Jorge Fernández Menéndez
El tema de la seguridad se utiliza una y otra vez como caballito de batalla en el debate entre partidos, pero cada vez menos se ofrecen propuestas para salir del círculo de la crítica. Hace unos días, en plena crisis de la fuga de Apodaca, escuchaba una mesa de debate en la que el adjetivo más suave que enarbolaba una dirigente de larga carrera en el PRI era que la estrategia era desastrosa, mientras un perredista y un panista cercano a Santiago Creel asentían. Ninguno de los tres, sin embargo, era capaz de decir en qué la cambiarían, qué harían de nuevo o de diferente, o incluso, como simple elemento de comparación, mostrar qué ha hecho alguno de sus compañeros de partido, en los estados en los que gobiernan, o qué hacían ellos en el pasado.
Me parece que en estos temas sencillamente no está existiendo la seriedad mínima necesaria en esta etapa de campaña (tampoco la hubo antes, pero cuando se deben tomar definiciones para el futuro del país ello es, sin duda, más grave). Cuando se dio la fuga y el motín de Apodaca, la secretaria general del PRI, la regiomontana Cristina Díaz, aseguró, ella también, que era consecuencia de la desastrosa estrategia de seguridad del gobierno federal y de la saturación de los reclusorios. No era verdad: la fuga y el motín de Apodaca se dieron por una razón mucho más sencilla que ya hemos abordado en este espacio: se dio por la corrupción de las autoridades. Tan es así que la consecuencia directa es que unos 30 funcionarios estatales han terminado presos por la fuga y el motín y varios otros han tenido que dejar sus responsabilidades, comenzando por la Secretaría de Seguridad Pública, a donde llegó el general Javier del Real. Pero no hemos escuchado a un solo priista reconocer que hechos como el de Apodaca no tienen nada que ver con la estrategia de seguridad y sí, y mucho, con la corrupción y la incompetencia de ciertas autoridades.
En Guerrero se dijo de todo en torno a los dos estudiantes muertos de la normal de Ayotzinapa. El entonces procurador, el perredista Alberto López Rosas, lo primero que hizo fue acusar a la Policía Federal, que unas horas después de los hechos había demostrado que los disparos contra los manifestantes habían sido lanzados desde el lugar donde estaban los policías ministeriales, además de exhibir fotos y videos donde se veía a éstos armados y en algunos casos disparando. Durante los tres primeros días se negaron los hechos e incluso la procuraduría local presentó a un detenido que supuestamente tenía en su poder el arma que había realizado esos disparos. El problema es que todo resultó ser un montaje y que el detenido no tenía nada que ver con esas muertes, además de que fue torturado. El gobernador Ángel Aguirre Rivero, cuando menos, ha decidido, por la causa que sea, quizás la de su supervivencia, rectificar el camino y, con las pruebas que le han presentado la PGR y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ha aceptado los hechos, hizo cambios en su equipo de seguridad y en la Procuraduría estatal y ha librado órdenes de aprehensión contra varios funcionarios, incluido el ahora ex procurador. Pero no he escuchado a nadie en el PRD reconociendo que esos problemas graves se suscitaron por los errores de un gobierno de su partido. Y se sigue hablando de la estrategia de seguridad.
Hay quienes proponen, para acabar con toda esta crisis de seguridad, que se legalicen las drogas, como si esa medida, que además pareciera que se podría implementar de la noche a la mañana, pudiera acabar con mafias, violencia, pandillas y ajustes de cuentas. Algunas drogas, como la mariguana, se pueden legalizar, otras (la heroína y muchas drogas sintéticas) definitivamente no, pero la decisión de hacerlo debería basarse en razones sociales y sobre todo de salud pública. Lo único seguro es que la legalización no reducirá la violencia de las pandillas, las extorsiones, los secuestros, los robos, y mucho menos resolverá el grave problema de corrupción que aqueja a muchas de las policías estatales y municipales. No hay ninguna razón para suponer que esa violencia se reducirá con la legalización de la mariguana, como si esa decisión hiciera desaparecer por arte de magia los grupos criminales o si éstos, legalizada esa droga, decidieran convertirse repentinamente en comerciantes al menudeo de la misma. Pero quienes plantean esa medida (que, insisto, se puede adoptar, pero por razones diferentes a las que se esgrimen) piensan que eso sí sería un cambio radical a la estrategia de seguridad.
Estamos a cuatro meses de las elecciones y la seguridad ha servido, como tema, para todo. Lo que resulta preocupante es que, hasta ahora, ninguno de los candidatos o partidos ha sido lo suficientemente claro, lo suficientemente crítico y autocrítico como para comenzar a enarbolar una respuesta que salga del lugar común de decir que la estrategia no ha funcionado, cuando lo que en realidad no funciona es la política.
