Jacobo Zabludovsky / Bucareli
El Distrito Federal podría ser un país independiente y, sin embargo, no llega a tener los privilegios de un Estado soberano entre los de la República Mexicana.
El DF, autosuficiente en sus finanzas, tiene más de 20 millones de habitantes, población superior a la de gran número de miembros de las Naciones Unidas; el más importante núcleo de escuelas de todos los niveles; centros hospitalarios de cualquier especialidad; el más grande y diverso mundo industrial; el mayor de los aeropuertos nacionales; el caudal alucinante de su historia, leyenda, tradición y cultura, con obras asombrosas de la pintura, escultura y urbanismo donde destaca, como orgullo de la humanidad su Centro Histórico. Pero carece de la autonomía de cualquier estado de la República.
Su característica especial de asiento de los poderes federales le ha ceñido un corsé hecho a una medida anacrónica, inadecuada ante la nueva realidad, producto de un crecimiento natural y un desarrollo social y jurídico que exige una revisión de las leyes constitucionales para darle los derechos reconocidos a las entidades que unidas forman el Estado mexicano. El ejercicio de su presupuesto, el nombramiento libre de ciertos funcionarios y otras facultades hoy mermadas, deben pasar a las atribuciones del Gobierno capitalino, cuya jefatura esperan ganar en las urnas tres personalidades de nuestra sociedad.
Una de ellas emerge de dos circunstancias fortuitas, una trágica: el secuestro y muerte de un hijo y, otra, el súbito bazucazo que cambió el drama en plataforma electoral, dándole a una madre dolorosa los atributos necesarios para gobernar este enjambre complicado y agresivo de seres pensantes, actuantes y exigentes, como si las lágrimas fueran gotas de experiencia en ese juego de fuerzas que es la política. No extraña la decisión sorpresiva del dueño de la varita mágica, es su costumbre, sino la aceptación de la señora, tan respetable, tan prudente y tan discreta en la vida real.
En la otra cara de la moneda caben los otros dos aspirantes a la jefatura capitalina. Abogado con honores académicos, alumno y maestro de la Facultad de Derecho de la UNAM, veterano de cargos complicados dentro de su especialidad profesional. Hombre sin partido logró agrupar en su entorno a una izquierda dividida, uniéndola en la lucha por mantener en el gobierno el proyecto que durante casi dos décadas ha logrado rescatar, mejorar las cualidades distintivas de la ciudad y enfrentarse, con varia suerte, a enormes problemas emanados de la convivencia de tantos pueblos que forman, como la falda de Coatlicue, el entramado de serpientes donde colgamos nuestra casa. Un candidato distanciado de costumbres lamentables de la vida partidaria, culto, respetable y respetado por quienes lo conocen y han trabajado a su lado o a sus órdenes. Una presencia fresca en el panorama árido de las campañas lleva delantera en las encuestas.
La tercera personalidad reúne tantas características positivas que podría aspirar a la Presidencia y no al segundo puesto político más importante del país. “Yo no quiero ser candidata a la Presidencia”, me dijo el otro día. “No vengo a usar a la ciudad como un trampolín, porque la ciudad no va a ser botín ni caja chica. Hay que resolver los problemas de fondo, no sólo darle mejoralitos, no sólo posponerlos ni hacer políticas de cinco minutos para que me aplaudan y todo siga igual”. Me expuso su plan de gobierno, enfocado a la mejoría de los habitantes marginados de los servicios y beneficios citadinos.
Producto de la vocación de conciliar para encontrar caminos, veterana de cargos de elección popular a todos los niveles, presidenta de su partido y protagonista de la historia reciente de nuestra nación, llegaría con el caudal invaluable de un aprendizaje en el desempeño de puestos públicos nacionales, regionales, estatales. Inteligente, lectora constante, enterada de la historia y de las luchas del mexicano por hacer de este un país democrático, laico y justo, tiene en su contra la corriente del voto que ha mantenido al PRI alejado del Zócalo.
Ante la embestida de los poderes político y fácticos para entregar los energéticos y otros recursos fundamentales a mercaderes privados, ante el peligro de un retorno de la Iglesia a la rectoría de la educación y al culto externo ilimitado, ante el crecimiento de la corrupción impune y frente a la irritación justificada de millones de jóvenes sin destino en el Distrito Federal, existe una esperanza. Hay opción.
“Que sea este un sitio donde las jacarandas se saluden”, me dijo también: “Rescatemos la capacidad de sonreír y de creer en el futuro”.
La imaginación alcanza donde el bazuca no llega.
