Pascal Beltrán del Río
La mesa está puesta, pero ante ella sólo hay dos sillas. Tres comensales esperan sentarse, y pronto se les sumará un cuarto.
Frente a cada uno de los lugares en la mesa hay una etiqueta. Una dice “cambio” y la otra, “continuidad”.
Dos de los comensales presentes ya han decidido que deben sentarse en el lugar del cambio, pues se sentirían incómodos, fuera de lugar, en el otro. La tercera comensal es mujer, y aunque aquí no caben los actos de caballerosidad, ella será la primera en tomar asiento pues es la única a la que le sienta naturalmente el lugar de la continuidad.
Al final, uno de estos comensales se quedará de pie, viendo cómo los otros dos disfrutan del banquete. Lo mismo sucederá con el cuarto comensal, que llegará a destiempo, prácticamente como arrimado, y sin oportunidad alguna de disputar un asiento.
La metáfora sirve para explicar qué sucederá dentro de algunas semanas en la carrera presidencial mexicana. Esa ha sido la historia de las últimas cuatro elecciones para decidir quién ocupa el Ejecutivo.
No importa cuántos candidatos se inscriban en la boleta. Al final, la contienda termina siendo de dos: uno que representa la continuidad y otro, el cambio. Los demás candidatos acaban la carrera muy rezagados, en parte porque muchos de los electores que pensaron en ellos como su primera opción otorgan el voto a uno de los dos que despuntaron, ya sea por entusiasmo o por rechazo hacia alguna de esas candidaturas.
Hace varios meses que sostengo esta tesis sobre lo que ocurrirá en la contienda presidencial de este año, basándome en sucedido en las elecciones de 1988, 1994, 2000 y 2006 (antes de 88 no podía hablarse de votaciones presidenciales competidas en México).
En la primera de ellas —una elección que para siempre quedó manchada por la manipulación de los votos—, los candidatos Carlos Salinas de Gortari y Cuauhtémoc Cárdenas fueron los que se sentaron a la mesa metafórica. El primero representaba la continuidad y segundo, el cambio. Pese a haber realizado una campaña que llamó mucho la atención, el panista Manuel J. Clouthier terminó en un lejano tercer lugar, 14 puntos detrás de Cárdenas y 33 puntos detrás de Salinas.
Seis años después, en 1994, fue el panista Diego Fernández de Cevallos quien logró hacerse de la representación del cambio. Pese a su perseverancia, Cárdenas terminó tercero, nueve puntos detrás de Fernández de Cevallos y 32 puntos detrás del priista Ernesto Zedillo, quien ganó la elección como representante de la continuidad.
La elección de 2000 es la única en que ha ganado el candidato del cambio. El panista Vicente Fox logró conquistar esa etiqueta pese a que Cárdenas entró en la carrera con la imagen exitosa de haber sido el primer gobernante del Distrito Federal surgido de las urnas. El priista Francisco Labastida, representante de la continuidad —como siempre sucede con el candidato del partido del gobierno— terminó segundo, casi siete puntos detrás de Fox pero 20 por encima de Cárdenas.
En 2006 se repitió la lucha entre las candidaturas de la continuidad y del cambio. El panista Felipe Calderón, candidato del partido del gobierno —y, por tanto, de la continuidad—, contra el perredista Andrés Manuel López Obrador, candidato del cambio. Fue una elección muy polémica, que terminó decidiéndose por un puñado de votos, y en la que, nuevamente, el candidato que ocupó el tercer lugar, el priista Roberto Madrazo, quedó muy lejos del primero y el segundo: 13 puntos y fracción.
A falta de una segunda vuelta en las elecciones presidenciales, una buena parte de los electores mexicanos que originalmente no pensaban votar por alguna de las dos principales opciones en la boleta (los candidatos del cambio y la continuidad) terminan impulsando a alguna de éstas hacia el triunfo. Esto es fácil de comprobar si uno revisa la diferencia que existe entre la suma de votos que obtienen los candidatos presidenciales que no son percibidos como representantes de la continuidad o el cambio y la que consiguen sus partidos en las elecciones para diputados y senadores.
