Arsinoé Orihuela Ochoa
Desde el 2006 –o quizá con anterioridad a esta fecha– el gobierno federal ha intentado por todos los medios persuadir a la sociedad mexicana sobre la plausibilidad de una guerra –con sus respectivos frentes, trincheras, enemigos, muertes y heroicismos– contra un “mal” de características esencialistas, que no emerge de procesos cognoscibles, esto es, que es malo per se , que su maldad corresponde a una naturaleza concedida por gracia de un demonio superior (que, por cierto, supera en rating a todos los leviatanes que le precedieron). Este naciente “mal” comparte un elemento común con otros demonios: no se precisa involucrar a la sociedad para conocerle, abordarle –que sería un primer paso efectivo en la erradicación de este “mal”–: la supresión de este agente malvado se consigue sólo valiéndose de métodos discrecionales. Desde la perspectiva de la autoridad es un “mal” inflexible, irracional, irreformable. Lo que sí es posible alterar es la percepción de la sociedad en relación con éste. Precisamente allí se introducen las tácticas de manipulación que tan buenos resultados ha dado al gobierno en turno.
Con la llegada al poder de Acción Nacional, las concesiones políticas al clero aumentaron significativamente. La aparición de las autoridades eclesiásticas en medios de comunicación ha venido a la alza. Sus opiniones desempeñan un papel central en la actual coyuntura. No es fortuito que más de un funcionario público haya visitado la sede del Papado con fines apreciablemente mediáticos, acompañados de las televisoras de mayor envergadura nacional. (Destaca el memorable encuentro de la “gaviota santa” con el “espíritu santo”). La visita a México de Ratzinger –otrora cuate íntimo del difunto Marcial Maciel– forma parte de este creciente involucramiento de la iglesia católica en la vida pública del país: el objeto es bendecir una guerra que no es guerra, y afianzar, legitimar, a los operadores institucionales de la misma. No son gratuitas las referencias bíblicas en las alocuciones de la clase dirigente: ésta se asume delegada de Dios, y por tanto enemiga de la maldad. Ratzinger no viene a México con un mensaje de esperanza; más bien, al contrario, con una exhortación, si bien furtiva, a la pasividad, repitiendo la misma fórmula de la conquista: fe espuria, pueblo sumiso.
Esta pasividad prospera, en parte, como resultado de la fábula de la futuridad. Con parentescos discursivos acentuadamente religiosos, los heraldos calderonistas anuncian que la seguridad y el bienestar se alcanzarán en el futuro. Hoy se mata “mexicanos malos”, para que mañana únicamente permanezcan “mexicanos buenos”. La añeja promesa de un futuro mejor. (“Estamos sembrando la semilla de un futuro de oportunidades para todas las familias de nuestro país” –Alejandro Poiré). O más aún, el rancio mito religioso del Futuro: si el “bien” no ha de realizarse en esta vida, se espera que ocurra en el trasmundo.
Nótese que el propósito es uno sólo: fomentar la conformidad, condescendencia e inacción de la sociedad.
La actual guerra que no es guerra se nutre de un doble mito, temporal e ideológico: temporal, cuando justifica el presente terror en nombre de un futuro feliz: los muertos del hoy en función de los vivos del mañana; e ideológico, cuando asume que el adversario –el narco– no tiene existencia más allá del mal: es sólo un objetivo a eliminar.
Dirigiendo la atención de la sociedad al futuro y no al “ahora mismo”, promoviendo el retrato, insistentemente ficticio, parcialmente verídico, de un “mal” acotado –chivo expiatorio–, la clase dirigente difiere cualquier sanción político-legal a su corruptivo proceder y esconde eficazmente sus prácticas delictivas.
Desde el 2006 –o quizá con anterioridad a esta fecha– el gobierno federal ha intentado por todos los medios persuadir a la sociedad mexicana sobre la plausibilidad de una guerra –con sus respectivos frentes, trincheras, enemigos, muertes y heroicismos– contra un “mal” de características esencialistas, que no emerge de procesos cognoscibles, esto es, que es malo per se , que su maldad corresponde a una naturaleza concedida por gracia de un demonio superior (que, por cierto, supera en rating a todos los leviatanes que le precedieron). Este naciente “mal” comparte un elemento común con otros demonios: no se precisa involucrar a la sociedad para conocerle, abordarle –que sería un primer paso efectivo en la erradicación de este “mal”–: la supresión de este agente malvado se consigue sólo valiéndose de métodos discrecionales. Desde la perspectiva de la autoridad es un “mal” inflexible, irracional, irreformable. Lo que sí es posible alterar es la percepción de la sociedad en relación con éste. Precisamente allí se introducen las tácticas de manipulación que tan buenos resultados ha dado al gobierno en turno.
Con la llegada al poder de Acción Nacional, las concesiones políticas al clero aumentaron significativamente. La aparición de las autoridades eclesiásticas en medios de comunicación ha venido a la alza. Sus opiniones desempeñan un papel central en la actual coyuntura. No es fortuito que más de un funcionario público haya visitado la sede del Papado con fines apreciablemente mediáticos, acompañados de las televisoras de mayor envergadura nacional. (Destaca el memorable encuentro de la “gaviota santa” con el “espíritu santo”). La visita a México de Ratzinger –otrora cuate íntimo del difunto Marcial Maciel– forma parte de este creciente involucramiento de la iglesia católica en la vida pública del país: el objeto es bendecir una guerra que no es guerra, y afianzar, legitimar, a los operadores institucionales de la misma. No son gratuitas las referencias bíblicas en las alocuciones de la clase dirigente: ésta se asume delegada de Dios, y por tanto enemiga de la maldad. Ratzinger no viene a México con un mensaje de esperanza; más bien, al contrario, con una exhortación, si bien furtiva, a la pasividad, repitiendo la misma fórmula de la conquista: fe espuria, pueblo sumiso.
Esta pasividad prospera, en parte, como resultado de la fábula de la futuridad. Con parentescos discursivos acentuadamente religiosos, los heraldos calderonistas anuncian que la seguridad y el bienestar se alcanzarán en el futuro. Hoy se mata “mexicanos malos”, para que mañana únicamente permanezcan “mexicanos buenos”. La añeja promesa de un futuro mejor. (“Estamos sembrando la semilla de un futuro de oportunidades para todas las familias de nuestro país” –Alejandro Poiré). O más aún, el rancio mito religioso del Futuro: si el “bien” no ha de realizarse en esta vida, se espera que ocurra en el trasmundo.
Nótese que el propósito es uno sólo: fomentar la conformidad, condescendencia e inacción de la sociedad.
La actual guerra que no es guerra se nutre de un doble mito, temporal e ideológico: temporal, cuando justifica el presente terror en nombre de un futuro feliz: los muertos del hoy en función de los vivos del mañana; e ideológico, cuando asume que el adversario –el narco– no tiene existencia más allá del mal: es sólo un objetivo a eliminar.
Dirigiendo la atención de la sociedad al futuro y no al “ahora mismo”, promoviendo el retrato, insistentemente ficticio, parcialmente verídico, de un “mal” acotado –chivo expiatorio–, la clase dirigente difiere cualquier sanción político-legal a su corruptivo proceder y esconde eficazmente sus prácticas delictivas.
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