Pedro Miguel / Navegaciones
Dice el presidente nacional del PRI, Pedro Joaquín Coldwell, que las presidencias panistas han sido una pesadilla que está por terminar con el retorno de su partido al poder federal. En realidad, la pesadilla viene de mucho antes. Desde 1988, al menos, cuando el PRI gobernante perdió las elecciones, impuso a Carlos Salinas en Los Pinos y dieron inicio, de manera abierta y descarada, la transferencia de la propiedad nacional a manos privadas, el proceso de reducción del Estado a una horda de efectivos armados, la entrega de instituciones y territorios a la delincuencia organizada, el abandono de las obligaciones constitucionales del poder público hacia la población y la claudicación de la soberanía.
En esa administración y en las siguientes, los genios de la política económica oficial –con el PRI o con el PAN, son los mismos– adaptaron el país a las necesidades de los capitales trasnacionales y lo volvieron una inmensa maquiladora y después una gran fábrica de mano de obra exportable. Hoy es ya un jugoso mercado de bienes y servicios para las industrias de la destrucción: armas, drogas, consultorías de seguridad y enormes lavadoras de dinero.
Durante el segundo semestre de 2000 la pesadilla se disfrazó de sueño idílico y buena parte de la población –la mayoría– vivió esos meses y los siguientes con la idea de que la pesadilla del autoritarismo, la corrupción y la inoperancia gubernamental habían terminado: no habría más masacres de ciudadanos ordenadas desde el poder, no más desvíos multimillonarios de recursos, no más crisis inducidas por la estupidez, la arrogancia y la ambición de los gobernantes. Pero, en realidad, del gobierno de Ernesto Zedillo al de Vicente Fox la pesadilla se profundizó y se hizo más oscura y asfixiante. No hubo ruptura de la cadena de impunidad y complicidad que recorre los sexenios, la corrupción se hizo más escandalosa y el uso faccioso y patrimonialista del poder culminó con el fraude electoral de 2006, convalidado por los priístas.
Con el Revolucionario Institucional y con Acción Nacional, la pesadilla nacional tiene tres rasgos principales: la privatización insaciable de la propiedad pública –que se traduce en concentración obscena de la riqueza y en multiplicación de la pobreza–, la continua y creciente putrefacción institucional –derivada de la corrupción de los gobernantes– y el autoritarismo legalista que para hacer de veras perfecta a la dictadura perfecta recurrió a una maniobra muy ingeniosa: incluir al PAN. Hoy día, basta ver la manera en que el calderonato emplea recursos públicos para inducir votaciones, tuerce las leyes para perseguir a opositores políticos por delitos comunes inexistentes o improbables, se pasa las recomendaciones del Legislativo por el arco del triunfo y desgobierna en la manera precisa que le da la gana, presume cifras imaginarias y distribuye a discreción contratos y negocios entre sus allegados para caer en la cuenta de que, si el PRI se encuentra fuera de Los Pinos, el priísmo continúa ejerciendo el poder. Ante los saldos de pérdida del Estado laico y del bienestar social, ante el avance de la privatización de todo lo imaginable, con vista en la arbitrariedad como estilo de gobierno, a partir del sometimiento a Washington, es razonable afirmar que el panismo es la fase superior del salinismo. Entre uno y otro, el eje articulador se llama Elba Esther Gordillo.
Y ahora el priísmo quiere volver a ejercer la presidencia de manera directa, por conducto de un muñeco (des)inflable con credencial tricolor. Su mal sueño de facción es vivir al margen del presupuesto federal y pretende ponerle término. Pero para el resto del país –es decir, para la gran mayoría–, esa perspectiva sería el comienzo de un nuevo capítulo de la pesadilla que padece desde hace muchos años.
Dice el presidente nacional del PRI, Pedro Joaquín Coldwell, que las presidencias panistas han sido una pesadilla que está por terminar con el retorno de su partido al poder federal. En realidad, la pesadilla viene de mucho antes. Desde 1988, al menos, cuando el PRI gobernante perdió las elecciones, impuso a Carlos Salinas en Los Pinos y dieron inicio, de manera abierta y descarada, la transferencia de la propiedad nacional a manos privadas, el proceso de reducción del Estado a una horda de efectivos armados, la entrega de instituciones y territorios a la delincuencia organizada, el abandono de las obligaciones constitucionales del poder público hacia la población y la claudicación de la soberanía.
En esa administración y en las siguientes, los genios de la política económica oficial –con el PRI o con el PAN, son los mismos– adaptaron el país a las necesidades de los capitales trasnacionales y lo volvieron una inmensa maquiladora y después una gran fábrica de mano de obra exportable. Hoy es ya un jugoso mercado de bienes y servicios para las industrias de la destrucción: armas, drogas, consultorías de seguridad y enormes lavadoras de dinero.
Durante el segundo semestre de 2000 la pesadilla se disfrazó de sueño idílico y buena parte de la población –la mayoría– vivió esos meses y los siguientes con la idea de que la pesadilla del autoritarismo, la corrupción y la inoperancia gubernamental habían terminado: no habría más masacres de ciudadanos ordenadas desde el poder, no más desvíos multimillonarios de recursos, no más crisis inducidas por la estupidez, la arrogancia y la ambición de los gobernantes. Pero, en realidad, del gobierno de Ernesto Zedillo al de Vicente Fox la pesadilla se profundizó y se hizo más oscura y asfixiante. No hubo ruptura de la cadena de impunidad y complicidad que recorre los sexenios, la corrupción se hizo más escandalosa y el uso faccioso y patrimonialista del poder culminó con el fraude electoral de 2006, convalidado por los priístas.
Con el Revolucionario Institucional y con Acción Nacional, la pesadilla nacional tiene tres rasgos principales: la privatización insaciable de la propiedad pública –que se traduce en concentración obscena de la riqueza y en multiplicación de la pobreza–, la continua y creciente putrefacción institucional –derivada de la corrupción de los gobernantes– y el autoritarismo legalista que para hacer de veras perfecta a la dictadura perfecta recurrió a una maniobra muy ingeniosa: incluir al PAN. Hoy día, basta ver la manera en que el calderonato emplea recursos públicos para inducir votaciones, tuerce las leyes para perseguir a opositores políticos por delitos comunes inexistentes o improbables, se pasa las recomendaciones del Legislativo por el arco del triunfo y desgobierna en la manera precisa que le da la gana, presume cifras imaginarias y distribuye a discreción contratos y negocios entre sus allegados para caer en la cuenta de que, si el PRI se encuentra fuera de Los Pinos, el priísmo continúa ejerciendo el poder. Ante los saldos de pérdida del Estado laico y del bienestar social, ante el avance de la privatización de todo lo imaginable, con vista en la arbitrariedad como estilo de gobierno, a partir del sometimiento a Washington, es razonable afirmar que el panismo es la fase superior del salinismo. Entre uno y otro, el eje articulador se llama Elba Esther Gordillo.
Y ahora el priísmo quiere volver a ejercer la presidencia de manera directa, por conducto de un muñeco (des)inflable con credencial tricolor. Su mal sueño de facción es vivir al margen del presupuesto federal y pretende ponerle término. Pero para el resto del país –es decir, para la gran mayoría–, esa perspectiva sería el comienzo de un nuevo capítulo de la pesadilla que padece desde hace muchos años.
Comentarios