John M. Ackerman
Ahora que las tres principales fuerzas políticas han definido sus candidatos presidenciales, habría que preguntarnos si vale la pena votar por alguno de ellos o mejor abstenerse o anular nuestra boleta el próximo 1 de julio. Resulta evidente que ninguno de los tres candidatos podrá por sí solo salvarnos del naufragio nacional. El poder del Estado nunca fue lo que algunos imaginaban que era, y hoy, después de 30 años de entreguistas políticas neoliberales, se encuentra más debilitado y vulnerable que nunca. Independientemente de quién sea el próximo mandatario, difícilmente podrá hacer grandes cambios por pura fuerza de voluntad.
El impulso para el cambio social tendrá que venir de otra parte. Tal y como ha sido a lo largo de la historia, los ciudadanos, y no los políticos, enseñarán el camino. A principios del siglo XX, fueron Emiliano Zapata y Pancho Villa, no Francisco I. Madero, los principales responsables de que la Revolución Mexicana hubiera desembocado en una de las Constituciones más avanzadas de su época en materia de derechos sociales. Durante la “transición” actual, por más que sus panegiristas quieran vestir a Ernesto Zedillo, Vicente Fox o José Woldenberg como los arquitectos del cambio político, en realidad han sido los combativos movimientos estudiantiles, campesinos, obreros e indígenas los que han obligado al sistema a transformarse.
Dicen que la historia la escriben los vencedores, y la nuestra no es ninguna excepción. Los pocos avances que tenemos hoy en materia democrática se nos presentan como si fueran el resultado de la visión ilustrada de los hombres y mujeres del poder. Mientras, los verdaderos héroes que ofrendaron sus vidas, sudor e inteligencia son enviados al basurero de la historia.
Aun cuando algunos de los actuales candidatos cuentan con perfiles “ciudadanos”, como Isabel Miranda de Wallace, Juan Manuel Márquez o Purificación Carpinteyro, en el momento en que aceptan ser candidatos para algún cargo de elección popular automáticamente tienen que jugar con las reglas de la política. Y si llegan a conquistar el poder, deben devolver el favor no solamente a sus electores, sino también a sus respectivos padrinos.
Ante esta situación, la salida más fácil y cómoda es simplemente mandar al diablo las elecciones en un acto de supuesta pureza ciudadana para no ensuciarse las manos con los juegos del poder. “Anulemos el voto para enviar un mensaje de repudio a la clase política nacional”, dicen algunos; “ni siquiera vale la pena salir a votar”, dicen otros.
El detalle es que, independientemente de lo que cualquiera de nosotros decida hacer en el terreno electoral el próximo 1 de julio, el gobierno seguirá existiendo, como bien lo ha señalado Octavio Rodríguez Araujo. Y mientras haya gobierno, siempre existirá el enorme riesgo de que se abuse del poder estatal para reprimir a la población, enriquecer a los funcionarios públicos y consolidar el control de los monopolios, el imperialismo y los poderes fácticos sobre la economía nacional.
La orientación y los compromisos del gobierno federal en estas materias tienen una gran relevancia para los movimientos sociales que nos tendrán que guiar durante el próximo sexenio. Tenemos la obligación de preguntarnos cuál de los tres candidatos presidenciables estará más dispuesto a tomar en cuenta y escuchar las demandas ciudadanas o, en su caso, simplemente será utilizado para reprimir a los inconformes, como en Atenco, en Ciudad Juárez o en Chilpancingo. Para esta evaluación habría que tomar en cuenta tanto el talante autoritario y las trayectorias de cada candidato como los compromisos políticos que pesarán a la hora de tomar decisiones clave.
La gran pregunta no es entonces cuál de los tres candidatos es “mejor”, ni siquiera cuál es el “menos peor”, sino cuál encabezará un gobierno más propicio para el florecimiento de una sociedad combativa y exigente. La mayor parte de los que anularán su voto, o simplemente se abstendrán de participar en los comicios como acto de protesta, implícitamente mantienen la tesis de que las cosas tienen que empeorar antes de que mejoren, de que lo mejor para el país sería seguir por el mismo camino de la ignominia neoliberal con el fin de que eventualmente detone un violento estallido social.