El tema de la seguridad se utiliza una y otra vez como caballito de batalla en el debate entre partidos, pero cada vez menos se ofrecen propuestas para salir del círculo de la crítica. Hace unos días, en plena crisis de la fuga de Apodaca, escuchaba una mesa de debate en la que el adjetivo más suave que enarbolaba una dirigente de larga carrera en el PRI era que la estrategia era desastrosa, mientras un perredista y un panista cercano a Santiago Creel asentían. Ninguno de los tres, sin embargo, era capaz de decir en qué la cambiarían, qué harían de nuevo o de diferente, o incluso, como simple elemento de comparación, mostrar qué ha hecho alguno de sus compañeros de partido, en los estados en los que gobiernan, o qué hacían ellos en el pasado.
Me parece que en estos temas sencillamente no está existiendo la seriedad mínima necesaria en esta etapa de campaña (tampoco la hubo antes, pero cuando se deben tomar definiciones para el futuro del país ello es, sin duda, más grave). Cuando se dio la fuga y el motín de Apodaca, la secretaria general del PRI, la regiomontana Cristina Díaz, aseguró, ella también, que era consecuencia de la desastrosa estrategia de seguridad del gobierno federal y de la saturación de los reclusorios. No era verdad: la fuga y el motín de Apodaca se dieron por una razón mucho más sencilla que ya hemos abordado en este espacio: se dio por la corrupción de las autoridades. Tan es así que la consecuencia directa es que unos 30 funcionarios estatales han terminado presos por la fuga y el motín y varios otros han tenido que dejar sus responsabilidades, comenzando por la Secretaría de Seguridad Pública, a donde llegó el general Javier del Real. Pero no hemos escuchado a un solo priista reconocer que hechos como el de Apodaca no tienen nada que ver con la estrategia de seguridad y sí, y mucho, con la corrupción y la incompetencia de ciertas autoridades.
En Guerrero se dijo de todo en torno a los dos estudiantes muertos de la normal de Ayotzinapa. El entonces procurador, el perredista Alberto López Rosas, lo primero que hizo fue acusar a la Policía Federal, que unas horas después de los hechos había demostrado que los disparos contra los manifestantes habían sido lanzados desde el lugar donde estaban los policías ministeriales, además de exhibir fotos y videos donde se veía a éstos armados y en algunos casos disparando. Durante los tres primeros días se negaron los hechos e incluso la procuraduría local presentó a un detenido que supuestamente tenía en su poder el arma que había realizado esos disparos. El problema es que todo resultó ser un montaje y que el detenido no tenía nada que ver con esas muertes, además de que fue torturado. El gobernador Ángel Aguirre Rivero, cuando menos, ha decidido, por la causa que sea, quizás la de su supervivencia, rectificar el camino y, con las pruebas que le han presentado la PGR y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ha aceptado los hechos, hizo cambios en su equipo de seguridad y en la Procuraduría estatal y ha librado órdenes de aprehensión contra varios funcionarios, incluido el ahora ex procurador. Pero no he escuchado a nadie en el PRD reconociendo que esos problemas graves se suscitaron por los errores de un gobierno de su partido. Y se sigue hablando de la estrategia de seguridad.
Hay quienes proponen, para acabar con toda esta crisis de seguridad, que se legalicen las drogas, como si esa medida, que además pareciera que se podría implementar de la noche a la mañana, pudiera acabar con mafias, violencia, pandillas y ajustes de cuentas. Algunas drogas, como la mariguana, se pueden legalizar, otras (la heroína y muchas drogas sintéticas) definitivamente no, pero la decisión de hacerlo debería basarse en razones sociales y sobre todo de salud pública. Lo único seguro es que la legalización no reducirá la violencia de las pandillas, las extorsiones, los secuestros, los robos, y mucho menos resolverá el grave problema de corrupción que aqueja a muchas de las policías estatales y municipales. No hay ninguna razón para suponer que esa violencia se reducirá con la legalización de la mariguana, como si esa decisión hiciera desaparecer por arte de magia los grupos criminales o si éstos, legalizada esa droga, decidieran convertirse repentinamente en comerciantes al menudeo de la misma. Pero quienes plantean esa medida (que, insisto, se puede adoptar, pero por razones diferentes a las que se esgrimen) piensan que eso sí sería un cambio radical a la estrategia de seguridad.
Estamos a cuatro meses de las elecciones y la seguridad ha servido, como tema, para todo. Lo que resulta preocupante es que, hasta ahora, ninguno de los candidatos o partidos ha sido lo suficientemente claro, lo suficientemente crítico y autocrítico como para comenzar a enarbolar una respuesta que salga del lugar común de decir que la estrategia no ha funcionado, cuando lo que en realidad no funciona es la política.
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