Jorge Fernández Menéndez
Una de las confusiones, si somos bien pensados, que suelen esgrimir muchos actores políticos a la hora de hablar de seguridad y cuando argumentan sobre por qué se debería cambiar la estrategia en ese terreno, es decir que los militares deben abandonar la lucha contra la delincuencia porque esas no son tareas para la institución armada.
Es una verdad a medias. Por supuesto que las fuerzas armadas deben responder por la integridad territorial y la seguridad nacional y, por ende, tienen responsabilidades que van mucho más allá del combate a la delincuencia. También es verdad que en varios puntos del país su participación literalmente reemplaza a las fuerzas de seguridad locales, ya sea porque éstas han sido rebasadas o porque sencillamente son parte de la delincuencia a la que se debe combatir. Pero entre las atribuciones y responsabilidades constitucionales de las Fuerzas Armadas está garantizar la seguridad interior. Y cuando las instituciones locales han sido rebasadas, cuando se ha perdido el control de territorios, cuando no pueden garantizar la seguridad básica de los ciudadanos, las Fuerzas Armadas pueden y deben intervenir para restaurarla.
El discurso de ayer del general Guillermo Galván, al celebrar un nuevo aniversario de la Marcha de la Lealtad, fue insistente al respecto. El Ejército debe garantizar la seguridad interior y, en algunas zonas del país, “el crimen ha rebasado a las instituciones, por lo cual la seguridad interior se encuentra seriamente amenazada”. Explicó “que el crimen organizado inició como pandillas lideradas por algunos elementos policiacos hasta llegar a lo que conocemos hoy”. Y es que en el origen del crimen organizado están las policías y las fuerzas de seguridad.
Y el problema no es de ahora ni de los últimos sexenios: los primeros jefes reales del narcotráfico surgieron, por ejemplo, de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad que controlaba el “negocio” y que, cuando es liquidada esa dependencia, luego del asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, en 1985, en muchos casos sus agentes conservan los contactos con los grupos criminales y, aliados con mandos locales de seguridad, comienzan a tender sus redes de operación y protección… hasta llegar, como dijo el general Galván, a lo que tenemos ahora.
El tema viene a cuento porque, luego de las declaraciones de siempre sobre la seguridad, resulta ahora que todos los candidatos, aunque eso lo digan públicamente en voz muy baja, terminan estando de acuerdo en que, en lo que respecta al ámbito específico de la seguridad, no hay mucho hacia dónde hacerse: todos aceptan que se debe mantener a las Fuerzas Armadas en esa labor mientras se reconstruyen las policías; todos aceptan que no se puede relajar esa lucha y que los grupos criminales son un peligro para la sociedad.
Existen diferencias, sin embargo, respecto al grado de responsabilidad que deben y pueden tener los tres niveles de gobierno en ese proceso, y a los tiempos y ritmos que debe tener el retiro de las Fuerzas Armadas, que debería ser entendido, en realidad, como el tiempo que se requiere para crear las nuevas policías y la voluntad que pueden exhibir estados y municipios con el fin de generarlas. Hay quienes, como López Obrador, están planteando fechas específicas para la retirada militar, pero no contemplan fecha para la creación de las nuevas policías. Eso es demagogia pura porque ello implicaría regresarle el control de esas plazas a la delincuencia y dejar a la gente indefensa o, lo que sería casi lo mismo, volver a colocar a la policía que debió ser sustituida.
Operar ese reemplazo tampoco es sencillo: los estados que realmente se han comprometido con ese esfuerzo son pocos y les ha costado mucho concretarlo. Ha habido éxito en lugares como Tijuana, avances parciales en Juárez y los gobiernos de Nuevo Léon, Tamaulipas y Veracruz están batallando, en distintos niveles, para sacar adelante sus nuevas fuerzas policiales, para las que no sobran aspirantes realmente calificados. Hay otras entidades donde ese esfuerzo ni siquiera se realiza, como en Michoacán. Mientras tanto, la gente, en todos esos lugares, quiere que las Fuerzas Armadas (o la Policía Federal) sigan en sus ciudades garantizando la seguridad. Y los elementos militares deben seguir en esas plazas porque su responsabilidad es garantizar la seguridad interior del país.
Lo paradójico de todo esto es que esos mismos políticos que tanto hablan del tema no han hecho esfuerzo alguno por sacar adelante la Ley de Seguridad Nacional que debería normar el funcionamiento y la operación de las instituciones militares en esos ámbitos. Algo que el general Galván les ha recriminado en público y en privado, en innumerables ocasiones. Por cierto, una de las cosas que no se abordaron en estos días de precampaña y que constituyó uno de los mejores momentos de Josefina Vázquez Mota en la Cámara de Diputados, fue cuando logró frenar la iniciativa de Ley de Seguridad Nacional que había llegado del Senado, que hubiera generado costos enormes a la institución militar en los términos en que estaba concebida.
