Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Gregorio Ortega Molina es periodista y narrador. Ha colaborado en Revista de América, El Nacional, El Universal, unomásuno, Páginauno, donde se desempeñó como editor, Ovaciones y TV Azteca, donde fue jefe de información de noticieros. Recibió ...
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La sobredimensión mediática y la ausencia de un rigoroso análisis acerca de las ejecuciones efectuadas en la cárcel de Apodaca, Nuevo León, debiera alertar por la superficialidad con la cual se observan y se pretenden resolver los problemas nacionales.
Quienes hayan tenido oportunidad de leer Diario de Lecumberri, donde Álvaro Mutis narra su experiencia como reo, o Todos somos culpables, texto en el que José Gómez Huerta Uribe describe sus vivencias como director del penal de Santa Marta Acatitla, comprenderán que el cruento episodio de la cárcel neolonesa de ninguna manera obedece a un complot interno o externo para liberar a 30 “zetas”, sino estrictamente a problemas de índole administrativo, como es la sobrepoblación -aunque Genaro García Luna lo niegue-, la urgencia de satisfacer las pulsiones sexuales a como dé lugar, la falta absoluta, completa, total de estupefacientes, útiles en recintos cerrados donde la población carcelaria necesita adormecer su violencia.
Cuenta Mutis cómo la falta de “tecata” exacerba las condiciones de encierro, y lo que antes era soportado con mansedumbre se padece como el verdadero infierno que es; narra con maestría la manera en que el rumor de la llegada del polvo blanco crece como marea en mar encrespado, y tranquiliza a los reos que necesitan de esa medicina para soportar la insoportable, entre lo que destaca el hacinamiento, la ausencia de intimidad, la imposibilidad de estar solo un instante, el momento de una defecada, una meada, una eyaculación donde no se debe, al margen de las visitas conyugales.
Gómez Huerta Uribe explica la manera en que puede administrarse un penal con las intenciones de readaptación social, siempre enfrentadas a la realidad de las necesidades humanas que han de satisfacerse de una u otra manera, incluso esa violencia que ya es parte del comportamiento del asesino convicto y confeso, que se convierte en “pagador” para que las sanciones caigan sobre él y no sobre quien está urgido de una venganza o de protección.
Las huéspedes de las cárceles de todo el mundo tienen sus códigos no escritos y sus normas de comportamiento, entre ellos y frente a las autoridades que los supervisan, pero no nada más, también que los expolian y los usan, como ocurrió con la directora del penal de Torreón, que tenía a su chico “chippendale”.
Este gobierno panista ha puesto de moda culpar de todo al narco, y en ese ejemplo se confían los gobernadores. Lo sucedido en el penal de Apodaca no es sino otro de los daños colaterales de la guerra del presidente Calderón contra los barones de la droga, pues la sobre población de las cárceles dificulta la convivencia de los internos y hace más difícil la administración del tiempo y las pulsiones anímicas, porque eso también se administra o debe administrarse en una prisión: el estado de ánimo de quienes sueñan con vivir fuera, estar solos, tener un momento de intimidad.
Gregorio Ortega Molina es periodista y narrador. Ha colaborado en Revista de América, El Nacional, El Universal, unomásuno, Páginauno, donde se desempeñó como editor, Ovaciones y TV Azteca, donde fue jefe de información de noticieros. Recibió ...
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La sobredimensión mediática y la ausencia de un rigoroso análisis acerca de las ejecuciones efectuadas en la cárcel de Apodaca, Nuevo León, debiera alertar por la superficialidad con la cual se observan y se pretenden resolver los problemas nacionales.
Quienes hayan tenido oportunidad de leer Diario de Lecumberri, donde Álvaro Mutis narra su experiencia como reo, o Todos somos culpables, texto en el que José Gómez Huerta Uribe describe sus vivencias como director del penal de Santa Marta Acatitla, comprenderán que el cruento episodio de la cárcel neolonesa de ninguna manera obedece a un complot interno o externo para liberar a 30 “zetas”, sino estrictamente a problemas de índole administrativo, como es la sobrepoblación -aunque Genaro García Luna lo niegue-, la urgencia de satisfacer las pulsiones sexuales a como dé lugar, la falta absoluta, completa, total de estupefacientes, útiles en recintos cerrados donde la población carcelaria necesita adormecer su violencia.
Cuenta Mutis cómo la falta de “tecata” exacerba las condiciones de encierro, y lo que antes era soportado con mansedumbre se padece como el verdadero infierno que es; narra con maestría la manera en que el rumor de la llegada del polvo blanco crece como marea en mar encrespado, y tranquiliza a los reos que necesitan de esa medicina para soportar la insoportable, entre lo que destaca el hacinamiento, la ausencia de intimidad, la imposibilidad de estar solo un instante, el momento de una defecada, una meada, una eyaculación donde no se debe, al margen de las visitas conyugales.
Gómez Huerta Uribe explica la manera en que puede administrarse un penal con las intenciones de readaptación social, siempre enfrentadas a la realidad de las necesidades humanas que han de satisfacerse de una u otra manera, incluso esa violencia que ya es parte del comportamiento del asesino convicto y confeso, que se convierte en “pagador” para que las sanciones caigan sobre él y no sobre quien está urgido de una venganza o de protección.
Las huéspedes de las cárceles de todo el mundo tienen sus códigos no escritos y sus normas de comportamiento, entre ellos y frente a las autoridades que los supervisan, pero no nada más, también que los expolian y los usan, como ocurrió con la directora del penal de Torreón, que tenía a su chico “chippendale”.
Este gobierno panista ha puesto de moda culpar de todo al narco, y en ese ejemplo se confían los gobernadores. Lo sucedido en el penal de Apodaca no es sino otro de los daños colaterales de la guerra del presidente Calderón contra los barones de la droga, pues la sobre población de las cárceles dificulta la convivencia de los internos y hace más difícil la administración del tiempo y las pulsiones anímicas, porque eso también se administra o debe administrarse en una prisión: el estado de ánimo de quienes sueñan con vivir fuera, estar solos, tener un momento de intimidad.
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