentemente ilegales, amorales y violentas. La infracción arbitraria y sistemática de la ley deja como único terreno sólido de conducta la lealtad al jefe. En ese mundo, el oportunismo y la simulación son formas de sobrevivencia. Para citar otra vez a Octavio Paz: “El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden…”.
En el juego de intereses personales y de grupo, pactos y alianzas turbias y secretas, el antiguo opositor que ahora puede pactar con el sistema acaba avalándolo y reproduciéndolo para volverse una pieza de él. La lealtad a ideas y partidos cede el lugar a las lealtades personales.
La “transa” llega a ser la regla no escrita de un sistema de poder altamente centralizado. Al margen de lo legal y lo establecido, contractual o públicamente, está siempre la posibilidad de llegar a un “arreglo” en el cual se prescinde del pueblo, de los militantes o de la ley. En la cúspide todo es secrecía; los hilos de poder permanecen ocultos para la mayoría de la población, que se mueve en un ambiente de rumores en lugar de información. La jerarquía del poder se construye en la lealtad a las “transas” del jefe, en servilismo y lambisconería. El poder puede usarse para bien o para mal, pero la capacidad de influencia de la ciudadanía es mínima; la cúpula, en cambio, vive en la impunidad y la arbitrariedad. El poder del presidente o del jefe y sus subordinados no tiene contrapeso alguno. La “transa” ilegal en nuestro partido es loable, y en el del enemigo, un crimen. Durante largo tiempo la mayoría de los mexicanos consideró que la estructura de poder creada por el PRI era deleznable pero la única que aseguraba la estabilidad y la paz internas; de ahí que el cinismo se convierta en la otra cara del autoritarismo, muchas veces sangriento.
“No importa que el político robe, si deja también algo para los de abajo”. “Sólo el pendejo le cree al político; si quiere tu voto, que pague”. Estos dichos expresan la asimilación popular del autoritarismo y la corrupción de los de arriba para reproducirla hasta en las capas más desfavorecidas de la sociedad.
Una democracia no puede prescindir del estado de derecho, del respeto a los principios del gobierno representativo, de la solución pacífica de los conflictos sociales. Es verdad que no hay democracia perfecta, pero hay un punto en que las prácticas antidemocráticas se vuelven realidad autoritaria. Y a pesar de los avances evidentes, México no ha cruzado aún el límite que separa autoritarismo de democracia.
La razón del regreso del ogro es que el PAN, partido de oposición de origen liberal, ya en el poder acabó utilizando sin reparos y en forma visible las prácticas del PRI. Ni siquiera llevó a juicio a los responsables de la guerra sucia y Miguel Nazar Haro murió tranquilamente de vejez. Por si esto no fuera suficiente, el PAN llegó incluso hasta un monumental fraude electoral.
El PRD, por su parte, no quiso quedarse atrás y no ha podido hacer una elección interna medianamente satisfactoria ni empoderar a la militancia frente a la cúpula. Lo cómico es pensar que el electorado mexicano de hoy no se da cuenta de eso y acepta, al igual ayer, esa forma de hacer política como “natural”, como única posible. Si el PAN se mimetiza sin lograr la paz y la estabilidad, y el PRD se parece políticamente cada día más al PRI, aun cuando en lo social y lo económico difiere de él; si el regreso al estilo de gobernar tradicional parece ser inevitable, ¿por qué no poner al PRI en el gobierno, si es el que mejor sabe hacerlo?
La izquierda debe diferenciarse del PRI no sólo en su programa económico y social, sino en el estilo de hacer política, en dar el paso de las prácticas autoritarias a la democracia. Sólo así podrá demostrar que otro México es posible. En nuestro país, la democracia no es sólo pluralidad de partidos y competencia entre los poderes; es también, y sobre todo, un cambio en los modos autoritarios de ejercer el poder. En la campaña que apenas comienza, la izquierda deberá dejar claro que está consciente de este desafío. Su debilidad no está en las características personales de su candidato a la Presidencia, sino en la cultura política que aún predomina en sus filas.
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