El borramiento del dolor

Javier Sicilia

En su larga reflexión sobre el rostro y la revelación del prójimo, Emmanuel Levinas escribió una frase tan profunda como conmovedora: “Sólo un yo vulnerable puede amar a su prójimo”. Sólo desde allí los seres humanos podemos abrirnos al otro que nos solicita en su presencia, en su dolor; sólo desde allí podemos reconocer su rostro y conmovernos. Cuando se es vulnerable, el rostro del otro, que expresa la desnudez de un ser humano, “se me impone –dice Levinas– sin que yo pueda permanecer sordo a su llamado, olvidarlo, quiero decir, sin que yo pueda dejar de ser responsable de su miseria”.

El poder, sin embargo, no lo ve. Para el hombre y la mujer de poder, que sólo se miran a sí mismos, los otros no tienen rostro. Son una masa amorfa, una estadística, un expediente en los archiveros de la burocracia o una posibilidad para triunfar. Por ello Felipe Calderón borró a las víctimas de esta guerra criminalizándolas o reduciéndolas a “bajas colaterales” que carecen de importancia para el Estado –simples cifras que se van acumulando y cuyo número es una abstracción que habla del poder–. Por ello también las campañas electorales en su inanidad, en su parálisis mental, en su ausencia de imaginación política y su corrupción, no han hecho otra cosa que continuar ese mismo borramiento. Obnubilados por el poder, lo que el ego vulnerable de la sociedad logró visibilizar: el rostro doliente de las víctimas de la guerra, dejó de estar en su memoria y sus discursos. En la lógica de los partidos y de los candidatos –magnificados por los medios–, las víctimas no son siquiera ya estadísticas, simplemente han dejado de existir. Para ellos, no hay emergencia nacional, no hay dolor, no hay víctimas ni un espantoso estado de guerra que tiene postrada a la nación. Existen solamente los votos, la hermosa y dolorosa presencia de los seres humanos, reducidas a papeletas, a números, a instrumentos al servicio de la imbecilidad del poder.

Atrincherados en sus egos y sus intereses, la vulnerabilidad no forma parte ni de los partidos ni de los candidatos. Son el poder, y el poder no tolera el rostro de las víctimas. Por eso Gobernación y el Estado Mayor Presidencial, durante el segundo diálogo en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, intentaron que las víctimas no entraran con las fotografías de sus muertos. Por ello, los partidos y los candidatos los han sacado de sus discursos. No quieren ver sus rostros porque no quieren ser vulnerados. Se niegan a la bondad que al responder a la interpelación de miles de rostros los obligaría a decir: “Aquí estamos ante sus miradas, obligados para con ustedes, siendo sus servidores”. Hacerlo sería aceptar ser cuestionados por los ojos y las voces que hablan desde el dolor, sentirse obligados, acusados, requeridos, y ellos, al igual que Calderón, no quieren aceptar esa responsabilidad tan humana como exorbitante. Es mejor entonces, para ellos, darles la espalda y endurecer el oído, aunque eso signifique también darle la espalda a la nación entera y a su clamor de paz y de justicia. Su lógica es la misma que la de los criminales: borrarlos, desaparecerlos de la existencia, sacarlos de la intranquilidad de la conciencia que es, dice Finkielkraut, “la modalidad misma de la hospitalidad moral” y del acogimiento del otro.

Las víctimas son siempre molestas para los hombres y las mujeres del poder porque al irrumpir en sus egos turban su quietud y los desvían de sus intenciones egoístas. Sus rostros los despojan de su soberanía y los obligan a acciones humildes. El amor que les reclaman los pone a prueba, los violenta, los desaloja, los persigue y hostiga hasta en los rincones más recónditos de sí mismos. De allí la crueldad con la que los criminales las destruyen; de allí también el desprecio con el que el poder las trata; de allí el mal que se ha instalado en la vida de México.

Al reducir a las víctimas a una pura carne despreciable o al borrarlas bajo la lógica de la estadística o de la inexistencia, el poder del crimen y el poder del Estado han creado un universo en el que los seres humanos son nada, seres intercambiables, utilizables o desechables: “Si los mataron –dice esta lógica implacable– es que algo han de haber hecho”.

Despreciar, asesinar, contabilizar e ignorar, ese cuádruple acto en apariencia funcional, que recorre las lógicas del crimen, del Estado y de las campañas políticas, borra de los seres humanos el misterio del rostro. Al borrarlo, al desaparecer esa realidad única e irrepetible que exige nuestro servicio, se degrada al ser humano a la condición de una pura instrumentalidad para uso del poder.

Las elecciones que nos aguardan se han convertido así en lo que no hemos dejado de repetir: las elecciones de la ignominia. El borramiento que han hecho del rostro de las víctimas y de la emergencia nacional ha reducido la vida de todos a trozos de piel cualquiera. “Sólo en un mundo sin rostros –escribe Finkielkraut– el nihilismo absoluto [como está sucediendo en México] puede establecer su ley”. Son los compasivos, aquellos cuyo ego está vulnerado y reconocen, al margen del poder, el rostro de sus prójimos, quienes mantienen viva la humanidad del país.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

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