Otros “anulistas” más bien parecen ser derechistas “de clóset”. No se atreven a confesarlo públicamente, pero al final de cuentas prefieren la continuidad del PRIAN a la llegada del “populismo” de izquierda. Llama la atención, por ejemplo, que muchos de los que promovían el voto nulo en las elecciones intermedias de 2009 eran los mismos que defendían el “voto útil” a favor de Fox en el año 2000 bajo el argumento de que la alternancia podría ayudar a dinamizar el sistema político nacional.
¿Acaso no es tan importante hoy echar al PRIAN de Los Pinos como lo fue echar al PRI hace 12 años? Si la respuesta es negativa, entonces se evidenciaría un claro sesgo que, inspirado en una sentencia atribuida a Benito Juárez, daría pie a un nuevo dicho: “Para mis amigos, gracia y ‘voto útil’; para mis enemigos, ‘voto nulo’ a secas”.
Todavía existe una última oportunidad para enderezar el camino de nuestra fallida transición democrática. No se trata de elegir a un nuevo salvador de la patria, sino simplemente de dar una oportunidad a la izquierda política para que pruebe su suerte al mando del país. Tanto la historia del PRD como la trayectoria personal de Andrés Manuel López Obrador revelan una gran apertura hacia las más diversas expresiones sociales. En contraste, los perfiles de Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, así como la experiencia con el PAN y el PRI durante los últimos 30 años, garantizan una total continuidad de las políticas actuales.
Las elecciones presidenciales no son para escoger dioses ni emitir cheques en blanco, sino únicamente para decidir quién gobernará durante los próximos seis años. En lugar de anular nuestra ciudadanía deberíamos participar activamente en esta decisión, así como, simultáneamente, exigir a cada paso y en cada momento el cumplimiento de una agenda social de avanzada por el nuevo gobierno federal.
Ahora que las tres principales fuerzas políticas han definido sus candidatos presidenciales, habría que preguntarnos si vale la pena votar por alguno de ellos o mejor abstenerse o anular nuestra boleta el próximo 1 de julio. Resulta evidente que ninguno de los tres candidatos podrá por sí solo salvarnos del naufragio nacional. El poder del Estado nunca fue lo que algunos imaginaban que era, y hoy, después de 30 años de entreguistas políticas neoliberales, se encuentra más debilitado y vulnerable que nunca. Independientemente de quién sea el próximo mandatario, difícilmente podrá hacer grandes cambios por pura fuerza de voluntad.
El impulso para el cambio social tendrá que venir de otra parte. Tal y como ha sido a lo largo de la historia, los ciudadanos, y no los políticos, enseñarán el camino. A principios del siglo XX, fueron Emiliano Zapata y Pancho Villa, no Francisco I. Madero, los principales responsables de que la Revolución Mexicana hubiera desembocado en una de las Constituciones más avanzadas de su época en materia de derechos sociales. Durante la “transición” actual, por más que sus panegiristas quieran vestir a Ernesto Zedillo, Vicente Fox o José Woldenberg como los arquitectos del cambio político, en realidad han sido los combativos movimientos estudiantiles, campesinos, obreros e indígenas los que han obligado al sistema a transformarse.
Dicen que la historia la escriben los vencedores, y la nuestra no es ninguna excepción. Los pocos avances que tenemos hoy en materia democrática se nos presentan como si fueran el resultado de la visión ilustrada de los hombres y mujeres del poder. Mientras, los verdaderos héroes que ofrendaron sus vidas, sudor e inteligencia son enviados al basurero de la historia.
Aun cuando algunos de los actuales candidatos cuentan con perfiles “ciudadanos”, como Isabel Miranda de Wallace, Juan Manuel Márquez o Purificación Carpinteyro, en el momento en que aceptan ser candidatos para algún cargo de elección popular automáticamente tienen que jugar con las reglas de la política. Y si llegan a conquistar el poder, deben devolver el favor no solamente a sus electores, sino también a sus respectivos padrinos.