En promedio, el tercer lugar en una elección presidencial en México termina 14 puntos detrás del segundo lugar y 21 puntos detrás del primero.
¿Quiénes serán los candidatos de la continuidad y el cambio en la contienda presidencial que arranca el 30 de marzo?
No hay duda que la candidata de la continuidad será Josefina Vázquez Mota, en tanto aspirante del partido del gobierno. Es importante no confundir la continuidad con el continuismo. El triunfo de Vázquez Mota en la elección interna del PAN la semana pasada simplemente confirmó otra regla de la que he hablado antes aquí: para ganar la candidatura del PAN es necesario no ser percibido como el aspirante oficial, el que tiene el apoyo de la nomenklatura del partido.
Aunque la candidatura de Vázquez Mota es novedosa —se trata de la primera mujer que representará a Acción Nacional en una elección presidencial y también la primera con posibilidades reales de llegar a Los Pinos—, no me queda duda de que tratará de construir su triunfo con base en los logros de los dos gobiernos del PAN que así sean percibidos por el electorado. Por supuesto, ofrecerá alternativas (ella misma ha dicho que no es “más de lo mismo”), pero éstas no podrán ser tan marcadas como para encasillarse como una candidata del cambio.
¿Por qué? Porque hacerlo sería un error. Si Josefina se presenta como candidata del cambio, entrará inmediatamente en disputa con sus rivales, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, quienes explícitamente se han colocado esa etiqueta y se disputan los votos de millones de mexicanos que están decepcionados de los gobiernos del PAN. AMLO habla de “cambio verdadero” y Peña Nieto, de “cambio con certidumbre”.
Es verdad que la candidatura de Vázquez Mota ofrece intrínsecamente la posibilidad de un cambio de género, pero dudo que este mensaje sea tan poderoso por sí mismo como para transformar a Peña Nieto y López Obrador en los candidatos de la continuidad de género. El que la candidatura del PAN la haya ganado una mujer es un gran activo para la campaña panista, pero no es suficiente para ganar, sobre todo dadas las situaciones apremiantes que vive el país en materia de seguridad y empleo.
Ocupado el lugar de la continuidad por Vázquez Mota, sólo queda un asiento disponible, y tendrán que disputárselo los opositores. Si López Obrador quiere ser el candidato del cambio, deberá probar que su “cambio verdadero” tiene más posibilidades de éxito que el “cambio con certeza” ofrecido por Peña Nieto. Y viceversa.
Creo que Vázquez Mota tiene clara esta situación. La noche de su triunfo en el PAN, identificó a Peña Nieto como el rival y no mencionó a AMLO. ¿Por qué lo hizo? Por dos razones: 1) Para lograr que López Obrador reclamara la omisión, y ella tuviera la oportunidad de mandar un mensaje de paz y reconocimiento al candidato del Movimiento Progresista, y 2) porque la candidata del PAN sabe que si AMLO se rezaga al tercer lugar, muchos de los votos de los simpatizantes de éste (sobre todo los de las mujeres liberales y de izquierda) fluirán hacia ella si no ocurre un choque con López Obrador.
El Movimiento Progresista ha hecho enormes esfuerzos por volver competitiva su candidatura. La forma tersa como se resolvió que AMLO fuera el aspirante presidencial y el reciente apoyo que éste recibió de Cuauhtémoc Cárdenas colocan a la izquierda mexicana en posibilidades de disputar al PRI la etiqueta del cambio.
Ahora la izquierda debe ir por Peña Nieto, el puntero de la contienda. Porque dudo que ofrecerse como alternativa tanto al PRI como al PAN sea una buena estrategia de campaña. Y también dudo que limitarse a predicar la idea del “cambio verdadero” sólo entre quienes ya están convencidos de votar por López Obrador pueda ampliar su base electoral.
En una contienda que hasta ahora se ve como un plebiscito entre las opciones “continuidad del PAN” y “regreso del PRI”, un ataque simultáneo a estos dos partidos no envía un mensaje claro a los votantes, y corre el riesgo de terminar en una participación testimonial en estos comicios.
