La rebelión de las masas

Carlos Ramírez / Indicador Político

Si alguna prueba contundente se debe presentar para concluir que el actual sistema político institucional ya no responde a la correlación de fuerzas sociales, políticas y productivas y culturales del país, sin duda que se encuentra en la protesta social callejera que quiere imponer decisiones por la vía de la presión popular.

Las protestas sindicales de los cincuenta, las movilizaciones estudiantiles y populares de los sesenta, las machas sociales de los setenta son el antecedente de las protestas de los ochenta, los noventa y las del primer decenio del siglo XXI. Más que buscar el cambio de sistema político y de modernizar las instituciones, los grupos sociales pasan a la acción directa como una forma de conseguir beneficios sectoriales.

En lugar de buscar la reforma de los protocolos políticos y sociales y la modernización de las instituciones al calor de la dinámica cada vez más activa de los grupos sociales, las élites dirigentes prefieren convertirse en masa o encabezar la masa o azuzar a las masas. Las protestas sociales callejeras se convierten así en la evidencia de que el sistema político institucional no responde a las nuevas necesidades de los ciudadanos.

El redescubrimiento de la ciudadanía y de sus potencialidades ha sido en México el factor de inestabilidad social. Para entender la lógica de la protesta social se pueden convocar dos tesis políticas:
1.- En 1922, mucho antes que La rebelión de las masas de 1930, José Ortega y Gasset publicó una serie de artículos que después agrupó en el ensayo España invertebrada. En esos textos desarrolló el argumento de la movilización de las masas por el fracaso de las élites dirigentes y de la ineficacia de las instituciones: “Los particularismos desdeñan los espacios institucionales intermedios, como el Parlamento, que es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales. Pero la única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de la señera voluntad; en suma, la acción directa”. Los particularismos exhiben la falta de vertebración de una sociedad.
El autonomismo social conduce a la desintegración de la sociedad.
2.- En 1968 el politólogo de las transiciones Samuel Huntington estableció en su libro El orden político en las sociedades en cambio la tesis en la relación cambio-violencia política: “Los cambios económico y social amplían la conciencia política, multiplican sus demandas, ensanchan su participación. Estos cambios socavan los fundamentos tradicionales de la autoridad y las instituciones políticas tradicionales y complican tremendamente los problemas de la creación de nuevas bases de asociación e instituciones políticas que unan la legitimidad a la eficacia”. “¿Cuál es la causa de esta violencia e inestabilidad? La tesis primordial es que constituyeron en gran parte el resultado de un rápido cambio social y de la veloz movilización política de nuevos grupos, junto con el lento desarrollo de las instituciones políticas”.

En lugar de modernizarse en función del avance de la sociedad y de la oposición, el sistema político se estacionó en los fundamentos del Estado priísta, aunque con un PRI cada vez más minoritario y cada vez con menos control sobre las estructuras del Estado y de las instituciones políticas. Al encontrar instituciones reacias a la modernización, los grupos sociales pasaron a la acción directa. Y en lugar de un nuevo acuerdo político entre élites gobernantes y sociedad gobernada para adecuar el sistema político institucional a la nueva correlación de fuerzas sociales y políticas, el sistema priísta prefirió un espacio paralelo: La calle le ha ido ganando al parlamento.

La acción directa en la calle conduce lo mismo a concesiones del poder que a represiones reactivas, pero con una modernización institucional siempre a posteriori de los conflictos y muchas veces a adecuaciones sin efectos estructurales. Las protestas sociales han demostrado la falta de sensibilidad de gobiernos del PRI, del PAN y del PRD a la necesidad de redefinir los espacios institucionales de relación entre masas y élites dirigentes, cuyo acuerdo era para Ortega y Gasset el motor fundacional de la viabilidad de las naciones. Hoy las masas exigen una democracia a mano alzada y decisiones impuestas por la presión callejera, mientras las élites gobernantes carecen de propuestas de modernización de las instituciones políticas y de gobierno.

La crisis en el conflicto masas-élites conduce a represiones, concesiones, rupturas, revoluciones o transiciones pactadas. La crisis del sistema de representación política de México de 1968 encontró salidas con la reforma política de 1978 que legalizó al Partido Comunista Mexicano y modernizó de golpe el sistema parlamentario y tuvieron que pasar casi veinte años para lograr la autonomía del gobierno del órgano electoral. Lo malo es que todo avance democratizador encontró pronto su regresión institucional.

Las protestas cotidianas, la violencia política y la represión institucional son parte del agotamiento del sistema político priísta aún vigente y exhiben la necesidad de una nueva estructura institucional que defina nuevas reglas del juego político, canalice las exigencias sociales y perfile un nuevo mecanismo institucional de relación entre masas y élites gobernantes. Las protestas callejeras han anulado el funcionamiento de las instituciones y las decisiones se toman por la relación conflictiva fuera de los espacios institucionales.

A partir de la tesis de Ortega y Gasset de las sociedades sin cohesión interna, México ofrece las características de una sociedad invertebrada; peor aún, sin funcionalidad en los tres subsistemas de su sistema político: El sistema óseo, el sistema sanguíneo y el sistema nervioso. Se trata, por tanto, de un sistema molusco, sin fuerza, dominado por la relación incorporación-desintegración. Lo grave es que la acción directa sustituye por la fuerza a la democracia.

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