Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Felipe Calderón dijo que no podía guardar silencio. ¿Quién puede callar al presidente de la República? En este país nada más lo hicieron con Madero y Carranza. Sólo hay que establecer una distinción: el presidente constitucional decidió -para poner en práctica la política pública medular de su gobierno- usar el lenguaje de las armas, éstas hacen mucho ruido, impiden la reflexión, el conocimiento de problemas fundamentales que castigan a los mexicanos.
Sí, el presidente Calderón se inclinó por el lenguaje de la violencia, pero en otros aspectos de la vida institucional de la República, en el balance de lo que dejó de hacerse decidió guardar un ominoso silencio, permanecer calladito porque no tiene manera de explicar el saldo negativo de su administración, por más que en Davos se le reconozca como estadista global por servicios prestados a los organismos financieros internacionales y al Imperio, por sobre las necesidades elementales de sus gobernados.
¿Cómo podrá explicar que no fue lo suficientemente hábil para negociar con el Congreso y articular las urgentes reformas económicas, políticas y judiciales que el país requiere para conceptuar e iniciar la tan pospuesta transición? ¿Cómo quitará en la sociedad esa percepción de que llegó para nadar de muertito? ¿Cómo explicará a los militantes de su partido que él consideró mejor a Ernesto Cordero, en lugar de a Santiago Creel? ¿Por qué no expone las razones por las cuales rechazó a Josefina y ésta debió imponerse?
El presidente prefiere que el tableteo de las metralletas sustituya al silencio requerido para progresar, para darle su justa dimensión policiaca al problema de la delincuencia organizada, que desde que él llegó al poder -triste y dramática coincidencia- ha sido armada en cinco ocasiones por agencias de seguridad estadounidenses, para justificar una guerra injustificable y facilitar la intervención solapada de Estados Unidos en asuntos internos de México.
Prefirió también ignorar la voz de alarma del Congreso, que con comedimiento le solicitó 10 mil millones de pesos, para después vestirse de héroe y firmar un decreto que concede 34 mil millones al combate a la sequía. Tampoco nada aclara sobre las razones que han pospuesto para la eternidad la construcción de la refinería, ni de los resultados sobre la educación de los mexicanos obtenidos con la alianza ideológica, programática y electoral que hizo con Elba Esther Gordillo, a quien concedió todas sus exigencias sin reparar en el costo.
Pero, efectivamente el presidente no se quedará callado, porque eligió el lenguaje de las armas; el tableteo de las metralletas, las muertes, los secuestros y la limpieza social continuarán hasta que alguien sensato lo suceda en la silla del águila y modifique las políticas públicas, enmudezca los balazos y regrese al quehacer político para iniciar la tan pospuesta transición.
Queda la sensación de que Felipe Calderón considera a sus gobernados como personajes de Salvador Elizondo, su gobierno como escenario de El Hipogeo Secreto, donde puede leerse: “¿Quién hace que nosotros seamos su secreto; un secreto vergonzoso revelado mediante el proferimiento de una palabra; un nombre dicho en el momento de la muerte?”
Felipe Calderón dijo que no podía guardar silencio. ¿Quién puede callar al presidente de la República? En este país nada más lo hicieron con Madero y Carranza. Sólo hay que establecer una distinción: el presidente constitucional decidió -para poner en práctica la política pública medular de su gobierno- usar el lenguaje de las armas, éstas hacen mucho ruido, impiden la reflexión, el conocimiento de problemas fundamentales que castigan a los mexicanos.
Sí, el presidente Calderón se inclinó por el lenguaje de la violencia, pero en otros aspectos de la vida institucional de la República, en el balance de lo que dejó de hacerse decidió guardar un ominoso silencio, permanecer calladito porque no tiene manera de explicar el saldo negativo de su administración, por más que en Davos se le reconozca como estadista global por servicios prestados a los organismos financieros internacionales y al Imperio, por sobre las necesidades elementales de sus gobernados.
¿Cómo podrá explicar que no fue lo suficientemente hábil para negociar con el Congreso y articular las urgentes reformas económicas, políticas y judiciales que el país requiere para conceptuar e iniciar la tan pospuesta transición? ¿Cómo quitará en la sociedad esa percepción de que llegó para nadar de muertito? ¿Cómo explicará a los militantes de su partido que él consideró mejor a Ernesto Cordero, en lugar de a Santiago Creel? ¿Por qué no expone las razones por las cuales rechazó a Josefina y ésta debió imponerse?
El presidente prefiere que el tableteo de las metralletas sustituya al silencio requerido para progresar, para darle su justa dimensión policiaca al problema de la delincuencia organizada, que desde que él llegó al poder -triste y dramática coincidencia- ha sido armada en cinco ocasiones por agencias de seguridad estadounidenses, para justificar una guerra injustificable y facilitar la intervención solapada de Estados Unidos en asuntos internos de México.
Prefirió también ignorar la voz de alarma del Congreso, que con comedimiento le solicitó 10 mil millones de pesos, para después vestirse de héroe y firmar un decreto que concede 34 mil millones al combate a la sequía. Tampoco nada aclara sobre las razones que han pospuesto para la eternidad la construcción de la refinería, ni de los resultados sobre la educación de los mexicanos obtenidos con la alianza ideológica, programática y electoral que hizo con Elba Esther Gordillo, a quien concedió todas sus exigencias sin reparar en el costo.
Pero, efectivamente el presidente no se quedará callado, porque eligió el lenguaje de las armas; el tableteo de las metralletas, las muertes, los secuestros y la limpieza social continuarán hasta que alguien sensato lo suceda en la silla del águila y modifique las políticas públicas, enmudezca los balazos y regrese al quehacer político para iniciar la tan pospuesta transición.
Queda la sensación de que Felipe Calderón considera a sus gobernados como personajes de Salvador Elizondo, su gobierno como escenario de El Hipogeo Secreto, donde puede leerse: “¿Quién hace que nosotros seamos su secreto; un secreto vergonzoso revelado mediante el proferimiento de una palabra; un nombre dicho en el momento de la muerte?”
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