La mesa está puesta, pero ante ella sólo hay dos sillas. Tres comensales esperan sentarse, y pronto se les sumará un cuarto.
Frente a cada uno de los lugares en la mesa hay una etiqueta. Una dice “cambio” y la otra, “continuidad”.
Dos de los comensales presentes ya han decidido que deben sentarse en el lugar del cambio, pues se sentirían incómodos, fuera de lugar, en el otro. La tercera comensal es mujer, y aunque aquí no caben los actos de caballerosidad, ella será la primera en tomar asiento pues es la única a la que le sienta naturalmente el lugar de la continuidad.
Al final, uno de estos comensales se quedará de pie, viendo cómo los otros dos disfrutan del banquete. Lo mismo sucederá con el cuarto comensal, que llegará a destiempo, prácticamente como arrimado, y sin oportunidad alguna de disputar un asiento.
La metáfora sirve para explicar qué sucederá dentro de algunas semanas en la carrera presidencial mexicana. Esa ha sido la historia de las últimas cuatro elecciones para decidir quién ocupa el Ejecutivo.
No importa cuántos candidatos se inscriban en la boleta. Al final, la contienda termina siendo de dos: uno que representa la continuidad y otro, el cambio. Los demás candidatos acaban la carrera muy rezagados, en parte porque muchos de los electores que pensaron en ellos como su primera opción otorgan el voto a uno de los dos que despuntaron, ya sea por entusiasmo o por rechazo hacia alguna de esas candidaturas.
Hace varios meses que sostengo esta tesis sobre lo que ocurrirá en la contienda presidencial de este año, basándome en sucedido en las elecciones de 1988, 1994, 2000 y 2006 (antes de 88 no podía hablarse de votaciones presidenciales competidas en México).
En la primera de ellas —una elección que para siempre quedó manchada por la manipulación de los votos—, los candidatos Carlos Salinas de Gortari y Cuauhtémoc Cárdenas fueron los que se sentaron a la mesa metafórica. El primero representaba la continuidad y segundo, el cambio. Pese a haber realizado una campaña que llamó mucho la atención, el panista Manuel J. Clouthier terminó en un lejano tercer lugar, 14 puntos detrás de Cárdenas y 33 puntos detrás de Salinas.
Seis años después, en 1994, fue el panista Diego Fernández de Cevallos quien logró hacerse de la representación del cambio. Pese a su perseverancia, Cárdenas terminó tercero, nueve puntos detrás de Fernández de Cevallos y 32 puntos detrás del priista Ernesto Zedillo, quien ganó la elección como representante de la continuidad.
La elección de 2000 es la única en que ha ganado el candidato del cambio. El panista Vicente Fox logró conquistar esa etiqueta pese a que Cárdenas entró en la carrera con la imagen exitosa de haber sido el primer gobernante del Distrito Federal surgido de las urnas. El priista Francisco Labastida, representante de la continuidad —como siempre sucede con el candidato del partido del gobierno— terminó segundo, casi siete puntos detrás de Fox pero 20 por encima de Cárdenas.
En 2006 se repitió la lucha entre las candidaturas de la continuidad y del cambio. El panista Felipe Calderón, candidato del partido del gobierno —y, por tanto, de la continuidad—, contra el perredista Andrés Manuel López Obrador, candidato del cambio. Fue una elección muy polémica, que terminó decidiéndose por un puñado de votos, y en la que, nuevamente, el candidato que ocupó el tercer lugar, el priista Roberto Madrazo, quedó muy lejos del primero y el segundo: 13 puntos y fracción.
A falta de una segunda vuelta en las elecciones presidenciales, una buena parte de los electores mexicanos que originalmente no pensaban votar por alguna de las dos principales opciones en la boleta (los candidatos del cambio y la continuidad) terminan impulsando a alguna de éstas hacia el triunfo. Esto es fácil de comprobar si uno revisa la diferencia que existe entre la suma de votos que obtienen los candidatos presidenciales que no son percibidos como representantes de la continuidad o el cambio y la que consiguen sus partidos en las elecciones para diputados y senadores.