El Distrito Federal podría ser un país independiente y, sin embargo, no llega a tener los privilegios de un Estado soberano entre los de la República Mexicana.
El DF, autosuficiente en sus finanzas, tiene más de 20 millones de habitantes, población superior a la de gran número de miembros de las Naciones Unidas; el más importante núcleo de escuelas de todos los niveles; centros hospitalarios de cualquier especialidad; el más grande y diverso mundo industrial; el mayor de los aeropuertos nacionales; el caudal alucinante de su historia, leyenda, tradición y cultura, con obras asombrosas de la pintura, escultura y urbanismo donde destaca, como orgullo de la humanidad su Centro Histórico. Pero carece de la autonomía de cualquier estado de la República.
Su característica especial de asiento de los poderes federales le ha ceñido un corsé hecho a una medida anacrónica, inadecuada ante la nueva realidad, producto de un crecimiento natural y un desarrollo social y jurídico que exige una revisión de las leyes constitucionales para darle los derechos reconocidos a las entidades que unidas forman el Estado mexicano. El ejercicio de su presupuesto, el nombramiento libre de ciertos funcionarios y otras facultades hoy mermadas, deben pasar a las atribuciones del Gobierno capitalino, cuya jefatura esperan ganar en las urnas tres personalidades de nuestra sociedad.
Una de ellas emerge de dos circunstancias fortuitas, una trágica: el secuestro y muerte de un hijo y, otra, el súbito bazucazo que cambió el drama en plataforma electoral, dándole a una madre dolorosa los atributos necesarios para gobernar este enjambre complicado y agresivo de seres pensantes, actuantes y exigentes, como si las lágrimas fueran gotas de experiencia en ese juego de fuerzas que es la política. No extraña la decisión sorpresiva del dueño de la varita mágica, es su costumbre, sino la aceptación de la señora, tan respetable, tan prudente y tan discreta en la vida real.
En la otra cara de la moneda caben los otros dos aspirantes a la jefatura capitalina. Abogado con honores académicos, alumno y maestro de la Facultad de Derecho de la UNAM, veterano de cargos complicados dentro de su especialidad profesional. Hombre sin partido logró agrupar en su entorno a una izquierda dividida, uniéndola en la lucha por mantener en el gobierno el proyecto que durante casi dos décadas ha logrado rescatar, mejorar las cualidades distintivas de la ciudad y enfrentarse, con varia suerte, a enormes problemas emanados de la convivencia de tantos pueblos que forman, como la falda de Coatlicue, el entramado de serpientes donde colgamos nuestra casa. Un candidato distanciado de costumbres lamentables de la vida partidaria, culto, respetable y respetado por quienes lo conocen y han trabajado a su lado o a sus órdenes. Una presencia fresca en el panorama árido de las campañas lleva delantera en las encuestas.
La tercera personalidad reúne tantas características positivas que podría aspirar a la Presidencia y no al segundo puesto político más importante del país. “Yo no quiero ser candidata a la Presidencia”, me dijo el otro día. “No vengo a usar a la ciudad como un trampolín, porque la ciudad no va a ser botín ni caja chica. Hay que resolver los problemas de fondo, no sólo darle mejoralitos, no sólo posponerlos ni hacer políticas de cinco minutos para que me aplaudan y todo siga igual”. Me expuso su plan de gobierno, enfocado a la mejoría de los habitantes marginados de los servicios y beneficios citadinos.
Producto de la vocación de conciliar para encontrar caminos, veterana de cargos de elección popular a todos los niveles, presidenta de su partido y protagonista de la historia reciente de nuestra nación, llegaría con el caudal invaluable de un aprendizaje en el desempeño de puestos públicos nacionales, regionales, estatales. Inteligente, lectora constante, enterada de la historia y de las luchas del mexicano por hacer de este un país democrático, laico y justo, tiene en su contra la corriente del voto que ha mantenido al PRI alejado del Zócalo.
Ante la embestida de los poderes político y fácticos para entregar los energéticos y otros recursos fundamentales a mercaderes privados, ante el peligro de un retorno de la Iglesia a la rectoría de la educación y al culto externo ilimitado, ante el crecimiento de la corrupción impune y frente a la irritación justificada de millones de jóvenes sin destino en el Distrito Federal, existe una esperanza. Hay opción.
“Que sea este un sitio donde las jacarandas se saluden”, me dijo también: “Rescatemos la capacidad de sonreír y de creer en el futuro”.
La imaginación alcanza donde el bazuca no llega.
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