Ante esta situación, la salida más fácil y cómoda es simplemente mandar al diablo las elecciones en un acto de supuesta pureza ciudadana para no ensuciarse las manos con los juegos del poder. “Anulemos el voto para enviar un mensaje de repudio a la clase política nacional”, dicen algunos; “ni siquiera vale la pena salir a votar”, dicen otros.
El detalle es que, independientemente de lo que cualquiera de nosotros decida hacer en el terreno electoral el próximo 1 de julio, el gobierno seguirá existiendo, como bien lo ha señalado Octavio Rodríguez Araujo. Y mientras haya gobierno, siempre existirá el enorme riesgo de que se abuse del poder estatal para reprimir a la población, enriquecer a los funcionarios públicos y consolidar el control de los monopolios, el imperialismo y los poderes fácticos sobre la economía nacional.
La orientación y los compromisos del gobierno federal en estas materias tienen una gran relevancia para los movimientos sociales que nos tendrán que guiar durante el próximo sexenio. Tenemos la obligación de preguntarnos cuál de los tres candidatos presidenciables estará más dispuesto a tomar en cuenta y escuchar las demandas ciudadanas o, en su caso, simplemente será utilizado para reprimir a los inconformes, como en Atenco, en Ciudad Juárez o en Chilpancingo. Para esta evaluación habría que tomar en cuenta tanto el talante autoritario y las trayectorias de cada candidato como los compromisos políticos que pesarán a la hora de tomar decisiones clave.
La gran pregunta no es entonces cuál de los tres candidatos es “mejor”, ni siquiera cuál es el “menos peor”, sino cuál encabezará un gobierno más propicio para el florecimiento de una sociedad combativa y exigente. La mayor parte de los que anularán su voto, o simplemente se abstendrán de participar en los comicios como acto de protesta, implícitamente mantienen la tesis de que las cosas tienen que empeorar antes de que mejoren, de que lo mejor para el país sería seguir por el mismo camino de la ignominia neoliberal con el fin de que eventualmente detone un violento estallido social.
Otros “anulistas” más bien parecen ser derechistas “de clóset”. No se atreven a confesarlo públicamente, pero al final de cuentas prefieren la continuidad del PRIAN a la llegada del “populismo” de izquierda. Llama la atención, por ejemplo, que muchos de los que promovían el voto nulo en las elecciones intermedias de 2009 eran los mismos que defendían el “voto útil” a favor de Fox en el año 2000 bajo el argumento de que la alternancia podría ayudar a dinamizar el sistema político nacional.
¿Acaso no es tan importante hoy echar al PRIAN de Los Pinos como lo fue echar al PRI hace 12 años? Si la respuesta es negativa, entonces se evidenciaría un claro sesgo que, inspirado en una sentencia atribuida a Benito Juárez, daría pie a un nuevo dicho: “Para mis amigos, gracia y ‘voto útil’; para mis enemigos, ‘voto nulo’ a secas”.
Todavía existe una última oportunidad para enderezar el camino de nuestra fallida transición democrática. No se trata de elegir a un nuevo salvador de la patria, sino simplemente de dar una oportunidad a la izquierda política para que pruebe su suerte al mando del país. Tanto la historia del PRD como la trayectoria personal de Andrés Manuel López Obrador revelan una gran apertura hacia las más diversas expresiones sociales. En contraste, los perfiles de Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, así como la experiencia con el PAN y el PRI durante los últimos 30 años, garantizan una total continuidad de las políticas actuales.
Las elecciones presidenciales no son para escoger dioses ni emitir cheques en blanco, sino únicamente para decidir quién gobernará durante los próximos seis años. En lugar de anular nuestra ciudadanía deberíamos participar activamente en esta decisión, así como, simultáneamente, exigir a cada paso y en cada momento el cumplimiento de una agenda social de avanzada por el nuevo gobierno federal.
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