En promedio, el tercer lugar en una elección presidencial en México termina 14 puntos detrás del segundo lugar y 21 puntos detrás del primero.
¿Quiénes serán los candidatos de la continuidad y el cambio en la contienda presidencial que arranca el 30 de marzo?
No hay duda que la candidata de la continuidad será Josefina Vázquez Mota, en tanto aspirante del partido del gobierno. Es importante no confundir la continuidad con el continuismo. El triunfo de Vázquez Mota en la elección interna del PAN la semana pasada simplemente confirmó otra regla de la que he hablado antes aquí: para ganar la candidatura del PAN es necesario no ser percibido como el aspirante oficial, el que tiene el apoyo de la nomenklatura del partido.
Aunque la candidatura de Vázquez Mota es novedosa —se trata de la primera mujer que representará a Acción Nacional en una elección presidencial y también la primera con posibilidades reales de llegar a Los Pinos—, no me queda duda de que tratará de construir su triunfo con base en los logros de los dos gobiernos del PAN que así sean percibidos por el electorado. Por supuesto, ofrecerá alternativas (ella misma ha dicho que no es “más de lo mismo”), pero éstas no podrán ser tan marcadas como para encasillarse como una candidata del cambio.
¿Por qué? Porque hacerlo sería un error. Si Josefina se presenta como candidata del cambio, entrará inmediatamente en disputa con sus rivales, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, quienes explícitamente se han colocado esa etiqueta y se disputan los votos de millones de mexicanos que están decepcionados de los gobiernos del PAN. AMLO habla de “cambio verdadero” y Peña Nieto, de “cambio con certidumbre”.
Es verdad que la candidatura de Vázquez Mota ofrece intrínsecamente la posibilidad de un cambio de género, pero dudo que este mensaje sea tan poderoso por sí mismo como para transformar a Peña Nieto y López Obrador en los candidatos de la continuidad de género. El que la candidatura del PAN la haya ganado una mujer es un gran activo para la campaña panista, pero no es suficiente para ganar, sobre todo dadas las situaciones apremiantes que vive el país en materia de seguridad y empleo.
Ocupado el lugar de la continuidad por Vázquez Mota, sólo queda un asiento disponible, y tendrán que disputárselo los opositores. Si López Obrador quiere ser el candidato del cambio, deberá probar que su “cambio verdadero” tiene más posibilidades de éxito que el “cambio con certeza” ofrecido por Peña Nieto. Y viceversa.
Creo que Vázquez Mota tiene clara esta situación. La noche de su triunfo en el PAN, identificó a Peña Nieto como el rival y no mencionó a AMLO. ¿Por qué lo hizo? Por dos razones: 1) Para lograr que López Obrador reclamara la omisión, y ella tuviera la oportunidad de mandar un mensaje de paz y reconocimiento al candidato del Movimiento Progresista, y 2) porque la candidata del PAN sabe que si AMLO se rezaga al tercer lugar, muchos de los votos de los simpatizantes de éste (sobre todo los de las mujeres liberales y de izquierda) fluirán hacia ella si no ocurre un choque con López Obrador.
El Movimiento Progresista ha hecho enormes esfuerzos por volver competitiva su candidatura. La forma tersa como se resolvió que AMLO fuera el aspirante presidencial y el reciente apoyo que éste recibió de Cuauhtémoc Cárdenas colocan a la izquierda mexicana en posibilidades de disputar al PRI la etiqueta del cambio.
Ahora la izquierda debe ir por Peña Nieto, el puntero de la contienda. Porque dudo que ofrecerse como alternativa tanto al PRI como al PAN sea una buena estrategia de campaña. Y también dudo que limitarse a predicar la idea del “cambio verdadero” sólo entre quienes ya están convencidos de votar por López Obrador pueda ampliar su base electoral.
En una contienda que hasta ahora se ve como un plebiscito entre las opciones “continuidad del PAN” y “regreso del PRI”, un ataque simultáneo a estos dos partidos no envía un mensaje claro a los votantes, y corre el riesgo de terminar en una participación testimonial en estos comicios.
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