Una de las confusiones, si somos bien pensados, que suelen esgrimir muchos actores políticos a la hora de hablar de seguridad y cuando argumentan sobre por qué se debería cambiar la estrategia en ese terreno, es decir que los militares deben abandonar la lucha contra la delincuencia porque esas no son tareas para la institución armada.
Es una verdad a medias. Por supuesto que las fuerzas armadas deben responder por la integridad territorial y la seguridad nacional y, por ende, tienen responsabilidades que van mucho más allá del combate a la delincuencia. También es verdad que en varios puntos del país su participación literalmente reemplaza a las fuerzas de seguridad locales, ya sea porque éstas han sido rebasadas o porque sencillamente son parte de la delincuencia a la que se debe combatir. Pero entre las atribuciones y responsabilidades constitucionales de las Fuerzas Armadas está garantizar la seguridad interior. Y cuando las instituciones locales han sido rebasadas, cuando se ha perdido el control de territorios, cuando no pueden garantizar la seguridad básica de los ciudadanos, las Fuerzas Armadas pueden y deben intervenir para restaurarla.
El discurso de ayer del general Guillermo Galván, al celebrar un nuevo aniversario de la Marcha de la Lealtad, fue insistente al respecto. El Ejército debe garantizar la seguridad interior y, en algunas zonas del país, “el crimen ha rebasado a las instituciones, por lo cual la seguridad interior se encuentra seriamente amenazada”. Explicó “que el crimen organizado inició como pandillas lideradas por algunos elementos policiacos hasta llegar a lo que conocemos hoy”. Y es que en el origen del crimen organizado están las policías y las fuerzas de seguridad.
Y el problema no es de ahora ni de los últimos sexenios: los primeros jefes reales del narcotráfico surgieron, por ejemplo, de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad que controlaba el “negocio” y que, cuando es liquidada esa dependencia, luego del asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, en 1985, en muchos casos sus agentes conservan los contactos con los grupos criminales y, aliados con mandos locales de seguridad, comienzan a tender sus redes de operación y protección… hasta llegar, como dijo el general Galván, a lo que tenemos ahora.
El tema viene a cuento porque, luego de las declaraciones de siempre sobre la seguridad, resulta ahora que todos los candidatos, aunque eso lo digan públicamente en voz muy baja, terminan estando de acuerdo en que, en lo que respecta al ámbito específico de la seguridad, no hay mucho hacia dónde hacerse: todos aceptan que se debe mantener a las Fuerzas Armadas en esa labor mientras se reconstruyen las policías; todos aceptan que no se puede relajar esa lucha y que los grupos criminales son un peligro para la sociedad.
Existen diferencias, sin embargo, respecto al grado de responsabilidad que deben y pueden tener los tres niveles de gobierno en ese proceso, y a los tiempos y ritmos que debe tener el retiro de las Fuerzas Armadas, que debería ser entendido, en realidad, como el tiempo que se requiere para crear las nuevas policías y la voluntad que pueden exhibir estados y municipios con el fin de generarlas. Hay quienes, como López Obrador, están planteando fechas específicas para la retirada militar, pero no contemplan fecha para la creación de las nuevas policías. Eso es demagogia pura porque ello implicaría regresarle el control de esas plazas a la delincuencia y dejar a la gente indefensa o, lo que sería casi lo mismo, volver a colocar a la policía que debió ser sustituida.
Operar ese reemplazo tampoco es sencillo: los estados que realmente se han comprometido con ese esfuerzo son pocos y les ha costado mucho concretarlo. Ha habido éxito en lugares como Tijuana, avances parciales en Juárez y los gobiernos de Nuevo Léon, Tamaulipas y Veracruz están batallando, en distintos niveles, para sacar adelante sus nuevas fuerzas policiales, para las que no sobran aspirantes realmente calificados. Hay otras entidades donde ese esfuerzo ni siquiera se realiza, como en Michoacán. Mientras tanto, la gente, en todos esos lugares, quiere que las Fuerzas Armadas (o la Policía Federal) sigan en sus ciudades garantizando la seguridad. Y los elementos militares deben seguir en esas plazas porque su responsabilidad es garantizar la seguridad interior del país.
Lo paradójico de todo esto es que esos mismos políticos que tanto hablan del tema no han hecho esfuerzo alguno por sacar adelante la Ley de Seguridad Nacional que debería normar el funcionamiento y la operación de las instituciones militares en esos ámbitos. Algo que el general Galván les ha recriminado en público y en privado, en innumerables ocasiones. Por cierto, una de las cosas que no se abordaron en estos días de precampaña y que constituyó uno de los mejores momentos de Josefina Vázquez Mota en la Cámara de Diputados, fue cuando logró frenar la iniciativa de Ley de Seguridad Nacional que había llegado del Senado, que hubiera generado costos enormes a la institución militar en los términos en que estaba concebida.
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